LA CR?NICA La noche feliz de las Le¨®nidas AGUST? FANCELLI
Lamento no poder meterme con el Auditori esta vez. La ocasi¨®n del pasado mi¨¦rcoles para coger el coche era tentadora. En la sala sinf¨®nica pon¨ªan una pel¨ªcula de cine mudo con banda orquestal en directo, que es a lo que yo iba, y en la sala grande del Teatre Nacional daban L"estiueig de Goldoni-Galcer¨¢n-Belbel. A poco que en la sala peque?a, o en los talleres, o en la sala polivalente del Auditori hubiera habido alg¨²n otro espect¨¢culo, el aparcamiento subterr¨¢neo de la calle de Padilla hubiera sido una fiesta que por nada me habr¨ªa perdido. Pero, aparte de no haber programaci¨®n en las salas menores, la noche de las Le¨®nidas -qu¨¦ bonito nombre: shakespeariano- se presentaba apacible y, aunque fr¨ªa, invitaba a viajar en motocicleta (as¨ª me desplazo por la ciudad cuando voy al grano, a no ser que la plaza de Cerd¨¤ amenace con convocar su habitual wet-party en el extremo opuesto de la Gran Via). Al cabo de 20 minutos, que en coche hubieran sido 45, me plantaba ante el Auditori, orgulloso de mi movilidad urbana, aunque aterido de fr¨ªo. Y ah¨ª estaba el edificio de Moneo: abri¨¦ndome los brazos con toda la calidez interior de que es capaz, que es mucha. Las maderas claras y lisas, la iluminaci¨®n tamizada, el ambiente templado sin ser sofocante, las confortable butacas verdes, todo me sab¨ªa a gloria. Incluso el g¨¦lido hueco del fondo del escenario, donde el presupuesto disponible todav¨ªa no ha permitido colocar la tuber¨ªa del ¨®rgano, hab¨ªa desaparecido tras una mullida pantalla de cine recortada por un sobrio cortinaje negro. Iba a ser feliz, lo supe as¨ª que cruc¨¦ el vest¨ªbulo.La pel¨ªcula era El ladr¨®n de Bagdad (1924), de Raoul Walsh, protagonizada por un coreogr¨¢fico Douglas Fairbanks en el papel de un ladronzuelo que acaba convertido en pr¨ªncipe al desposar a la bella hija del califa (Julane Johnston). No hab¨ªa, pues, que devanarse en exceso los sesos: un h¨¦roe positivo, un tenor de una pieza seg¨²n manda Vladimir Propp, se aprestaba a superar una serie de arriesgadas pruebas para hacerse con un tesoro que hab¨ªa de proporcionarle el amor deseado, sorteando las artima?as de un p¨¦rfido mongol (bar¨ªtono) que pretend¨ªa robarle la novia y, ya de paso, apoderarse de la ciudad de Bagdad. Por supuesto el malvado no se sale con la suya: el califa (bajo) reconoce al fin la bondad y la feliz pareja se despide del p¨²blico montada en una alfombra voladora (que no mont¨¢ndoselo sobre la alfombra: la elipsis cinematogr¨¢fica ya funcionaba en 1924).
Parec¨ªa una ¨®pera, s¨ª. Los mismos gestos ampliados, las mismas expresiones exageradas de los rostros, el mismo maquillaje pesado. Sin voz, pero con varias ventajas sobre el arte de Verdi: el cambio de decorados, a cu¨¢l m¨¢s fastuoso y desorbitado (como salidos de los bocetos de Carles Buigas, autor de la fuente de Montju?c, para su chiflado proyecto de una nave luminosa surcando los oc¨¦anos), se produc¨ªa en el tiempo de un parpadeo. Adem¨¢s, la c¨¢mara, voyeurista desde la cuna, te acercaba a una espada en el instante preciso en que part¨ªa un anillo: ah¨ª la ¨®pera jam¨¢s podr¨¢ llegar, como tampoco conseguir¨¢ hacer volar caballos -llorad, dulces valquirias-, ni anunciar la llegada del h¨¦roe por una bola de cristal, ni hacer surgir un ej¨¦rcito entero de un arca maravillosa, ni convocar en escena a chimpanc¨¦s, tigres, dromedarios, elefantes y eunucos. Tambi¨¦n del circo bebi¨® ese primer cine, sediento de referencias antes de crear las propias.
Pero no era una ¨®pera, y eso lo dejaba claro la m¨²sica de Carl Davis, que dirig¨ªa a la Orquestra Simf¨°nica del Vall¨¨s: una m¨²sica siempre rezagada respecto al tempo de la pantalla. Inspirada en la Sch¨¦r¨¦zade, de Rimski-K¨®rsakov, se repet¨ªa en exceso, acaso porque de una suite sinf¨®nica de 40 minutos dif¨ªcilmente puede salir una partitura para 147 de im¨¢genes, que es lo que dura la pel¨ªcula. Daba igual: se estaba tan bien en el Auditori, se ve¨ªa tan bien la pel¨ªcula y se o¨ªa tan bien la m¨²sica que todo lo dem¨¢s parec¨ªa secundario, incluso que el Auditori estuviera medio vac¨ªo. Al salir volaba sobre mi motocicleta como Fairbanks sobre su caballo, sin que me enterara del fr¨ªo, ni de los baches de la recientemente adoquinada calle de Padilla. Nada ni nadie iba a amargarme la serena noche de las Le¨®nidas.
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