El bosque encendido
Una senda did¨¢ctica zigzaguea por la umbr¨ªa del puerto, entre ¨¢rboles que el oto?o pinta de vivo amarillo
Al abedul se le conoc¨ªa antiguamente como el ¨¢rbol de la sabidur¨ªa, y no precisamente por el papel que se obten¨ªa de su corteza interna -o librum-, sino por "sus temibles ramillas, las cuales, a guisa de vergajos, se hac¨ªan respetar en manos de los preceptores" (P¨ªo Font Quer, El Diosc¨®rides renovado). Tambi¨¦n lleg¨® a ser proclamado el ¨¢rbol nefr¨ªtico de Europa, pues como demostraron los doctores Winternitz y Huchard en sendos estudios, las hojas de abedul, tomadas en infusi¨®n por enfermos que no orinaban, les despertaban unas ganas de hasta dos litros y medio al d¨ªa. En las aldeas centroeuropeas, aprovechaban su savia para quitarse las pecas del rostro (ellas) y para elaborar cerveza (ellos). Y su corteza, asaz impermeable, se usaba para fabricar tejas, vasos, zuecos y polainas como las que Jos¨¦ Quer (Flora espa?ola) vio hacerse a los pastores de la sierra de Castilla la Vieja.A nosotros, la verdad, lo que anta?o se hiciera o dejara de hacerse con el abedul es algo que nos interesa casi tanto como la vida de santa Hildegarda, quien al parecer ya describi¨® sus virtudes diur¨¦ticas en el sigloXII. Lo ¨²nico que hoy nos importa es su belleza pura y dura, m¨¢xime cuando oto?o irrumpe en los abedulares como una luz de bengala, como una muchedumbre de mariposas gualdas.
Reconocer¨¦is al abedul por su corteza blanqu¨ªsima, lisa, tersa -?la envidia de las aldeanas pecosillas!-, que en los ejemplares maduros tiende a agrietarse formando estr¨ªas negruzcas -?ley de vida!-; y por sus hojillas caedizas, de figura triangular puntiaguda, que al virar en octubre al amarillo componen con aqu¨¦lla un conjunto de claridad extrema, de et¨¦rea hermosura. En Madrid, esta especie eurosiberiana, reliquia de los bosques que colonizaron el Sistema Central durante los d¨ªas mucho m¨¢s fr¨ªos y h¨²medos de la ¨²ltima glaciaci¨®n, es una rareza tal que casi hay que buscarla con lupa en arroyos, trampales y gargantas de la cuenca del Lozoya. Masas notables, que merezcan el t¨ªtulo de abedulares, s¨®lo hemos visto dos: en la dehesa de Somosierra y en el puerto de Canencia.
En busca de esta ¨²ltima, nos echaremos a andar por la pista forestal que nace junto a la gran fuente de piedra del puerto -a mano izquierda, seg¨²n se llega por carretera desde Miraflores-, la cual nos conducir¨¢ en diez minutos al centro de educaci¨®n ambiental El Hornillo. Aqu¨ª dan unos folletitos que permiten seguir sin p¨¦rdida posible la senda de la Ladera de Mojonavalle; una senda did¨¢ctica, muestrario de todos los tesoros del bosque, que zigzaguea abedular abajo y abedular arriba sumando un total de cinco kil¨®metros.
Se?alizada inicialmente con marcas de pintura amarilla, la senda arranca a espaldas del propio centro, gui¨¢ndonos en suave descenso por el pinar hasta la cercana chorrera de Mojonavalle, donde el arroyo del Sestil del Ma¨ªllo se descuelga cien metros por cascadas y toboganes. Sin atravesarlo, seguiremos la senda de bajada hasta topar una n¨ªtida encrucijada: de los tres ramales que se nos presenten, elegiremos el de la izquierda, que nos va a llevar de nuevo hasta el arroyo y, despu¨¦s de cruzarlo dos veces, hasta la carretera Miraflores-Canencia (M-629), a dos kil¨®metros del puerto. Este tramo junto al regato es tan cuco, tan bonito, con sus abedules de ramas desmayadas, sus pontecillas de piedra y su alfombra de musgo, hojarasca, setas y rojas bayas de tejos, acebos, escaramujos y majuelos, que uno llega a pensar que la Consejer¨ªa de Medio Ambiente ha reclutado un ej¨¦rcito de gnomos subscritos a House & Garden.
Regresando por el mismo camino, tiraremos esta vez en la encrucijada por el ramal ascendente, a la izquierda, que va a salir a la pista forestal del principio junto a unos abetos de Douglas, m¨¢s altos que los m¨¢s altos pinos albares. Su hojillas, al estrujarlas, huelen a mandarina. Es la chispa de propina del bosque encendido.
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