La mayor¨ªa y la totalidad
A la vista de algunas actitudes y comentarios tras el resultado electoral del 12 de marzo, no puede sino venir a la memoria la frase con que Stefan Zweig explicaba el origen de muchos de los problemas que le toc¨® vivir: para el autor vien¨¦s, el derrotero m¨¢s pernicioso que puede emprender un pa¨ªs es el de "querer que la mayor¨ªa se convierta en totalidad". As¨ª, tanto conservadores como no pocos socialistas, a coro con diversos comentaristas y portavoces, parecen pronunciarse en estos d¨ªas desde el impl¨ªcito convencimiento de que la ¨²ltima convocatoria a las urnas, m¨¢s que dirimir el equipo y el proyecto que prefieren los espa?oles para el pr¨®ximo periodo, ha zanjado la veracidad -cuando no la legitimidad- de las discrepancias con la actuaci¨®n del Gobierno durante la ¨²ltima legislatura. Para los conservadores, la nueva mayor¨ªa parece interpretarse en el sentido de que todo, absolutamente todo, cuanto han hecho en estos cuatro a?os debe darse por bueno, y de ah¨ª, quiz¨¢, esa sorprendente premura en solicitar que se pase p¨¢gina otra vez, como si se pretendiese invitar al olvido de que el pasado del Gobierno del Partido Popular con mayor¨ªa absoluta no es otro que el Gobierno del Partido Popular, s¨®lo que con mayor¨ªa relativa.Por otra parte, la victoria de los conservadores ha sido tambi¨¦n interpretada como prueba de que los espa?oles han dejado de ser de izquierdas y de que votan, por tanto, en funci¨®n de sus intereses inmediatos y concretos. Lo descorazonador de este an¨¢lisis no es la poca luz que arroja sobre el presente, sino el error desde el que obliga a interpretar el pasado. ?De verdad puede creerse, siguiendo esta l¨®gica, que la arrolladora victoria socialista del 82 fue debida a que los espa?oles dejaron de ser de centro, puesto que ¨¦sta fue la opci¨®n que hab¨ªa vencido tan s¨®lo tres a?os antes? Aunque fieles a una de nuestras m¨¢s abominables tradiciones colectivas, como es la del menosprecio del rigor en la memoria, lo hayamos olvidado, conviene recordar que los espa?oles de 1982 tambi¨¦n votaron de acuerdo con sus intereses inmediatos y concretos. Lo mismo que los de 1976, 1977 y 1979.
Unos intereses que, de no haberse atendido y satisfecho en su momento, impedir¨ªan hablar hoy de cualquier modernidad, porque se concretaban en la defensa de la democracia frente a las intentonas golpistas; o en el deseo de ver a Espa?a plenamente integrada en su contexto internacional; o en la adopci¨®n de reformas econ¨®micas que, por un lado, liquidaran las pesadas secuelas de la crisis del 73 -imprudentemente gestionada por los ¨²ltimos gobiernos del franquismo-, y por otro, preparasen a nuestro pa¨ªs para absorber una de las mayores revoluciones sociol¨®gicas y laborales vividas en este siglo. Record¨¦moslo, ahora que tan dif¨ªc¨ªl se ha vuelto recordar: en pocos a?os, la econom¨ªa espa?ola se vio forzada a incorporar -y lo ha ido haciendo con ¨¦xito desde el inicio de la transici¨®n- a un mill¨®n de emigrantes que regresaron de Europa, a los trabajadores procedentes del ¨¦xodo rural y de las empresas reconvertidas y a una poblaci¨®n femenina que, mantenida en una aberrante minor¨ªa de edad legal hasta 1976, se incorpor¨® masivamente al trabajo. En este ¨²ltimo sentido, escuchar a algunos campeones actuales de la creaci¨®n de empleo menospreciando lo hecho por los espa?oles de entonces constituye la mejor prueba de que el imp¨²dico autobombo y la mirada ¨¦pica sobre uno mismo -ese creer que se est¨¢ haciendo historia hasta en los menores gestos- es antes que nada una manifestaci¨®n de ignorancia, grave si es deliberada y peor a¨²n si es verdadera.
