La dilaci¨®n infame
A la mayor¨ªa de los europeos de hoy nos escandaliza e indigna que en un pa¨ªs que nos resulta inevitablemente pr¨®ximo - los Estados Unidos: m¨¢s de lo que quisi¨¦ramos, tantas veces- se siga aplicando la pena de muerte, y adem¨¢s se la haya convertido en instrumento pol¨ªtico de primera magnitud, mediante el cual los gobernantes o los aspirantes a serlo "prueban" su firmeza, su fuerte car¨¢cter, su devoci¨®n por la ley y su compromiso con ella, su dureza contra el crimen, e incluso -en una disparatada inversi¨®n de valores, muy elocuente sobre nuestra ¨¦poca- su "valent¨ªa". De tal manera que otras virtudes tradicionales o antiguas, como la magnanimidad, la clemencia, la buena fe, la duda razonable, la prudencia, el temor a errar en cuestiones de vida o muerte, parecen haber sido desterrados de esa sociedad, arrumbados en un desv¨¢n de variad¨ªsimos contenidos mezclados, pero sobre cuya puerta figura un ¨²nico y nivelador letrero que agrupa cuanto debe evitarse a toda costa: "Debilidades".Ni el brutal mantenimiento de las penas m¨¢ximas ni la indecente y m¨¢s o menos descarada costumbre de traficar con ellas, de aprovecharlas para otros fines, de dotarlas de significados y mensajes ajenos al de mero castigo del crimen ("Al hacer que se cumplan, muestro mi inconmovible pulso al electorado"), son, con todo, cosas desconocidas en Europa. Esas penas han existido en todos nuestros pa¨ªses, en algunos hasta hace muy poco, como Espa?a, y ninguno est¨¢ libre de haber albergado a pol¨ªticos o monarcas que no se limitaran con ellas a "escarmentar" ni a "dar ejemplo", sino que, al igual que muchos actuales gobernantes norteamericanos, les sacaran partido para moldear su car¨¢cter, su fama, su terribilidad o su leyenda. Tal vez nunca como ahora se hiciera de forma tan indisimulada ni tan sistem¨¢tica -en el fondo tan "aceptada" ya por la ciudadan¨ªa-, pero ni la vigencia de las penas de muerte ni la personal extracci¨®n de sus beneficios, directos o laterales, nos son ajenas en el pasado. Por eso, supongo -y porque a los Estados Unidos casi nadie se atreve a chistarles-, esas continuas ejecuciones de que tenemos noticia, sobre todo en Texas -el candidato Bush Jr firma que te firma-, pero tambi¨¦n en Florida y en demasiados Estados de la Uni¨®n (por fortuna, no en todos), nos parecen a la mayor¨ªa de europeos una crueldad, una atrocidad, un error irreparable y grav¨ªsimo, una injusticia, un "asesinato legalizado" y cuanto ustedes quieran. Pero no, stricto sensu, una infamia. La etimolog¨ªa de esta palabra es clara y a la vez ambigua, y no es mi intenci¨®n adentrarme en ella. Es tambi¨¦n un t¨¦rmino del que se ha abusado y que, por lo tanto, ya resulta difuso o confuso, a veces suena exagerado y a veces se nos queda corto, seg¨²n a qu¨¦ se aplique y en qu¨¦ contexto. En lo que a mi entender respecta, no todas las crueldades, no todas las atrocidades, no todos los asesinatos son, adem¨¢s, infamias; y de ah¨ª, tal vez, que podamos a?adir el adjetivo correspondiente, "infame", a ciertos asesinatos, a ciertas atrocidades, a ciertas crueldades, no a todos indistintamente.
Seg¨²n yo lo veo -seg¨²n mi sentido de la lengua, tan personal e intransferible como mis huellas dactilares-, algo es adem¨¢s infame cuando no s¨®lo se tiene conciencia de su car¨¢cter cruel, atroz, injusto y dem¨¢s, sino que se lleva a cabo quit¨¢ndole deliberadamente ese car¨¢cter suyo y se lo presenta a la sociedad adecuadamente privado de ¨¦l. Cuando, en cierto sentido, se lo presenta "sin fama", es decir, sin su mala fama, desprovisto de ella, como si fuera algo quiz¨¢ desagradable pero en modo alguno cruel ni atroz ni injusto, s¨®lo el cumplimiento de un "deber amargo". Y tan "sin su fama" se aparece la pena de muerte en los actuales Estados Unidos que por eso sus pol¨ªticos se permiten colgarse cada ejecuci¨®n como una "amarga medalla", tanto m¨¢s apreciable por la ciudadan¨ªa cuanto que el hip¨®crita lamento que acompa?a a cada condecoraci¨®n m¨¢s la hace resaltar y le da m¨¢s brillo. Qu¨¦ emotivo siempre el gesto que nos murmura: "Con pesar y dolor la acepto...".
