La euforia dichosa
En la reconquista de Am¨¦rica del Sur por el zaplanismo cultural falta la abnegaci¨®n suprema de quedarse para siempre en aquellas bellas tierras
La hip¨®tesis de que pocas ciudades con posibles resultan tan desalentadoras para la cultura como ¨¦sta que nos acoge habr¨ªa que completarla con el a?adido del enorme esfuerzo antintelectual de buena parte de sus representantes. A menudo se carga el acento en la afici¨®n -de car¨¢cter anual, preciso es considerarlo- por las fiestas falleras como factor explicativo, cuando es esa ordal¨ªa perpetua de diversi¨®n popular la que requiere antes que otra cosa de una explicaci¨®n solvente. Una ciudad, y sus territorios circundantes, que en lo que va de siglo apenas ha sido capaz de suministrar tres o cuatro hombres definitivos, y eso a nivel m¨¢s bien local, de su pujanza est¨¦tica, es una ciudad entregada a la melancol¨ªa de la fiesta mediterr¨¢nea, ya sea porque siempre est¨¢ en trance de celebrarse, ya porque perdura la memoria de la ¨²ltima celebraci¨®n, ya -como es l¨®gico- porque en realidad se celebran todo el tiempo sin que nos percatemos siempre de ello.A estas alturas de final de siglo, resulta poco estimulante que las opciones consagradas oscilen entre el costumbrismo m¨¢s o menos exultante de Blasco Ib¨¢?ez -el Zola que no pudo sobrevivir con dignidad en las ci¨¦nagas de La Albufera- y Joan Fuster, el pensador a lo Montaigne que ni siquiera supo ser catal¨¢n. En la obra del primero se encontrar¨¢n, adem¨¢s de las alegr¨ªas propias de un hombre repleto de entusiasmo, toda clase de premoniciones prezaplanescas, y en el segundo, entre otras observaciones de gran val¨ªa, afirmaciones un tanto r¨²sticas sobre Marcuse o sobre Rilke, como si el solitario de Sueca se hubiese visto forzado a plegarse en ocasiones y de manera un tanto perversa a lo que ¨¦l mismo -con gran acierto- llamaba la genuflexi¨®n provinciana. Lo cierto es, seg¨²n me parece, que tanto la campechaner¨ªa blasquista y su refugio cosmopolita como el provincianismo flotante del fil¨®sofo de Sueca est¨¢n siendo sometidos a ardua tarea de recuento por unos ep¨ªgonos que s¨®lo tienen en com¨²n con los maestros la pertenencia de origen a una cierta ¨¢rea geogr¨¢fica y los efluvios -mortales tantas veces- que provienen de su educaci¨®n de adolescentes. Me parece a m¨ª que de Blasco Ib¨¢?ez s¨®lo habr¨ªa que rescatar su propensi¨®n cosmopolita, pese a su tediosa mand¨ªbula de tribuno local -y en ello, aunque por un sinn¨²mero de atajos, est¨¢ durante tanto tiempo y alardeando de qu¨¦ herc¨²leo esfuerzo la animosa muchacha que se ha alzado con la representaci¨®n institucional de nuestros fondos museogr¨¢ficos-, y de Joan Fuster habr¨ªa que privilegiar, seg¨²n lo veo, su notable capacidad para la impertinencia (virtud que, seg¨²n relatan los viajeros de cercan¨ªas, ejerc¨ªa m¨¢s bien en privado en direcci¨®n hacia los suyos), si es que eso tiene, a estas alturas, otro inter¨¦s que la reverencia -?provinciana tambi¨¦n?- hacia la genuflexi¨®n arqueol¨®gica.
El misterio es que tanto Blasco como Fuster -por seguir con paradigmas de formulaci¨®n local- participasen del optimismo todav¨ªa hist¨®rico que cree ver en cada problema las claves de su resoluci¨®n. La hip¨®tesis es que el impulso tomado de prestado de la ¨¦poca cl¨¢sica -que para nosotros se sit¨²a a efectos pr¨¢cticos en un no muy lejano anteayer, con lo que ello supone de desajuste irrecuperable en relaci¨®n con otros periodos hist¨®ricos y con su oportuno intento de explicaci¨®n- ha perdido velocidad a favor de un mal resumen institucional que, incapaz de sustentarse sin m¨¢s en los valores emergentes del presente, echa mano sin piedad de un continuo ilusorio seg¨²n el cual el criterio de validez de las escasas novedades se har¨¢ descansar en la fidelidad observada hacia las cumbres incontestadas del pasado. Aqu¨ª hay que ser despiadado con las cl¨¢usulas de una actualidad que, y no s¨®lo hist¨®ricamente, querr¨ªan sustraerse a su fecha de caducidad.
Lo peor no es que coexistan una pl¨¦yade de novelistas universitarios y programas televisivos como T¨®mbola, fastuosas exposiciones de Manolo Vald¨¦s y de la esposa del amigo inmobiliario de Zaplana, que eso es algo natural, sino que se tienda a equipararlos en cuestiones de rango. No es casual que en la reconquista cultural de Am¨¦rica del sur que se propone nuestro gobierno se exporte un espacio como T¨®mbola en representaci¨®n del alma valenciana. Se dir¨¢ que eso obedece al desparpajo empresarial de J. V. Villaescusa. Pero que ese desprop¨®sito puede llevarse a cabo sugiere una vez m¨¢s la grave desvertebraci¨®n que nos sacude. En unas condiciones menos troyanas que las actuales ni siquiera ser¨ªa pensable una proposici¨®n como esa. Y adem¨¢s seguro que a Alberto Ruiz Gallard¨®n es que ni se le pasa por la cabeza, ni lo admitir¨ªa. Ser¨¢ la famosa particularidad valenciana. Tan opaca, tan apocada.
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