El s¨ªndrome de don Tancredo
Nadie discute ya la necesidad de que los entrenadores existan; la duda empieza cuando se pretende calibrar su aut¨¦ntica val¨ªa. Quiz¨¢ puedan parecer una moderna representaci¨®n de los legados de C¨¦sar o la imagen virtual de aquellos intr¨¦pidos comandantes de la legi¨®n extranjera que empezaban luchando por una provincia de ultramar y terminaban conquistando Hollywood. Pero, dada su ef¨ªmera relaci¨®n con la gloria y conocido el desenlace de sus relaciones con el poder, han venido al mundo para proporcionar un sospechoso a sus jefes.Habr¨¢ quien discrepe de una visi¨®n tan tr¨¢gica de sus vidas, pero nadie podr¨¢ negar que todos siguen un mismo itinerario y que cumplen una misma funci¨®n profil¨¢ctica: sus patrones los presentan al p¨²blico como si hubieran encontrado al genio de la l¨¢mpara; luego se los cuelgan de la solapa, ocupan el lugar de honor en el palco y esperan acontecimientos. Si todo va bien, se afilan el colmillo, miran a c¨¢mara y muestran la sonrisa embobada del padre de la criatura. Sin embargo las cosas cambian radicalmente al m¨¢s peque?o brote revolucionario; entonces vuelven la cabeza hacia la grada y sin ninguna sombra de compasi¨®n se los entregan a la plebe para que se desahogue. No hay excepciones a ese comportamiento: el presidente se inventa al sospechoso, comete el delito de contratarlo y resuelve el problema en un solo envite; da a sus clientes la satisfacci¨®n de linchar a un convicto, y por el mismo precio se busca una buena coartada y pone a salvo su propia cabeza.
Puesto que no hay entrenador que veinte a?os dure, nunca sabremos si los directivos tienen la habilidad necesaria para equivocarse tanto, o si es que no aciertan con el remedio en un deliberado acto de maldad. El hecho es que quien precisa un cirujano contrata un electricista y quien necesita a un bombero contrata a un pir¨®mano. Ahora bien, ?se limitan los entrenadores a desempe?ar ese efecto vacuna o son los due?os del rendimiento de sus equipos? A ese respecto puede ser muy esclarecedora aquella conversaci¨®n entre matem¨¢ticos que al final de un partido mantuvieron un famoso entrenador y un agudo reportero.
-?Qu¨¦ sistema de juego ha empleado usted hoy?
-El cuatro-cuatro-dos.
-Pues a m¨ª me ha parecido un tres-tres-tres-uno.
-Ver¨¢ usted, amigo: yo pongo a todos en su sitio sobre la pizarra. ?Sabe lo que ocurre? Pues que en cuanto empieza el partido se mueven.
De aqu¨ª se podr¨ªa deducir que los entrenadores no pasan de ser un veh¨ªculo protocolario. Manejar¨ªan tres o cuatro supuestos t¨¢cticos para uso de cr¨ªticos y corresponsales, y aceptar¨ªan como parte del trato que los futbolistas los descompongan a su gusto a la espera de que el presidente acabe el trabajo de demolici¨®n. ?Eso es todo ? No, porque en realidad los componentes del gremio se mueven en una horquilla de prop¨®sitos que van del plan de supervivencia en campo propio al intento de conquista del campo contrario. Frustrados sus planes, optan por dos salidas : o bien resisten hasta la extenuaci¨®n o bien se entregan a una pasividad casi patol¨®gica. Van pues, pues, de Napole¨®n y don Tancredo.
Antes de que conozcamos nuevas defunciones, bueno ser¨¢ que dejemos definitivamente claro qui¨¦n es quien. Mientras volvemos a comprobar que tal club necesita un fontanero y contrata a un pianista, debemos a estos seres de biograf¨ªa inestable un m¨ªnimo de lealtad.
Participemos en el pr¨®ximo linchamiento, pero sepamos que, como dijo Chesterton, en caso de crimen hay que investigar al jefe de polic¨ªa. Ponte en guardia, presidente.
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