La mayor¨ªa no es totalidad, y por eso no existe ninguna raz¨®n para que quienes discrepan de las pol¨ªticas que los conservadores llevaron a cabo en la legislatura anterior, o de las que prometen realizar en la que ahora comienza, se sientan desautorizados. Antes al contrario, la salud de nuestra democracia exige que su voz sea n¨ªtida y decidida, de modo que los ciudadanos, todos los ciudadanos, no pierdan de vista que siempre existe la posibilidad de una gesti¨®n diferente y de un futuro distinto al que ofrece el Gobierno de turno; no mejor ni peor, como pretenden hacer creer los dogm¨¢ticos de todas las trincheras, sino tan s¨®lo atento a otros intereses y a otras expectativas. Y esta necesidad de la opci¨®n siempre abierta est¨¢ tan ligada a la salud de la democracia que discrepar con honestidad intelectual y pol¨ªtica en situaci¨®n de minor¨ªa, cuando ning¨²n beneficio personal puede reportar, no es un motivo para la verg¨¹enza o el des¨¢nimo, sino para el orgullo. Y deber¨ªa ser, adem¨¢s, algo que no ha sido hasta ahora para los conservadores ni para su l¨ªder: un motivo de respeto.
Otra cuesti¨®n diferente es que, pese a la indisimulada perseverancia de los conservadores en aniquilar las alternativas pol¨ªticas -recurriendo, incluso, a m¨¦todos que producen sonrojo, como ofrecer propinas retributivas a pensionistas y funcionarios en v¨ªsperas de las elecciones-, el fracaso del partido socialista debe ser asumido, no s¨®lo por la ejecutiva que ha tenido que salir tras el gesto irreprochable de Joaqu¨ªn Almunia, sino tambi¨¦n por toda una generaci¨®n de dirigentes. Los motivos se han reiterado durante estos d¨ªas, siempre vinculados a la idea de la renovaci¨®n. Pero entre todos esos motivos hay uno que no afecta ¨²nicamente a los socialistas, sino al futuro del pa¨ªs en su conjunto, y que no se ha escuchado lo bastante. As¨ª, lo que muchos electores no han percibido a lo largo de esta legislatura es que los socialistas desautorizasen con rotundidad los m¨¦todos utilizados desde el poder durante estos cuatro a?os, sino que parec¨ªan entrar en competencia con ellos. O m¨¢s a¨²n, que se inclinaban peligrosamente hacia el estilo de oposici¨®n con el que los conservadores -hoy convertidos en establishment bien pensante y dispuesto a escandalizarse al o¨ªr una infinit¨¦sima parte de lo que ellos dijeron- han envenenado la vida pol¨ªtica desde 1993.
Por costoso que resulte admitirlo, el error de no haberse distanciado sin ambig¨¹edades de esos modos pol¨ªticos -que prefieren jalear los casos de corrupci¨®n antes que denunciar el oportunismo y la mediocridad de las pol¨ªticas conservadoras, ahora ilusoriamente convalidadas por un contexto internacional favorable- es lo que cuestiona a la actual generaci¨®n de dirigentes socialistas para seguir al frente del partido. Ese error, entre otros, les ha hecho perder las elecciones. Pero ese error, y sobre todo ese error, ha comprometido sus posibilidades de enfrentarse eficazmente a los conservadores, cuyo ¨¦xito definitivo consistir¨ªa en provocar una amnesia general sobre lo que existi¨® antes de ellos y sobre lo que hicieron cuando se sent¨ªan inseguros en el poder. Es decir, en pasar otra vez la p¨¢gina.
La mayor¨ªa obtenida por los conservadores el 12 de marzo les permitir¨¢ gobernar con un margen muy amplio. No tan amplio, sin embargo, como para monopolizar la responsabilidad por la modernizaci¨®n del pa¨ªs -compartida por los gobiernos de Adolfo Su¨¢rez, Calvo Sotelo y Felipe Gonz¨¢lez-, ni para sostener que todo futuro que no sea el que ellos proponen sea un futuro de paro, corrupci¨®n y despilfarro. Un futuro, en fin, en que ellos no encarnen simplemente la mayor¨ªa, sino la totalidad.
Jos¨¦ Mar¨ªa Ridao es diplom¨¢tico.
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