Ratas y hombres
ENRIQUE MOCHALES
Nos quer¨ªamos, pero no pod¨ªamos vivir juntos. Ambos sab¨ªamos que el origen de nuestros males se hallaba en nuestros genes. As¨ª se lo dije: "Cari?o, hemos de cambiar". Entonces nos pusimos en manos de especialistas. Ellos nos dijeron que los genes que se empe?aban en fastidiarnos la vida eran muy conocidos en la espiral de ADN, porque siempre intentaban chupar microscopio archiat¨®mico saludando con aire de burla. "Se llaman genes joderetes", dijeron los cient¨ªficos. Nos pusimos a preguntar los precios de genes m¨¢s perfectos, y sal¨ªan a una barbaridad de Euros, que ya por entonces estaban devaluados. "A c¨®mo salen sueltos", pregunt¨¦, y la verdad es que resultaban mucho m¨¢s baratos cuando te daban uno o dos en una bolsa para peces. "?Son eficaces?", pregunt¨¦, una vez m¨¢s, y el doctor respondi¨®: "Al menos han dado resultado con las ratas. Mire c¨®mo se quieren". En efecto, reinaba la paz dentro de los barrotes de la jaula, y las ratas parec¨ªan quererse y respetarse. Al final, plante¨¦ la pregunta m¨¢s importante para m¨ª: "Cambiar nuestros genes... ?no ofender¨¢ a Dios?". "?Dios existe?, dijo el cient¨ªfico, "pero... ?es imposible!".
Decidimos implantarnos los genes nosotros mismos, por ahorrar, as¨ª que nos bebimos cada uno la mitad de la bolsa de agua, procurando no digerir los genes, sino incorporarlos a nuestra espiral. Tiempo m¨¢s tarde, nos casamos. Les hac¨ªa ilusi¨®n a los padres de ella, y por otra parte, el matrimonio nos ofrec¨ªa muchas ventajas de ¨ªndole tranquila. As¨ª que dejamos de lado nuestras convicciones ideol¨®gicas de juventud y nos plantamos en el altar. Los genes hab¨ªan hecho su efecto. Por fin ¨¦ramos una pareja estable y feliz.
Al de dos a?os de planificado matrimonio, cuando ya esper¨¢bamos nuestro primer hijo, nos llamaron de nuevo los cient¨ªficos. "La generaci¨®n de ratas que fue creada a partir de la sustituci¨®n de genes joderetes ha mutado", nos confesaron. "?De qu¨¦ forma?", preguntamos, sin disimular nuestra angustia. "Pues es sencillo, pero dif¨ªcil de aceptar", dijeron los cient¨ªficos, "las ratas han comenzado a parir formas florales. Por decirlo claramente; en lugar de ratoncitos dan a luz rosas, claveles y gladiolos". Colgu¨¦ el tel¨¦fono. Ella lloraba. La tom¨¦ por los hombros, y le susurr¨¦: "No te preocupes. ?sta es la prueba de que Dios existe".
"Pero... ?qu¨¦ opinar¨¢ la Iglesia de esto?", pregunt¨® mi mujer. "No te importe el infierno -le dije-, est¨¢ demostrado que ya no hay infierno, con pruebas fehacientes por el Santo Padre. Y cielo tampoco, as¨ª que ?para qu¨¦ te vas a comer el coco!" Ella asinti¨® husmeando un poco con el hocico, como una ratita. "Ten en cuenta", musit¨®, "que de acuerdo a la Iglesia no podemos practicar un aborto as¨ª como as¨ª. No nos queda m¨¢s remedio que tener ese hijo. Y tambi¨¦n todos los que vengan despu¨¦s, ya que no nos est¨¢n permitidos los anticonceptivos". "S¨ª, lo s¨¦"", dije yo, "pero rel¨¢jate: piensa que el sufrimiento no est¨¢ tan lejos del gozo. Esta rabia que sentimos nos induce incluso a tener m¨¢s fe".
Mientras se lo dec¨ªa yo me atusaba los bigotes y pensaba en una sociedad feliz, con todos los genes cambiados, con los genes de la felicidad y el amor reproduci¨¦ndose, salvajes, en una atm¨®sfera plat¨®nica, tecn¨®crata, moderna, sita en una amable ciudad rebosante de guggenheims y de kursaals y de euskaldunas. Eso era lo que quer¨ªa para mi hijo, un mundo mejor, y no comprend¨ªa por qu¨¦ Dios no estaba de acuerdo con eso. Entonces mi mujer tuvo un antojo: una tabla de quesos. Como era una prioridad absoluta que no le faltase de nada a nuestro embri¨®n, fuera cu¨¢l fuese su suerte, nos fuimos a una taberna especializada en quesos y pedimos el surtido m¨¢s variado.
Desde entonces, nuestra vida ha cambiado bastante. Seguimos siendo una pareja feliz, disfrutamos de una situaci¨®n econ¨®mica desahogada y creemos en Dios. Mi mujer, que es un amor, dio a luz un bonito rallador de queso, que usamos cuando comemos espaguetis. Cosa que ocurre casi siempre. Lo del queso lo llevamos en los genes.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.