Recordando a Herbert Southworth
En la edici¨®n del pasado 21 de noviembre de EL PA?S, Paul Preston rindi¨® un excelente y bien merecido homenaje al fallecido Herbert Southworth como historiador, en gran medida autodidacto, que hab¨ªa hecho valios¨ªsimas aportaciones a la historia de la guerra civil espa?ola y la dictadura de Franco. En este art¨ªculo, me gustar¨ªa a?adir algunos de mis recuerdos personales de ¨¦l, como colega y como ser humano.Por pura casualidad fui el primer presidente del departamento de historia en el reci¨¦n creado campus de la Universidad de California en La Jolla, y este cargo accidental incluy¨® la buena fortuna de poder recomendar importantes adquisiciones a la biblioteca en el campo de la historia. La primera vez que tuve noticias de Southworth fue en mi calidad de asesor de colecciones de libros y me impresion¨® positivamente el hecho de que su colecci¨®n de cerca de 12.000 obras sobre la guerra civil espa?ola tuviera un precio muy razonable en un campo que no incluye beneficios adicionales como las stock options, pero en el que uno se ve a menudo obligado a pagar una cantidad enorme por material de dudoso valor.
Adem¨¢s de comprar los libros, mis colegas y yo tuvimos la oportunidad de beneficiarnos de uno de los mejores atributos institucionales de la Universidad de California: la posibilidad de proponer cargos temporales, las "c¨¢tedras de regentes", a personas que no son acad¨¦micos de profesi¨®n, pero que tienen abundantes conocimientos que ofrecer en un escenario acad¨¦mico. Southworth encajaba plenamente en esa definici¨®n, y los tres meses que pas¨® en La Jolla fueron cruciales para la catalogaci¨®n de esa magn¨ªfica colecci¨®n, que los alumnos tambi¨¦n utilizaron por primera vez.
Un domingo por la tarde, durante su estancia en La Jolla, nos hizo una encantadora demostraci¨®n de su talento como coleccionista de libros. Mientras conduc¨ªamos pasamos por delante del campo de golf del acaudalado centro tur¨ªstico de Escondido y le desafi¨¦ a que encontrara en esa ciudad un libro que valiera la pena a?adir a su colecci¨®n. Aparcamos delante de una tienda que vend¨ªa tarjetas de felicitaci¨®n y libros. Herbert se puso a examinar los estantes de libros de segunda mano y encontr¨® no uno, sino dos, con importantes referencias a la guerra civil: una historia ilustrada de la aviaci¨®n que inclu¨ªa una corta biograf¨ªa de Ram¨®n Franco y una colecci¨®n de columnas de prensa de Eleanor Roosevelt con varias referencias a la defensa de la Rep¨²blica Espa?ola.
Fuimos amigos durante 30a?os. En la d¨¦cada de los setenta, en su peque?o castillo en Concremiers, tuve el honor de ocupar un dormitorio en una afilada torre que estaba decorado con carteles de finales del siglo XIX del pretendiente al trono y su familia. M¨¢s tarde, su ¨²ltima casa en Saint Beno?t-du-Sault eran los restos de un convento medieval, incorporado a la muralla de la ciudad, con dinteles de piedra, elevadas ventanas de guillotina y murci¨¦lagos en el dormitorio (cortes¨ªa de la casa). En el sal¨®n hab¨ªa un bonito arc¨®n espa?ol que ¨¦l usaba de bar, un busto en bronce de La Pasionaria, retratos hechos por Luis Quintanilla de Herbert y Suzanne (con toga, ya que fue la primera mujer juez en el Marruecos franc¨¦s), y un cuadro del artista holand¨¦s y amigo personal Josum Waalstra.
Mis recuerdos de su muy peculiar car¨¢cter incluyen dos rasgos marcados y aparentemente contradictorios: animosidad implacable hacia colegas con los que no coincid¨ªa pol¨ªticamente y una exquisita consideraci¨®n hacia las mujeres. El primer rasgo hizo que nuestra amistad se interrumpiera durante dos a?os porque escrib¨ª un pr¨®logo para un libro de Burnett Bolloten, un escritor a quien Herbert consideraba, muy injustamente en mi opini¨®n, un propagandista de derechas.
