Purificar la memoria
El santo padre pronunci¨® ayer, vestido de morado como corresponde a la contrici¨®n, y rodeado de siete cardenales, una oraci¨®n en la que solicitaba el perd¨®n por todos los errores, omisiones e injusticias que la Iglesia ha cometido o dejado cometer en 2.000 a?os de historia. Era un mensaje milenarista, con el que el Papa hac¨ªa saldo de una ejecutoria dif¨ªcil, dura y discutible, pero b¨¢sicamente de ¨¦xito, a la vez que saludaba con el optimismo que le caracteriza el tercer milenio, en nombre del credo de una quinta parte de la humanidad.Si pensamos que los grandes organismos internacionales, como el FMI, el Banco Mundial o las propias potencias, no tienen costumbre de pedir perd¨®n, digamos ya que Wojtyla ha demostrado tanta generosidad como realismo al enmarcar en el arrepentimiento lo que sin duda entiende como un paso adelante en la historia de la Iglesia. Pero hay elementos en esa muestra de humildad que merecen una especial atenci¨®n.
Juan Pablo II ha procedido, con el car¨¢cter teatral que corresponde a la mejor liturgia, a un ejercicio de purificaci¨®n de la memoria, como lo ha calificado el Vaticano, que se dirige mucho m¨¢s a Dios que a los hombres; as¨ª, el acto ha tenido un car¨¢cter de confesi¨®n casi sacramental, sobre todo ante el Alt¨ªsimo.
Aunque el Pont¨ªfice apenas ha entrado en detalles, sus ac¨®litos cardenalicios han sido mucho m¨¢s expl¨ªcitos en la demanda de perd¨®n: la Inquisici¨®n, el trato a musulmanes y jud¨ªos, la intolerancia religiosa, la discriminaci¨®n de la mujer, figuran en particular en la lista de organismos o inobservancias de los que la Iglesia no tiene ning¨²n motivo para sentirse orgullosa.
Todo ello plantea cuestiones que para la fe pueden ser virtualmente de orden p¨²blico. ?C¨®mo es posible, se preguntar¨¢n muchos, que reconozca sus errores una organizaci¨®n de origen divino, que, a mayor abundamiento, proclam¨® el siglo pasado la infalibilidad papal? Y, sin embargo, no hay contradicci¨®n alguna, porque Wojtyla no ha pedido perd¨®n por la existencia de la Inquisici¨®n, o de las pol¨ªticas represoras que haya podido adoptar o aprobar la Iglesia, sino por sus excesos. Perd¨®nese s¨®lo la demas¨ªa, que no la idea.
De igual forma, ante determinadas muestras de arrepentimiento cabe pensar que no basta con las palabras. La Iglesia combate hoy denodadamente el uso de anticonceptivos, sin distinci¨®n de circunstancias, cuando en ?frica el sida es ya el quinto jinete del apocalipsis; algunas de las mujeres a las que pide perd¨®n -y los hombres- pueden pensar que el segundo sexo sigue sin acceder al sacerdocio, y que las redobladas exhortaciones a la pureza suenan directamente a eco de las catacumbas; y hay voces tambi¨¦n que, ante la esperada alusi¨®n al holocausto, sugieren que la mejor contrici¨®n ser¨ªa la apertura de los archivos vaticanos para que supi¨¦ramos, documento en mano, cu¨¢nto antinazismo y cu¨¢nto colaboracionismo hubo en aquellos a?os del vicario de Cristo P¨ªo XII.
Juan Pablo II quiere una Iglesia combatiente para que el tercer milenio no se le escape. Es l¨ªcito y hasta provechoso, en partes del Tercer Mundo, que as¨ª sea. Sobre todo si esa plegaria al Se?or no es una ley de punto final, sino la de un nuevo comienzo.
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