Jardines de la memoria
Pasear por los jardines del Campo del Moro supone un ejercicio leve y reconfortante para la salud f¨ªsica y mental de los ciudadanos atrapados por el estr¨¦s y cegados por la rutina urbana que congestiona las calles y las arterias del centro y de sus residentes. Cambiar sem¨¢foros por ¨¢rboles, asfalto por parterres y setos por jardineras y parapetos met¨¢licos es una terapia gratuita y accesible a todas las edades y condiciones, a dos pasos, cuesta abajo, de la plaza de Espa?a.Pero es en el oto?o, estaci¨®n habitada por la melancol¨ªa, cuando la visita al parque resulta m¨¢s terap¨¦utica y salut¨ªfera. Cruzar la verja que da acceso a los jardines es sumergirse en un paisaje detenido en el tiempo, dieciochesco, decimon¨®nico o vigesimon¨®nico, si se acepta el t¨¦rmino, una burbuja sin contaminar por los embates del mundo que ruge a su alrededor.
La modesta entrada p¨²blica, que se efect¨²a por el paseo de la Virgen del Puerto, no prepara para la majestuosa panor¨¢mica del paseo principal, la explanada que asciende en pronunciada pero domada pendiente hacia la fachada occidental del Palacio Real asentado sobre su escarpadura. Despojada de su fuente en la meseta central por obras de restauraci¨®n, el desnivel, que tantos quebraderos de cabeza dio a los jardineros reales, se hace a¨²n m¨¢s evidente.
Desde la entrada se bifurca una r¨²stica escalera que desemboca en la parte m¨¢s baja de los jardines y da cobertura a una gruta artificial. En la glorieta en la que se inicia la pendiente, dos parejas de novios con sus correspondientes cortejos se disputan el escenario para retratarse con el palacio al fondo, inmarcesible marco que los fot¨®grafos y camar¨®grafos, aficionados y profesionales de la iconograf¨ªa nupcial han consagrado.
Un viento traidor y desapacible sopla a rachas descomponiendo las hier¨¢ticas poses, aunque a veces colabore sin querer levantando las gasas y los tules del traje de boda para que floten airosamente. Para que el retrato quede bien hay que apartar tambi¨¦n a los gatos que viven a su aire entre los setos y las frondas, toman el sol y se acicalan sobre los bancos y se comportan como veteranos pobladores de un territorio que colonizaron hace mucho tiempo y que comparten de forma no muy amistosa con faisanes, pavos reales, cisnes, ¨¢nades, palomas y otras aves.
Los gatos lustrosos y bien nutridos parecen entregados a la molicie y poco cazadores, pues se han acostumbrado a la variada dieta de sobras que les ofrendan a diario sus fieles humanas, sacerdotisas de un culto antiqu¨ªsimo e inextricable que se transmite espont¨¢neamente a trav¨¦s de las generaciones.
Antes de que el nuevo palacio fuera construido sobre los solares del antiguo alc¨¢zar real incendiado, los terrenos circundantes sirvieron como cazadero dom¨¦stico de Felipe II, que los adquiri¨® y repobl¨® de conejos para entretenerse con su afici¨®n predilecta los d¨ªas en los que los asuntos de Estado le imped¨ªan desplazarse a Aranjuez, El Pardo e incluso a la pr¨®xima Casa de Campo.
Lo de los conejos era puro entrenimiento y entrenamiento para el rey, que sol¨ªa apuntar a piezas mayores. Los jardines de hoy configuraban entonces un paisaje a medio camino entre "la selva y la dehesa" que ser¨ªa modificado, reducido, ampliado, dise?ado o desdibujado seg¨²n los gustos de los sucesivos monarcas, especialmente desde los Borbones, que coincidieron y coinciden con sus colegas y antecesores de la Casa de Austria en su pasi¨®n por la caza.
Felipe V, que llen¨® de alegor¨ªas cineg¨¦ticas los jardines de La Granja, sacrific¨®, tal vez muy a su pesar, el coto para darle mayor ornato y majestuosidad a la zona palaciega. Carlos III, sin embargo, fue m¨¢s partidario de sacrificar el jard¨ªn para abrirse camino hacia los cazadores de El Pardo en sus frecuentes escapadas de palacio. A Carlos III los cronistas a¨²licos y los historiadores cortesanos insisten en llamarle el rey alcalde, aunque ¨¦l se empe?aba toda su vida en pisar Madrid lo menos posible, tarea en la que obtuvo un considerable y gratificante ¨¦xito.
Este fan¨¢tico depredador con cara de sabueso, retratado por Goya en su pose m¨¢s habitual, tuvo, eso s¨ª, el buen gusto de dejar los asuntos del reino y de la alcald¨ªa en manos de brillant¨ªsimos colaboradores que labraron su magn¨ªfica reputaci¨®n al tiempo que sus palacios y sus obras p¨²blicas.
El desinter¨¦s de Carlos III por los ajardinamientos de palacio llev¨® a Sabatini a concebir un dise?o pragm¨¢tico en el que primaba el uso viario de la gran avenida central como camino real de fugas. La fuente, que se han llevado a reparar, la pusieron despu¨¦s y estuvo antes en el palacio de Boadilla del Monte, donde vivi¨® su dorado exilio el infante don Luis, hermano del rey.
Si los parterres geom¨¦tricos y ornamentales ponen el aire dieciochesco, lo decimon¨®nico y rom¨¢ntico acecha en los senderos y recovecos que cruzan los dorados faisanes y los pavos reales iridiscentes, en los enormes cisnes del estanque y en los quioscos y pabellones ex¨®ticos propios del fin de siglo en el que fueron levantados. El "chalet de corcho", que parece morada de duende, o el incongruente "chalet de la reina", que podr¨ªa ser casa solariega del abuelo de Heidi.
Como un chafarrin¨®n de excelent¨ªsima incongruencia en el jard¨ªn encantado, el chato pabell¨®n que alberga el Museo de Carruajes luce a ambos lados de su puerta dos estelas de piedra que loan la feliz y oportuna iniciativa de Francisco Franco e invitan a meditar sobre los goces del tiempo perdido en el apresuramiento del mundo motorizado.
Pero cualquier tiempo pasado no fue mejor, como reafirma la memoria del dictador que evocan las l¨¢pidas.
En los senderos del parque, parejas en ch¨¢ndal gu¨ªan los primeros pasos de sus reto?os, turistas extranjeros o de interior se fotograf¨ªan sonrientes y pl¨¢cidos ancianos remueven la hojarasca con sus leves pasos.
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