La inmigraci¨®n, sus leyes y algo m¨¢s XAVIER BRU DE SALA
Carles Campuzano debe de estar contento. El diputado de CDC que fue el impulsor parlamentario del fin de la mili ha sido tambi¨¦n motor principal de un a?o y medio de trabajos en busca de un consenso sobre los inmigrantes, primero logrado y luego convertido en esperpento pol¨ªtico. Cuando, junto a su grupo, ya ten¨ªa el sapo en el est¨®mago, un golpe de fortuna llegado de Canarias le ha permitido regurgitarlo. Es natural que, a la vista de las Generales y del incre¨ªble espect¨¢culo proporcionado por el PP, los comentaristas se hayan volcado sobre la dimensi¨®n pol¨ªtica -politiquera- del asunto. Pero debajo hay m¨¢s, bastante m¨¢s.La cuarta parte de catalanes considera justificable la desconfianza hacia extranjeros e inmigrantes. Aunque no sabemos cu¨¢ntos hablan del asunto empezando por la muletilla "no soy racista, pero...". Indefectiblemente, despu¨¦s del pero llega una aut¨¦ntica proclama xen¨®foba de quien se considera no racista. A buen seguro, resultar¨ªa bastante mejor empezar diciendo: "Soy racista, pero...", pero me esfuerzo en lo posible para no sucumbir a este impulso primario. La evoluci¨®n de nuestra especie nos ha dejado, junto a una sorprendente capacidad de cambiar nuestros comportamientos, una herencia de la que no podemos sentirnos nada orgullosos. Lejos de lo que supon¨ªa Rousseau, la inmensa mayor¨ªa de seres humanos somos, por naturaleza, jer¨¢rquicos, religiosos, territoriales, violentos, acaparadores y tribales, entre otras lindezas, de modo que no deben sorprender los impulsos iniciales de rechazo de las diferencias. Al contrario. Lo sorprendente, por positivo, es que algunas sociedades hayan sido capaces de superponer a una sobreabundancia deleznable de peligrosas reacciones instintivas, mecanismos que la modulen con la finalidad de paliar sus impresentables consecuencias. De modo parecido, los anarquistas combaten la sumisi¨®n apareada a la jerarqu¨ªa, los ateos y los agn¨®sticos quisieran suprimir los efectos de las creencias religiosas, por lo menos el fanatismo y la obediencia ciega a los l¨ªderes, y en general, los racionalistas de hoy en d¨ªa, herederos de la Ilustraci¨®n, se inscriben en un esfuerzo secular por evitar toda manifestaci¨®n de violencia, de modo principal la esclavitud, la miseria y la guerra. Las libertades son triunfos de la raz¨®n civilizadora contra los instintos de dominio, abuso y exclusi¨®n.
La inmigraci¨®n es y seguir¨¢ siendo un fen¨®meno inevitable en las sociedades ricas, y m¨¢s en las que presentan una baja natalidad. Lo que est¨¢ en cuesti¨®n es el trato que corresponde a los extranjeros llegados en busca de trabajo y oportunidades para mejorar su existencia. Entre los votantes franceses de Le Pen, abundan los que, adem¨¢s de no dudar en utilizar la mano de obra extranjera, reclaman m¨¢s. ?Contradicci¨®n? De ning¨²n modo. Plante¨¦ la cuesti¨®n a Sami Na?r y me respondi¨® que la aspiraci¨®n de tales energ¨²menos era el esclavismo moderno. Inmigrantes s¨ª, pero sin derechos, sin sanidad, sin amparo del Estado ante cualquier tipo de abuso, en primer lugar el de los patronos, hacinados en viviendas insalubres, lejos de la familia y f¨¦rreamente vigilados. Se trata de un modelo, asqueroso, pero modelo al fin.
La nueva Ley de Extranjer¨ªa, as¨ª como las pr¨¢cticas habituales en bastantes poblaciones, se acerca al modelo opuesto. Ya que el efecto m¨¢s importante de la actividad de los inmigrantes es el incremento del crecimiento econ¨®mico, ya que se ocupan de los trabajos que all¨ª donde van nadie quiere realizar, lo menos que pueden recibir a cambio es un trato equitativo. Para ello, hay que evitarles el trato arbitrario y poner en pr¨¢ctica medidas de ayuda, protecci¨®n y amparo como las dictadas por la ley. En definitiva, lo justo es hacerles sitio. Sucede, sin embargo, que es m¨¢s f¨¢cil decirlo que apartarse un poco para que est¨¦n mejor instalados. No todos los que les hacen sitio se lo toman bien. Ah¨ª es donde deber¨ªan afinarse los mecanismos de acogida, incluyendo incentivos para los segmentos de la poblaci¨®n aut¨®ctona peor situados en la escala social, la que se encuentra ante la novedad de tener que competir con los reci¨¦n llegados, a veces en condiciones nada ventajosas. Pondr¨¦ un par de ejemplos para que este punto clave se entienda mejor. Es digno de todo elogio que incluso los inmigrantes sin papeles tengan derecho a la atenci¨®n sanitaria. Pero hay que evitar a toda costa, incrementando el servicio, que ello redunde en merma de calidad en la atenci¨®n a los usuarios de los mismos centros sanitarios. Se debe aplaudir tambi¨¦n a los numerosos ayuntamientos que, con la finalidad de evitar que los propietarios de viviendas se nieguen a alquilarlas a los inmigrantes, se las ingenian para compensarles si ¨¦stos resultan morosos. Pero la consecuencia fatal de una tan loable discriminaci¨®n positiva sobreviene cuando algunos de los que estaban antes son desahuciados de sus pisos en cuanto, por problemas laborales, se retrasan tres meses en el pago de los alquileres, cuando, por efecto de la protecci¨®n diferencial, los propietarios prefieren alquilar las viviendas a los inmigrantes. Cuando esto sucede, y sucede, la indignaci¨®n de los aut¨®ctonos menos privilegiados resulta sobrecogedora. Para evitar que estas airadas reacciones devengan caldo de cultivo del fascismo, deber¨ªa procurarse que toda medida de ayuda y protecci¨®n a los inmigrantes fuera extensible a los que, sin serlo, tambi¨¦n la necesitaran. De eso no habla la ley, pero est¨¢ en la realidad.
Tampoco habla, por lo que he visto en los peri¨®dicos, de otras dos cuestiones -y a lo mejor no puede hacerlo-. Primera, en el cap¨ªtulo de deberes es imprescindible incluir el respeto a los valores imperantes en la sociedad que les acoge. Por ejemplo, no vale predicar la inferioridad de la mujer ni el fanatismo religioso. Al contrario, los hijos de los inmigrantes provenientes de sociedades donde perviven estos y otros valores que en Europa no se comparten deber¨¢n recibir una educaci¨®n que les inculque, entre otros, los valores de la secularizaci¨®n y la igualdad -sin que ello signifique negaci¨®n de su cultura identitaria-. Segunda, complementaria y m¨¢s importante que cualquier otra, los pa¨ªses ricos deben ofrecer perspectivas de promoci¨®n social a los inmigrantes y sus descendientes. Ah¨ª s¨ª que el modelo catal¨¢n de sociedad con oportunidades, parecido al americano, debe persistir y servir de ejemplo al europeo de sociedad cerrada, donde los hijos y los nietos de los inmigrantes est¨¢n condenados a vivir tan abajo como sus padres y sus abuelos. Lo primero facilita la integraci¨®n y lo segundo el rechazo.
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