Vila-Matas contra el infantilismo JAVIER CERCAS
Todo parece indicar que, si alguien no le pone remedio, Bartleby y compa?¨ªa va a convertirse en el libro de la temporada. En apariencia, el ¨²ltimo libro de Vila-Matas viene a ser una especie de original¨ªsimo cat¨¢logo de razones e historias -las de una serie de escritores que, en un determinado momento, dejaron de escribir, y las de aquellos otros que ni siquiera llegaron a hacerlo-, un cat¨¢logo que no es, ni puede ser, exhaustivo, pero s¨ª tan completo que deja al lector sin una sola raz¨®n para no escribir; o lo que es lo mismo, con unas ganas compulsivas de hacerlo. Sin embargo, bajo su tersa y divertida superficie, el libro plantea -como lo hacen siempre los de Vila-Matas- diversas cuestiones de envergadura, y entre ellas una esencial: la de la posibilidad misma de la escritura.Se trata de un problema central en la modernidad. Toscamente formulado, el problema ser¨ªa ¨¦ste: ?qu¨¦ sentido tiene escribir si la palabra es no s¨®lo incapaz de dar cuenta exacta de nuestros sentimientos e ideas -porque al plasmarlos los falsifica-, sino tambi¨¦n de cualquier parte m¨ªnima de la infinita complejidad de lo real? No extra?ar¨¢, dicho esto, que los dos ¨²ltimos siglos de literatura est¨¦n saturados de quejas contra la impotencia de la literatura. "?Qu¨¦ es un poeta?", se pregunt¨® Byron. "?Para qu¨¦ sirve? ?Qu¨¦ hace? Es el que balbucea". El poeta, pues, es incapaz de decir la vida: apenas puede balbucearla. De ah¨ª la inutilidad de la literatura: de ah¨ª la tentaci¨®n del silencio.
De esa tentaci¨®n sabemos algo los adolescentes de los a?os setenta, que asist¨ªamos pasmados a los ¨²ltimos coletazos de las vanguardias. De hecho, nacimos a la vida intelectual cuando el arte, como escribi¨® Susan Sontag en 1967, aturd¨ªa con exhortaciones al silencio. La literatura aspiraba ante todo a ser consciente de s¨ª misma, y la conciencia -o el exceso de conciencia- a menudo paraliza. Sin duda, fue por eso por lo que John Barth titulaba por entonces La literatura del agotamiento su influyente diagn¨®stico de la situaci¨®n; seg¨²n ¨¦l, todas las historias estaban contadas, y lo ¨²nico que la narrativa pod¨ªa hacer ya era dar cuenta de su propio agotamiento: por eso el Pierre Menard de Borges se aplica a copiar el Quijote palabra por palabra. La interpretaci¨®n del relato de Borges que hace Barth es, claro est¨¢, equivocada; precisamente lo que ense?a Pierre Menard es lo contrario: si, incluso copiado palabra por palabra, el Quijote de Menard es distinto del Quijote de Cervantes, entonces es que hay que volver a contar de nuevo todas las historias, porque basta leer una vieja historia de una forma nueva para que se convierta en una nueva historia. Esto lo entendi¨® y lo argument¨® a?os m¨¢s tarde el propio Barth; y tambi¨¦n Umberto Eco, y hasta Fernando Savater. Era un aspecto de lo que, m¨¢s o menos por aquellas fechas, Octavio Paz llam¨® "el ocaso de la vanguardia".
Hay que reconocer que el efecto de ese ocaso, por lo menos a corto plazo, fue liberador. Todos -y sobre todo los adolescentes de los setenta- nos sentimos pose¨ªdos por una suerte de saludable y alegre inconsciencia; todos nos lanzamos de nuevo a contar historias; todos recuperamos el humor. La verdad, estuvo bien. Pero no sab¨ªamos que est¨¢bamos trocando la amenaza del silencio por la de la palabrer¨ªa. De eso hace ya 20 a?os y, a lo que parece, el hecho sigue sin preocupar a nadie, ni a los editores, que han visto c¨®mo la novela se convert¨ªa en la gallina de los huevos de oro, ni a los escritores, que siguen alegremente poniendo suhuevo cada a?o. As¨ª -ya digo- llevamos m¨¢s de 20, y quiz¨¢ ha llegado el momento de hacerlo; de preocuparse, quiero decir. O, por lo menos, de empezar a preguntarse si no hemos pasado del exceso de conciencia a la inconsciencia del infantilismo: si el noble y dificil¨ªsimo arte de contar historias no ha degenerado ya en la f¨¢cil y plebeya man¨ªa de ensartar ocurrencias; si no estamos confundiendo el sentido del humor -que es una cosa muy seria, y tambi¨¦n otro nombre de la inteligencia- con la gracieta; si no hemos cambiado la dosis de inconsciencia (es decir, de arrojo) indispensable para cualquier creaci¨®n por el puro y simple analfabetismo. No hace mucho, Eduardo Mendoza proclamaba su convicci¨®n de que la novela (o quiz¨¢ determinado tipo de novela) estaba acabada; sabedores de que desde su mismo nacimiento se le han venido extendiendo actas de defunci¨®n al g¨¦nero, a algunos listos esa declaraci¨®n nos pareci¨® una jeremiada (o quiz¨¢ una frivolidad) indigna de quien, acaso antes que nadie en Espa?a, supo escapar del callej¨®n sin salida al que condujo la hiperconciencia autof¨¢gica de los setenta. Est¨¢bamos equivocados. Quiz¨¢ lo que hac¨ªa Mendoza -como lo que, de otra forma, hace ahora Vila-Matas- es llamar la atenci¨®n sobre una evidencia: o la narrativa -y por extensi¨®n, la literatura- se exige el m¨¢ximo grado de ambici¨®n y de conciencia de s¨ª misma -aun a riesgo de que esa conciencia y esa ambici¨®n aboquen al silencio- o est¨¢ condenada a seguir instalada en la banalidad del infantilismo. O dicho de otro modo: lo que Vila-Matas nos recuerda es que la verdadera literatura, porque es lo opuesto de la palabrer¨ªa, limita siempre con el silencio, y que toda obra literaria tiene la obligaci¨®n de transitar por esa frontera peligros¨ªsima, que es la condici¨®n misma de su existencia. Por eso Bartleby y compa?¨ªa, adem¨¢s de ser un libro enormemente divertido e inteligente, es, si no me equivoco, un libro importante.
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