Pero con tener mucho de infamia ya esto, no es la mayor, sin duda.
Lo es una modalidad concreta, particularmente farisaica, fraudulenta y calculadora, de la aplicaci¨®n de la pena de muerte. Los Estados de la Uni¨®n que la practican deber¨ªan ser condenados a diario con mucho mayor rechazo y desprecio que la Austria posible de Haider en estos d¨ªas: esos Estados norteamericanos que est¨¢n ejecutando a reos por delitos que cometieron siendo menores de edad, siendo adolescentes o casi ni?os. Y me apresuro a decir que la mayor infamia no es (con serlo ya mucho) la ejecuci¨®n de un adolescente o de un ni?o por sus barbaridades o canalladas de mortal consecuencia para sus v¨ªctimas, pues tambi¨¦n hubo aqu¨ª tiempos en que las tuvimos: tiempos desde luego primitivos y expeditivos que hoy nos horrorizan, pero hay que partir de la base de que los Estados Unidos son tambi¨¦n hoy, en su mantenimiento de la m¨¢xima pena y en otras medida de castigo, un pa¨ªs primitivo y expeditivo, atroz, errado, cruel e injusto. Lo que de verdad hace infames a algunos de sus Estados es precisamente que en ellos no se lleven a cabo nunca las ejecuciones de los casi ni?os o adolescentes criminales, sino de los adultos en que los dejan convertirse siempre. O mejor dicho: en que los obligan a convertirse siempre.
Se trata de hipocres¨ªa del m¨¢s grueso calibre. Una de las muchas razones contra la pena de muerte -pero no la principal siquiera- es que, con la actual e incre¨ªble "dilaci¨®n de la justicia" que ya lamentara Hamlet en su mon¨®logo, es frecuente que se ejecute finalmente a un hombre o a una mujer muy distintos de los que en su d¨ªa mataron. Esto es algo posible, pero tambi¨¦n dudoso. Lo que en cambio no ofrece dudas es que un ni?o o adolescente es siempre, necesariamente, distinto del adulto que llega a ser (sea ¨¦ste peor o mejor), porque somos de la creencia de que el adolescente o ni?o "a¨²n no est¨¢ hecho", "a¨²n no est¨¢ formado", a¨²n est¨¢ incompleto, inacabado, y tal convicci¨®n se traduce en nuestra forma de tratarlos y considerarlos en todos los dem¨¢s ¨¢mbitos. Se traza una l¨ªnea en casi todas nuestras legislaciones (que sea arbitraria y variable es lo de menos, toda frontera o l¨ªmite es una convenci¨®n aproximativa), pasada la cual tan s¨®lo alguien alcanza la "mayor¨ªa de edad". Con ser una convenci¨®n, esa l¨ªnea no es s¨®lo ret¨®rica ni s¨®lo simb¨®lica; por el contrario, se?ala el momento en que un cr¨ªo a¨²n no puede o bien puede tomar decisiones sin que se lo impidan tutores ni padres; que puede irse de casa, contraer matrimonio sin ning¨²n permiso, trabajar en lo que desee, viajar libremente, por supuesto votar y pagar impuestos, por supuesto ser reclutado e ir a la guerra, establecer relaciones sexuales con quien le parezca, beber alcohol y fumar tabaco. Hay ciudades americanas, entre ellas Washington, en que se ha llegado a imponer toque de queda para quienes no han traspasado esa l¨ªnea: se lleva a comisar¨ªa a los menores que ronden las calles tras la hora l¨ªmite y se multa a sus padres. Es ese pa¨ªs, de hecho, el m¨¢s obsesionado del mundo con sus menores, el m¨¢s desmedidamente protector y tambi¨¦n represor de ellos, el que encabeza esa "divinizaci¨®n de la infancia" que hoy padece Occidente con algunas buenas consecuencias y otras nefastas. Ese pa¨ªs, por eso mismo sin duda, no puede permitirse ser acusado de ajusticiar a adolescentes y ni?os, de ejecutar criaturas. Les pone grilletes y los encarcela, como vimos hace meses con aquel muchachito suizo denunciado por una vecina; pero no los mata. Y esa es la infamia: no los mata a¨²n, pero ya decide matarlos. Esto es, los condena a la pena m¨¢xima, pero aguarda hip¨®critamente y no le da cumplimiento hasta que el reo-ni?o ha cruzado la famosa l¨ªnea y es reo-adulto. La maniobra es por lo dem¨¢s tan zafia que no se comprende c¨®mo cuela, salvo bajo uno de dos supuestos: o bien estamos ante una prueba m¨¢s de la veracidad de esa idea seg¨²n la cual cuanto mayores sean una mentira o un enga?o m¨¢s probabilidades tienen de ser cre¨ªdos; o bien la sociedad norteamericana -y en parte la europea que no acosa diariamente a 1os Estados legalmente infanticidas- da por buena la infamia y se hace c¨®mplice de ella.
