Adornos en el ¨¢rbol
LUIS DANIEL IZPIZUA
La Navidad es triste. Lamento aguarles la fiesta de esta manera, pero siempre me ha embargado la tristeza en estas fechas. Tambi¨¦n de ni?o, o eso creo, aunque bien pueda ser que mis recuerdos al respecto no sean muy fidedignos. Quiz¨¢ sea el recuerdo del recuerdo el que haga brotar la tristeza y ¨¦sta, finalmente, acabe inund¨¢ndolo todo: lo que es y lo que fue. Si me remonto a aquellos a?os de inocencia, he de reconocer que nada me falt¨® para ser feliz, nada de lo que habitualmente se considera necesario para serlo: tuve mis golosinas y mis regalos. Y me queda el recuerdo de una luz: la de la noche de Reyes; la de su amanecida, para ser m¨¢s exactos. Se dorm¨ªa inquieto aquella noche, y uno se levantaba a horas intempestivas para ver si lo que esperaba estaba all¨ª. A¨²n no hab¨ªa amanecido, y en su recorrido hacia el deseo iba encendiendo todas las luces de la casa. Es esa luz encendida, esa luz artificial, la que recuerdo. Y brilla rojiza y c¨¢lida en mi memoria, acaso como una irradiaci¨®n del coraz¨®n, la emoci¨®n apoder¨¢ndose del aire. Esa luz.
El resto era invierno. Y un deseo de felicidad esforz¨¢ndose por sobreponerse a esa oscuridad invernal. Escribe Kierkegaard hacia 1850 en su Diario: "Tambi¨¦n ¨¦sta es para m¨ª una forma inexplicable de falta de espiritualidad: c¨®mo un hombre, en horas y d¨ªas fijos, pueda tener precisas sensaciones religiosas: en ¨¦poca de Navidad, ser feliz por la Navidad sin pensar m¨ªnimamente en el Viernes Santo; el Viernes Santo sentirse profundamente dolorido y no tener por tanto ninguna otra sensaci¨®n". La impresi¨®n de felicidad forzada que experimentamos en estas fechas vemos que era ya sentida por el dan¨¦s hace siglo y medio. Pero lo que me interesa de esas palabras de Kierkegaard es el reproche que subyace en su observaci¨®n de que no se pensara en el Viernes Santo. Considero, no obstante, que hay mucho de Viernes Santo latente en esa alegr¨ªa desenfrenada. Hay mucho invierno en ese destello primaveral. Y es el fondo oscuro de la noche el que acaba imponi¨¦ndose a las apoteosis de luz que se le enfrentan. Lo veo en mi ciudad desde el d¨ªa en que se encienden las luces que engalanan sus calles. Son unas luces trist¨ªsimas.
Hace falta mucha luz para ocultar la noche. Nuestras luces urbanas no la anulan, sino que la vuelven m¨¢s nocturna, m¨¢s turbia, m¨¢s sucia. Esas luces se multiplican por estas fechas en una proliferaci¨®n impotente e hist¨¦rica. Nunca son bastantes para cumplir su objetivo, a pesar de su crescendo anual, como tampoco la alegr¨ªa promovida es bastante nunca para cumplir el suyo. De la misma forma que las luces profundizan la noche, as¨ª la alegr¨ªa navide?a hace insondable la tristeza. ?sta se expande por los resquicios del jolgorio y deja por todas partes su poso. De ah¨ª tambi¨¦n que las fiestas navide?as sean tan hist¨¦ricas. Y el histerismo pone en evidencia justo aquello que se ha querido silenciar. En su plenitud no hay ojos; es el rimmel de la nada el que simula esos gui?os. Y esos gui?os se apoderan tambi¨¦n de mis recuerdos, de mi infancia: siempre fue as¨ª.
Es un lugar com¨²n afirmar que estas fiestas ya no son religiosas. No ser¨ªan como son si no lo fueran. Se me objetar¨¢ que la aut¨¦ntica religiosidad no se vive de esa forma. Ah, s¨ª, pero la aut¨¦ntica religiosidad no tiene fechas. Anulemos el motivo religioso y estas fiestas caer¨¢n por su propio peso. Cierto que siempre habr¨¢ gente dispuesta a sustituir la celebraci¨®n cristiana por alguna otra conmemoraci¨®n etnista, cosmol¨®gica o tel¨²rica, como de hecho ocurre ya. Celebraciones religiosas, al fin, por endebles que nos parezcan las patra?as de sus argumentos. Pero todo este esplendor siempre precisar¨¢ de un motivo extraordinario. Dios nos pide que lo celebremos, y la celebraci¨®n demanda su existencia: un c¨ªrculo que se retroalimenta. Pero tendr¨ªamos que preguntarnos de qu¨¦ dios se trata. Si el mundo era un espejo que reflejaba a Dios, a ¨¦ste que celebramos habremos de buscarlo en el espejo que le hemos construido. Y entre tanta luz cegadora no se ve nada, s¨®lo la noche oculta. Ese dios es el simulacro que la fiesta precisa para ser deificada. Y para celebrar su esplendor el mercado nos regala sus dones. Todo en nombre del Dios de los pobres. Seamos tristes.
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