Presidente camarada Putin
Si Rusia fuese un pa¨ªs normal, Vlad¨ªmir Vlad¨ªmirovich Putin, un antiguo teniente coronel del KGB (Comit¨¦ de Seguridad del Estado sovi¨¦tico), dif¨ªcilmente se habr¨ªa convertido en presidente, al menos con la premura que pone de manifiesto el hecho de que, hace siete meses, cuando Bor¨ªs Yeltsin lo design¨® por sorpresa primer ministro, era casi un desconocido que apenas si contaba con una intenci¨®n de voto a favor del 1%.Pero Rusia no es un pa¨ªs normal. Desarticulado socialmente, sin equilibrio de poderes, sin partidos que merezcan ese nombre, inundado por la corrupci¨®n y la criminalidad, con una econom¨ªa que ha hecho rutina de la crisis, humillado internacionalmente, degradado por los excesos del s¨¢trapa Yeltsin, inmerso todav¨ªa en la transici¨®n salvaje del comunismo al capitalismo, con viejos resabios de 74 a?os de comunismo y con su estructura federal amenazada, este pa¨ªs, el m¨¢s grande del planeta, de 145 millones de habitantes, vive uno de esos momentos hist¨®ricos que exigen personajes ¨²nicos que lo mismo pueden traer la regeneraci¨®n que el caos.
El mismo Putin da a entender que le gustar¨ªa convertirse en una especie de Ludwig Erhard, el canciller de la RFA padre del "milagro alem¨¢n" que empez¨® su labor de reconstrucci¨®n de un pa¨ªs asolado por la guerra "definiendo nuevos principios morales de la sociedad". Por eso, asegura que quiere restaurar la grandeza de su pa¨ªs, que apenas hace 15 a?os todav¨ªa trataba de igual a igual a Estados Unidos, mejorando la econom¨ªa y el nivel de vida de los ciudadanos (un tercio de los cuales se halla bajo el umbral de la pobreza), pero tambi¨¦n resucitando el esp¨ªritu de la vieja y poderosa Rusia.
Lo malo es que, aparte de sus palabras, hay pocos hechos con los que Putin, nacido en San Petersburgo hace 47 a?os, pueda acreditar no ya su voluntad, sino ni siquiera su capacidad para ser el gran reformador que necesita su pa¨ªs. Tampoco los hay para eliminar por completo los temores de que, una vez asentado en el Kremlin, vaya a respetar la esencia de lo que en Occidente se entiende por democracia.
En su mensaje de A?o Nuevo, al d¨ªa siguiente de que Yeltsin diese la campanada dejando un poder al que se hab¨ªa aferrado durante a?os, Putin, sucesor designado, habl¨® de la necesidad de defender los "principios b¨¢sicos de una sociedad civilizada", como la libertad de expresi¨®n, pero tan s¨®lo un d¨ªa m¨¢s tarde, en un significativo viaje a Chechenia (la base de su popularidad), puso el ¨¦nfasis en la necesidad de fortalecer los servicios secretos, cuya rama interior, el Servicio Federal de Seguridad (FSB), dirig¨ªa antes de ser nombrado jefe de Gobierno.
Yeltsin mostr¨® en su etapa final una extra?a querencia por los antiguos esp¨ªas a la hora de elegir a sus primeros ministros, pero mientras Yevgueni Primakov y Sergu¨¦i Stepashin se esforzaron en promover su perfil civil, Putin presume incluso en exceso de haber trabajado 16 a?os para el KGB.
No da la impresi¨®n de que fuese nunca un comunista doctrinario (demasiado pragm¨¢tico para eso), pero, por supuesto, no meti¨® en un caj¨®n su carn¨¦ del PCUS hasta que el partido fue ilegalizado tras el golpe de agosto de 1991, de cuyos protagonistas ha dicho: "En principio su causa fue noble, tal como ellos la ve¨ªan: evitar la ruptura de la URSS. Pero sus medios llevaron precisamente al pa¨ªs a la desintegraci¨®n". O sea, m¨¢s una cr¨ªtica t¨¦cnica que de esencia.
