Cerezos
VICENT FRANCH
El Antiguo Testamento estaba sembrado de enigmas, de met¨¢foras, de historias fant¨¢sticas presididas por un Dios polivalente, unas veces magn¨¢nimo, otras vengador, y siempre omnipotente. De peque?o entend¨ª lo justo, es decir, el mito que alimentaba, la consecuencia inevitable, el destino pedag¨®gico de todas las historias que conten¨ªa. Y de ellas, hab¨ªa una que me turb¨® especialmente, una vez convencido de que, efectivamente, Dios cre¨® el mundo en seis d¨ªas, y el s¨¦ptimo, descans¨®: el inquietante ¨¢rbol del bien y del mal, cuyos frutos daban al hombre la capacidad de discernir entre lo bueno y lo malo. Cuando pregunt¨¢bamos a nuestros inefables educadores, los frailes carmelitas descalzos -buen¨ªsima gente por otra parte-, nunca desvelaron qu¨¦ clase de fruta produc¨ªa el ¨¢rbol de marras. Un fraile ya anciano que cuidaba en el estudio y que estaba perdido con la narcolepsia, para terminar pronto y dejar el banal asunto zanjado, dijo que a ¨¦l le parec¨ªa que puede que fuera un cerezo, de cerezas del tama?o de los ciruelos, o m¨¢s. Pero no lo dec¨ªa con la convicci¨®n pertinente.
La casualidad hizo que el ¨¢rbol m¨¢s vistoso que guardaba la comunidad detr¨¢s de la tapia t¨®pica de convento que separaba el improvisado patio de juego del resto del huerto antiguo fuese un cerezo, cuyas cerezas ten¨ªan un tama?o sugerente envuelto de un rojo carmes¨ª brillante que llamaba permanentemente a la tentaci¨®n. Atrevidos y b¨ªblicos, unos pocos decidimos volver como otros a?os al lugar del pecado, ahora con la convicci¨®n de que comer de la fruta prohibida, de su carne vegetal roja, ¨¢cida, que explotaba en el paladar como una carcasa, nos volver¨ªa como dioses, mocosos t¨ªmidos y temerosos de Dios como ¨¦ramos. Comimos de la fruta prohibida hasta que el vig¨ªa que ten¨ªamos apostado arriba de la tapia avis¨® de los movimientos a lo lejos de un hermano lego que, acab¨® sorprendi¨¦ndonos oculto en unos gallineros pr¨®ximos. El guardi¨¢n no prob¨® las cerezas; otro, del atrac¨®n se indispuso y s¨®lo su dolor de vientre repentino y atroz le libr¨® del interrogatorio y subsiguientes bofetones. El cobarde que siempre te acompa?a dijo que ¨¦l, a pesar de estar a pie de ¨¢rbol, no hab¨ªa comido ni una. Le hicieron abrir la boca, y en las enc¨ªas, y entre los dientes, la piel de las cerezas enlutaba el n¨¢car de sus infantiles dientes. Los dem¨¢s confesamos sin mediar violencia. A mi se me ocurri¨® argumentar en nuestra defensa que el padre Wenceslao dijo que el ¨¢rbol del G¨¦nesis era el cerezo, y que por eso... Me llev¨¦ un sopapo de media arroba, por listo, c¨ªnico e irreverente... A pesar de eso, me enloquecen las cerezas y no he conseguido reprimirme la incontinencia verbal.
Ahora los cerezos han reventado de flores blancas que preceden en d¨ªas a las hojas. Sus ramas se han cubierto de mariposas blancas quietas, pero las flores no huelen, no huelen a nada, a diferencia de las del almendro, que expiden un perfume dulz¨®n, a veces empalagoso. Parece como si unas y otras cumpliesen una m¨¢gica ley seg¨²n la cual la flor que dispendia en perfume alumbra un fruto de escasas matizaciones en su sabor, y la flor que ahorra efluvios los vierte despu¨¦s en el fruto que le nace. Quiz¨¢s esa ley tenga clamorosas excepciones, como en la naranja; pero como esa fruta est¨¢ en el carnet de identidad de gente como yo, ni siquiera me permitir¨¦ el lujo de mantener seriamente que su flor sea excepci¨®n de nada. El azahar sac¨® a mis abuelos del anonimato y a mi del anodino analfabetismo; as¨ª que ni tocarla.
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