De hecho, Herbert y yo coincid¨ªamos completamente en que Juan Negr¨ªn fue el gran estadista no reconocido de la Rep¨²blica, y en que el grado de negativa influencia comunista en su Gobierno se debi¨® al simple hecho de que la Uni¨®n Sovi¨¦tica fue la ¨²nica gran potencia que estuvo dispuesta a vender armas al Gobierno espa?ol leg¨ªtimo, en su esfuerzo por defenderse ante el levantamiento militar apoyado abiertamente por la Italia fascista y la Alemania nazi. Bolloten hab¨ªa realizado el an¨¢lisis m¨¢s detallado y concienzudamente documentado del papel del partido comunista en la guerra civil. Yo pensaba, e insist¨ªa en decir, que era un libro excelente y que cualquier lector precavido pod¨ªa distinguir claramente entre las actividades pol¨ªticas leg¨ªtimas del Partido Comunista Espa?ol; las decisiones sobre miembros del personal y los asesinatos de los mismos al estilo de la Mafia debidos a la intervenci¨®n de Stalin por medio de sus agentes de polic¨ªa, y la inquina personal del autor hacia Negr¨ªn. Herbert no quer¨ªa verlo de ese modo, pero al final a los dos nos pareci¨® que la amistad era m¨¢s importante que un desacuerdo sobre el trabajo de Bolloten.
En cuanto al segundo rasgo, su consideraci¨®n hacia las mujeres, una noche, en Par¨ªs, inmediatamente despu¨¦s de los "acontecimientos" de Mayo del 68, Herbert se percat¨® de que un individuo fortach¨®n importunaba a una joven que evidentemente intentaba deshacerse de ¨¦l sin llamar la atenci¨®n. Herbert cruz¨® la calle y abord¨® al tipo, que r¨¢pidamente se identific¨® como polic¨ªa de paisano y a continuaci¨®n golpe¨® a Herbert en la cabeza. Estuvo hospitalizado durante varias semanas, y durante unos cinco a?os tuvo dificultades para hablar, lo cual era se?al de que realmente hab¨ªa sido gravemente herido.
Unos a?os m¨¢s tarde fui a visitarle a Saint Beno?t acompa?ado de una joven estadounidense que no hablaba franc¨¦s, pero s¨ª, y muy bien, el espa?ol. Me sorprendi¨® el hecho de que Suzanne, que desde luego sab¨ªa espa?ol, se dirigiera a mi amiga solamente en franc¨¦s e hiciera algunas cr¨ªticas m¨¢s bien desagradables. Despu¨¦s de una hora m¨¢s o menos, me llev¨¦ a Herbert a un lado para decirle que de verdad no ve¨ªa c¨®mo podr¨ªamos quedarnos. Nos explic¨® claramente, de hecho m¨¢s a mi compa?era que a m¨ª, que Suzanne hab¨ªa perdido a una hija en un accidente de autom¨®vil y que mi amiga le recordaba a esa hija perdida. No s¨¦ qu¨¦ le dir¨ªa poco despu¨¦s a Suzanne, pero su actitud cambi¨® completamente, habl¨® en espa?ol y se mostr¨® muy atenta con mi amiga durante los dos d¨ªas que dur¨® nuestra visita.
Unos diez a?os despu¨¦s de este incidente, Suzanne perdi¨® completamente la memoria y la capacidad para reconocer a las personas. Segu¨ª visit¨¢ndoles una o dos veces al a?o, pero no tengo don de gentes, y a Herbert le debi¨® de parecer evidente que yo ya no sab¨ªa qu¨¦ hacer en presencia de Suzanne. En un momento de inc¨®modo silencio, me cogi¨® del codo y dijo: "B¨¦sala, Gabriel, te apuesto que te conoce". Y as¨ª fue, o al menos lo pareci¨®, y me sent¨ª inmensamente agradecido hacia Herbert por su sugerencia directa y simple. Despu¨¦s de la muerte de Suzanne, ¨¦l sufri¨® una serie de ataques que le dejaron las piernas y un brazo pr¨¢cticamente inutilizados, pero su mente permaneci¨® totalmente l¨²cida. Recuper¨® su poder de concentraci¨®n hasta el punto de que, aun viviendo sobre una silla de ruedas, fue capaz de terminar el libro que Paul Preston le anim¨® constantemente a escribir.
Tuve el privilegio de presenciar esos ¨²ltimos a?os de trabajo, as¨ª como el gracejo con que se reprobaba a s¨ª mismo y la cortes¨ªa entusiasta con que trataba a las dos mujeres de las que entonces depend¨ªa totalmente: una fisioterapeuta de la localidad que le serv¨ªa la comida, ejercitaba sus extremidades, le ayudaba a vestirse y le met¨ªa en la cama, y una mujer inglesa de gran cultura, que hac¨ªa de secretaria voluntaria las horas que le dejaban libre su marido, su hijo y su casa.
Gabriel Jackson es historiador.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.