El domingo era la primera vez que se somet¨ªa al veredicto de las urnas. Fue vicealcalde de San Petersburgo por la voluntad del que hab¨ªa de ser su introductor en el mundo de la pol¨ªtica, Anatoli Sobchak, una etapa en la que se revel¨® como buen gestor. Fue vicejefe del departamento de bienes del Kremlin y de la Administraci¨®n presidencial por la soberana voluntad de Yeltsin, que luego le puso al frente del FSB y del Consejo de Seguridad Nacional, antes de catapultarle hasta el Gobierno.
Una vez convertido en candidato en unas elecciones libres, despreci¨® pr¨¢cticamente los mecanismos cl¨¢sicos de una campa?a porque, seg¨²n dijo, no quer¨ªa explicar la diferencia entre una marca de tampones y otra de chocolate. Se neg¨® incluso a dar un programa detallado de Gobierno, explicar sus planes o debatir en p¨²blico con sus rivales.
Putin se presenta como un tecn¨®crata, un pragm¨¢tico, un adicto al trabajo, un defensor del Estado fuerte, un continuador de las reformas, un luchador contra la corrupci¨®n aparentemente poco contaminado por La Familia (la corte de los milagros del Kremlin) y que est¨¢ dispuesto a poner en su sitio al gran capital, un en¨¦rgico hombre de orden al que nunca le tiembla la mano, un padre y esposo hogare?o que no fuma y apenas bebe (en claro contraste con Yeltsin), joven y sano (m¨¢s contraste todav¨ªa) y hasta un creyente ortodoxo justo cuando la Iglesia recupera su papel como s¨ªmbolo patri¨®tico.
O sea, es el hombre de las mil caras, y muestra en cada momento la que m¨¢s conviene, lo que le permiti¨® atraer tanto a votantes comunistas como liberales, y conservar el vital apoyo de los oligarcas que un d¨ªa hicieron posible la reelecci¨®n de Yeltsin y ahora le han ayudado tambi¨¦n a ¨¦l, con su dinero y sus medios de comunicaci¨®n.
?Ser¨¢ posible que incluso tenga Putin un perfil mon¨¢rquico? En un reciente libro-entrevista, pon¨ªa Espa?a como ejemplo de que "en ciertos periodos, en ciertos lugares, bajo ciertas circunstancias la monarqu¨ªa ha jugado y juega hasta hoy un papel positivo". All¨ª, prosegu¨ªa, "desempe?¨® un papel determinante en el alejamiento del pa¨ªs del despotismo y el totalitarismo, y fue un factor estabilizador". Aunque parece que lo que m¨¢s le gusta de la figura de un rey es que "no tiene que pensar en si le eligir¨¢n ni guiarse por la coyuntura", sino que "puede pensar en los destinos de su pa¨ªs y no distraerse en detalles".
En realidad, Putin es una especie de espejo en el que la mayor¨ªa de los rusos encarna sus esperanzas. Y s¨®lo esa admirable especie en v¨ªas de extinci¨®n que forman los disidentes no encuentra nada que le guste en ¨¦l, le identifica con los aspectos m¨¢s siniestros de la nomenklatura sovi¨¦tica y advierte de que encarna el peligro, no ya de un yeltsinismo sin Yeltsin, sino de una dictadura, por camuflada que sea.
