La tragedia de El Cabanyal
J. J. P?REZ BENLLOCH
Ram¨®n Tatay, el perturbado de El Cabanyal, se ha llevado por delante cuatro vidas, adem¨¢s de la suya, y es el momento de preguntarse, como nos preguntamos, si esta tragedia era impredecible e inevitable, consign¨¢ndola consecuentemente en el cap¨ªtulo de las fatalidades. Al filo de los hechos desnudos, tal como han sido relatados sin diferencias notables por los cronistas, parece que el asunto puede cerrarse sin necesidad de buscarle tres pies al gato. Se trata de un enfermo mental a quien se le han fundido los plomos y con la precisi¨®n de un asesino profesional ha llevado a cabo el cruento plan que lucubraba. As¨ª pues, excepto el saldo tremendo de dolor, todas las conciencias quedan tranquilas
Sin embargo, hay aspectos en esta tragedia que, por lo llamativos -a nuestro juicio, al menos-, deben ser subrayados. Por lo pronto, la misma figura del demente, dejado de la mano de Dios y muy especialmente de la necesaria y debida atenci¨®n social. Se?alar ahora las lagunas asistenciales para este tipo de perturbaciones es una obviedad, cuando tan machacona como in¨²tilmente vienen haci¨¦ndolo las familias crucificadas por este tipo de enfermos. Pero es evidente que un individuo, como el autor de la masacre, hace a?os que deber¨ªa de haber estado sujeto a determinados controles facultativos. Est¨¢ claro que el seguimiento m¨¦dico no garantiza la cordura ni impide el estallido, pero ha sido sin duda una temeridad dejarlo a su aire, no obstante las bravatas, amenazas y man¨ªas que nutr¨ªan su desapacible biograf¨ªa.
A este respecto, hubiera bastado tomar en consideraci¨®n la denuncia y prolongado p¨¢nico de su anciana vecina, reiteradamente amenazada de muerte. Permitir que alguien y en esas circunstancias viva a toda hora con el miedo en el cuerpo revela graves d¨¦ficit de solidaridad y sensibilidad. En este sentido debemos admitir que tanto el vecindario como las autoridades no valoraron o se desentendieron de la bomba ambulante que se estaba cebando y del da?o que causaba. Reputar de extravagancias lo que eran peligrosos desarreglos ha sido un error mortal.
Y con ello llegamos a lo que se nos antoja m¨¢s pasmoso: que El Loco, como era conocido, dispusiese legalmente de un arma, una escopeta de repetici¨®n concedida con todas las bendiciones burocr¨¢ticas, salvo una elemental investigaci¨®n del sujeto. Algo que, de haberse verificado, habr¨ªa desaconsejado, con toda seguridad, otorgarle esta licencia funesta. Se arg¨¹ir¨¢ que son miles los cazadores -lo que no deja de ser una desgracia- y que es imposible practicar tantas cautelas. As¨ª ser¨¢, pero algo y pronto debe acordarse para espesar el coladero de los permisos. El delegado del Gobierno ya ha avanzado sus intenciones en este sentido y debemos confiar en que no quede en agua de borrajas.
Por ¨²ltimo, y aunque hubiera sido menor su magnitud, este episodio conmina a que se analice detenidamente la intervenci¨®n policial, pues bien pudiera haberse dado el caso de que el arrojo plausible de los agentes soslayase las debidas prevenciones. Se comprende el error, caso de darse, pero que sirva como m¨ªnimo de aleccionamiento. En ello creo que se est¨¢.
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