Cuenta nos trae inclinarnos por lo primero y quiz¨¢ acertemos, porque la coartada es tan burda que s¨®lo as¨ª se explicar¨ªa su ¨¦xito. "Vean, nosotros no ajusticiamos a menores", est¨¢n diciendo quienes deciden esas ejecuciones, "sino a mayores de edad, no somos monstruos", y con eso creen aplacar sus conciencias y ofrecer de s¨ª mismos al mundo una imagen no desalmada, cuando la calculada y obligatoria espera es lo m¨¢s desalmado del asunto entero. Porque al menor se le permite crecer y llegar a adulto, se lo obliga a convertirse en otro del que fue, a "completarse" (como a todos los efectos le reconocen nuestras legislaciones varias),... s¨®lo para matarlo entonces, quiz¨¢ cuando comprende de veras y puede lamentar su lejano crimen. Se ejecuta al adulto, pero no por nada que haya hecho de adulto y tras cruzar la decisiva l¨ªnea, sino precisamente por lo que hizo de ni?o antes de traspasarla, cuando era otro, sin lugar a dudas, del que es ahora. A la declaraci¨®n impl¨ªcita de esos Estados, "Nosotros no ejecutamos a ni?os, sino a adultos", deber¨ªa seguirle siempre la respuesta: "Falso. Ejecutan ustedes a ni?os, por lo que hicieron de ni?os y s¨®lo por eso. Que aguarden a que sean adultos para meterles descargas el¨¦ctricas e inyecciones envenenadas es s¨®lo un agravante perverso, y la esencia de la verdadera infamia. Paga el adulto por lo que hizo el ni?o que fue, y aunque el reo tenga veinticinco a?os el d¨ªa que muere, se ejecuta a quien delinqui¨®, y el adulto ya no es ese, no s¨®lo en consonancia con nuestras legislaciones, sino tambi¨¦n con lo que sabemos to-dos". Pues todos sabemos y recordamos c¨®mo es el tiempo en la infancia y c¨®mo el que viene luego; c¨®mo un a?o en la vida de un ni?o es interminable y en ¨¦l cabe todo; y c¨®mo se le aparece el siguiente como algo remoto, tanto que no puede imaginar c¨®mo ser¨¢ entonces ni si ser¨¢ distinto siquiera, porque en realidad para ¨¦l s¨®lo hay presente y camino, y a¨²n no ha llegado a ning¨²n sitio ni todav¨ªa est¨¢ terminado. No est¨¢ hecho, y su consistencia es el cambio.
Si esos Estados norteamericanos ejecutaran sin m¨¢s tardanza a los menores que condenan a muerte, estar¨ªan cometiendo una brutalidad, una atrocidad, una crueldad y una injusticia, y tendr¨ªan al mundo civilizado entero en su contra, habr¨ªa un clamor contra ellos. Tal como de hecho aplican su pena m¨¢xima, con su preceptiva y calculada y deliberada espera que la adecente y los salvaguarde, a todo lo anterior -que permanece- a?aden eso, la dilaci¨®n infame. Y el acobardado mundo, en cambio, asiste a la pantomima y calla.
Javier Mar¨ªas es escritor.
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