Con Putin al frente, el FSB protagoniz¨® una agobiante persecuci¨®n contra Alexandr Nikitin, un oficial que facilit¨® a la organizaci¨®n ecologista noruega Bellona datos sobre la contaminaci¨®n provocada por la flota nuclear del ?rtico. La acusaci¨®n se basaba incluso en leyes secretas, desconocidas hasta por los abogados de Nikitin. Sobre el fiscal general, Yuri Skuratov, pesa a¨²n la suspensi¨®n de funciones dictada por Yeltsin cuando intent¨® investigar la corrupci¨®n en su entorno, y hay fuertes sospechas de que el propio Putin tendi¨® una trampa al fiscal que se materializ¨® en un v¨ªdeo que le mostraba retozando en la cama con dos prostitutas.
Antes de que un juez dijese esta boca es m¨ªa, Putin conden¨® a Andr¨¦i Babitski, el periodista de la cadena norteamericana Radio Liberty detenido por las tropas federales en Chechenia, canjeado luego a un supuesto grupo rebelde y liberado en extra?as circunstancias. "Lo que hizo Babitski", asegur¨®, "fue peor que si hubiese disparado con una ametralladora. Trabaj¨® directamente para el enemigo".
Ese mismo Putin dijo lo siguiente respecto a su antiguo jefe en el departamento de bienes del Kremlin P¨¢vel Borod¨ªn, sobre el que pende una orden de busca y captura internacional por corrupci¨®n emitida por la justicia suiza: "La presunci¨®n de inocencia es una regla de oro y principio fundamental de cualquier sistema democr¨¢tico". Una contradicci¨®n que puede ayudar a entender el concepto de "dictadura de la ley" de este licenciado de la prestigiosa Facultad de Derecho de la Universidad estatal de Leningrado (hoy San Petersburgo).
Aunque intenta humanizar su imagen, lo que Putin vende a los votantes es, ante todo, un tipo duro que no se anda con contemplaciones para conseguir sus objetivos, capaz de derribar al enemigo con una llave de yudo, de ponerse a los mandos de un avi¨®n de combate, de no pesta?ear cuando ordena exterminar a los guerrilleros chechenos, de seducir a l¨ªderes extranjeros (George Robertson, Tony Blair, Madeleine Albright...) que anhelan una Rusia estable. Est¨¢ claro que todos ellos piensan que Putin no pone en peligro la fr¨¢gil democracia rusa.
Dice ser un defensor del Estado fuerte, pero eso no hace sino granjearle apoyos entre una poblaci¨®n que cuenta por decenas de millones las v¨ªctimas de la era de Yeltsin que a?oran los predecibles tiempos sovi¨¦ticos, que garantizaban los m¨ªnimos vitales. Esa fuerza se identifica con poder y centralizaci¨®n. Lo ha dicho as¨ª de claro: "Rusia se desarroll¨® como Estado supercentralizado. Eso forma parte del c¨®digo gen¨¦tico, de la tradici¨®n y la mentalidad de su pueblo". Sin embargo, ha descartado dar una nueva fuerza al Estado con una pol¨ªtica de renacionalizaciones que pase por revisar las privatizaciones que permitieron que los oligarcas se quedaran con medio pa¨ªs a precio de saldo.
Pero ?es un dem¨®crata? El hombre al que a veces se llama Putinochet, que ha convertido Grozni en un solar, que cierra los ojos a las atrocidades que se cometen en Chechenia, al que gusta presentarse como un coronel en la reserva, que considera traidores a ecologistas y disidentes, que interpreta a veces la ley a su capricho, que permiti¨® una escandalosa guerra sucia contra dos potenciales rivales (Yuri Luzhkov y Yevgueni Primakov), que dice que hay que perseguir a los terroristas hasta en el retrete y que ve en los servicios secretos una clave de la regeneraci¨®n del Estado puede que encarne la esperanza de la mayor¨ªa de los rusos para salir del abismo, pero es inevitable que despierte una seria inquietud entre quienes valoran sobre todo la garant¨ªa de los derechos y libertades individuales. Claro que, a fin de cuentas, el aut¨¦ntico Putin sigue encerrado bajo siete llaves. Y tiene derecho al beneficio de la duda y a que se le juzgue por sus hechos.
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