Arenas
VICENT FRANCH
En la orilla del mar de casa, mi vecino Mediterr¨¢neo, aquel encendido d¨ªa del mes de agosto, a punto de concluir la d¨¦cada de los sesenta descubr¨ª en las rodillas de la adolescente del camping la dimensi¨®n definitiva de la est¨¦tica. La arena, blanca sin exageraciones, ard¨ªa alrededor de mi toalla mientras el entorno de sus r¨®tulas se iluminaba con destellos sonoros al comp¨¢s de un caminar elegante sin atolondramientos y et¨¦reo. Las mortecinas olas la asaltaban de dentro afuera y sus piernas hac¨ªan de suaves tajamares que cortaban el agua y la espuma. Los hoyos marinos delante de sus rodillas, el brillo de su piel a punto de caramelo, los indolentes cabellos atados en desorden en su nuca, unos tirabuzones rubios de mu?eca de ni?a rica de antes, su cuerpo p¨¦treo, he aqu¨ª la partida de nacimiento de mi metamorfosis de joven educado entre frailes abrumado por el pecado y id¨®latra de esa dimensi¨®n m¨¢gica que vive bajo los pliegues de la poes¨ªa y da sentido a nuestras inevitables pulsiones de mam¨ªferos evolucionados.
La arena, entonces, estaba viva, soportando la quema del d¨ªa a d¨ªa, guardando a poca profundidad la calidez de su humedad, su refresco secreto, quiz¨¢s alguna joya o anillo de oro que huyeron de la batalla con el sol deliberadamente fiero del mediod¨ªa. Porque la arena revive cuando llega su hora, se mueve hacia la plenitud con la can¨ªcula, y muestra su faz de dunas min¨²sculas cuando el mar se vuelve caliente, salado hasta la exasperaci¨®n.
Nunca antes de ese tiempo puede vivirse la arena en su ¨¦xtasis, porque se rebela, se endurece, aparece como m¨¢s espesa y rara. Ni siquiera cuando se eleva a r¨¢fagas en invierno puede decirse que el tama?o de los granos sea el mismo que en verano. Una m¨¢gica ley oculta a los granos m¨¢s pesados en la panza del arenal durante el est¨ªo, y los devuelve a la superficie en invierno.
Y eso lo s¨¦ porque me cri¨¦ delante de la gran duna m¨®vil que el puerto de Borriana cre¨® al construirse la escollera de levante, y que se fue haciendo extensa y potente mientras yo pasaba de mocoso felizmente cr¨¦dulo a adolescente extasiado con la quilla gloriosa de aquellas rodillas sin pero y me precipitaba hacia esa edad provecta donde el recuerdo sin matizar puede confundirse con el morbo de ciertas ancianidades.
Cuando estos d¨ªas de inusual febrero c¨¢lido los arenales de mi mar vecina, amiga y c¨®mplice, se llenaron de irreverentes consumidores de sol invernal, convencidos como est¨¢n de que si se puede comer sand¨ªa durante todo el a?o, o cerezas, o caquis -porque lo han conseguido para ellos las multinacionales de la alimentaci¨®n-, con las arenas ha de suceder lo mismo, pens¨¦ que ser¨ªa bueno preguntarles si no notaron la extra?eza que la arena manifestaba ante la avalancha de cuerpos crudos y, adem¨¢s, temerosos del mar; porque s¨®lo algunos atrevidos cometieron el doble sacrilegio de recostarse en la arena en reposo y ba?arse en el mar g¨¦lido.
Nos rebelamos contra costumbres sobrevenidas y les oponemos un orden m¨ªtico a salvaguardar porque hemos perdido la batalla contra el tiempo. Entonces recuerdo que le promet¨ª a ese excelente poeta amo del mar que es Jos¨¦ F¨¦lix Escudero que ten¨ªa el prop¨®sito de empezar a contar mi imposible retorno al mar precisamente de la mano de aquel milagro de sabores marinos que ocurri¨® bajo las delicadas y ef¨ªmeras olas que de las rodillas de la adolescente nunca llegaron a la arena de la orilla.
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