Trist¨¢n tambi¨¦n se llama Diego
En una de sus primeras apariciones de la temporada, cuando iniciaba una supuesta jugada de tr¨¢mite, Diego Trist¨¢n hizo un movimiento de control, toc¨® hacia la zona de peligro y se comi¨® al defensa central en un par de amagos. Un segundo despu¨¦s, aquel novato hab¨ªa convertido un bal¨®n en un problema.En un principio la c¨¢tedra pens¨® en la suerte del principiante; reci¨¦n llegado de la Segunda Divisi¨®n y desatendido por los marcadores contrarios, probablemente habr¨ªa vivido su minuto de oro. Luego, una vez conocidas sus habilidades, los sabuesos de la Liga se encargar¨ªan de devolverle a su discreto lugar en el escalaf¨®n. Seguramente seguir¨ªa el mismo camino que algunos de sus malogrados antecesores: puesto que en la cofrad¨ªa del f¨²tbol profesional, tan apegada a su protocolo de mecanismos, toda novedad provoca una mezcla de confusi¨®n y antipat¨ªa, media docena de patadas ser¨ªa suficiente para disuadirle. Tendr¨ªa que recapacitar, aprender los trucos del superviviente, integrarse en el pelot¨®n y seguir estrictamente las rutinas autorizadas por el sindicato de camorristas.
Ni siquiera estaba claro que sus entrenadores se decidir¨ªan a apostar por ¨¦l. Imbuidos de su propia inestabilidad, y por tanto recelosos de cualquier futbolista que se saliera del cat¨¢logo, desconfiar¨ªan de un pupilo tan poco previsible. Sin embargo, Diego sigui¨® invent¨¢ndose un pasodoble en cada jugada: su estilo era en realidad tan enigm¨¢tico para sus enemigos como para sus amigos; lo mejor de su repertorio era una peculiar manera de combinar la arrancada y el frenazo o, mejor a¨²n, de conjugar el instinto con la geometr¨ªa. En ¨¦l volv¨ªa a vislumbrarse la f¨®rmula que hab¨ªa convertido a algunos de los jugadores m¨¢s grandes en ejemplares ¨²nicos: siempre se sab¨ªa la mitad, y solo la mitad, de lo que estaba tramando; era evidente que saldr¨ªa por la boca de gol, pero era imposible predecir cu¨¢ndo.
Por fin, confirmada la identidad de una nueva especie, los corrillos del f¨²tbol volvieron a movilizarse; se trataba de explicar la aparici¨®n de un singular modelo de tah¨²r que, oculto bajo un aura de timidez, siempre guardaba un as en la curva del pie. Pertenec¨ªa a la misma estirpe de malabaristas que Amancio, Kopa o George Best, gente ajena a las costumbres y a las escuelas, que s¨®lo pod¨ªa comprenderse como se entiende una mutaci¨®n. No hab¨ªa distintivos que permitieran adivinar en ellos alguna cualidad especial; antes bien, no eran demasiado corpulentos ni demasiado ligeros ni demasiado r¨¢pidos, pero todos ten¨ªan una invariable facilidad para interpretar con fantas¨ªa cada una de las situaciones extremas del juego. Por alguna afortunada anomal¨ªa o por una oscura predisposici¨®n gen¨¦tica, sus ¨²nicas se?as de identidad estaban en su comportamiento.
Para alimentar el debate sobre la importancia de los jugadores distintos bien se podr¨ªa decir que quiz¨¢ sea tan absurdo formar equipo con once excepciones como imponer una severa disciplina a estos genios del magnetismo. Concedamos a los entrenadores el derecho a clasificar, ordenar y controlar, pero sepamos que nada deja tanta huella en nuestra memoria de espectadores como las locuras de todos los tristanes.
En vez de buscarles una explicaci¨®n, lo razonable es extenderles un cheque, darles una pelota y disfrutar de sus travesuras. Recordemos por ahora que el ¨²ltimo de sus exponentes llega con dos credenciales muy prometedoras: es de origen sevillano, como Juan Belmonte, y juega por ver¨®nicas como nadie.
Por si fuera poco, tiene una tercera y definitiva: como Maradona, Trist¨¢n tambi¨¦n se llama Diego.
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