Inseguridad
El Estado, dice Hobbes, se mide por el miedo. Ese sentimiento da?ino, que act¨²a con la eficacia de un veneno, es lo que nos informa de la proximidad de esa otra cosa no menos da?ina, el gran Leviat¨¢n, monstruo b¨ªblico que pervive, como un dios griego, devorando a sus reto?os. El Estado extrae su autoridad de la crueldad ejercida con precisi¨®n cient¨ªfica: al matar una mosca de un manotazo, se haya ba?ado o no las patitas en la sopa, el gigante demuestra que nada ni nadie se halla fuera del arco de su poder, que tiene potestad para aniquilar con teol¨®gica indiferencia. Por eso el sentimiento m¨¢s inmediato que deb¨ªamos sentir ante su proximidad era el de inseguridad. Nadie pod¨ªa estar seguro de actuar impunemente, de cumplir su voluntad, nadie pod¨ªa saber si llegar¨ªa entero al final de un viaje, si pod¨ªa emprender un negocio sin naufragar. En la arbitrariedad de la providencia, en la enigm¨¢tica m¨¢quina del azar radicaba su eficacia: el respeto exige el miedo. Las sociedades absolutistas, de cualquier signo, han entendido bien esta m¨¢xima, y han procurado llevarla a rajatabla con dedicaci¨®n de alumnos aplicados. Hay muchos aparatos para causar miedo, pero los m¨¢s antiguos son los cuerpos de inseguridad del Estado: hombres pagados, aleccionados y fieles que sabr¨¢n hacer sentir al ciudadano que los tent¨¢culos del poder no se arredran ante puertas cerradas, hayan sido previamente blindadas o no.Hobbes viv¨ªa un poco en el mundo de Orwell y de Kafka, y por eso sus dict¨¢menes nos resultan exagerados, atroces. Nosotros, que gozamos de la democracia, sabemos que el Estado existe para garantizar nuestras libertades. Hasta la m¨¢s elemental fisiolog¨ªa pol¨ªtica admite que esa entidad megal¨ªtica atiende dos objetivos distintos, siempre contrapuestos: inclinar m¨¢s la balanza hacia uno es restar peso del otro. Hablo de la seguridad y la libertad; Estado perfecto ser¨ªa aqu¨¦l que lograse alcanzar un equilibrio sostenido entre ambas instancias, entre el respeto al pensamiento individual y la garant¨ªa de que se ejercer¨¢ sin amenazas. Claro que cada uno de ambos crece a costa de restar enteros al opuesto: la seguridad exige el control de la poblaci¨®n, la libertad relajar la vigilancia. En democracia, se precisa, vivimos instalados en un c¨®modo t¨¦rmino medio. La polic¨ªa insiste, sobre todo a ra¨ªz de recientes campa?as publicitarias, en mostrarse como la amiga del ciudadano, habi¨¦ndose creado al efecto la polic¨ªa de barrio o sufragado series de televisi¨®n en que su cercan¨ªa es patente y un sargento es c¨¢lido como una mascota o come con la familia. Pero qu¨¦ ocurre cuando se sacan las pistolas y se dispara en el pecho o en la espalda, qu¨¦ ocurre cuando a trav¨¦s de medidas vejatorias se trata de reducir al conductor desobediente. No estamos en el pa¨ªs de Hobbes, sino en M¨¢laga, sino en La L¨ªnea, o en cualquier otro feudo del GIL. En este tipo de casos, un exceso de celo (sic) por parte de los profesionales de nuestra seguridad nos convierte en m¨¢s inseguros, y en vez de la confianza que pedimos se nos paga con el miedo. Conf¨ªo en que toda esta clase de conductas sean convenientemente expurgadas y depuradas las responsabilidades de quienes corresponda. De lo contrario, la soluci¨®n tambi¨¦n es doble: o escondernos en la madriguera y callarnos o dejar de alabar el ang¨¦lico estado de democracia del que disfrutamos.
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