De Roma a Jerusal¨¦n JOAN B. CULLA I CLAR?
Existen en el flanco derecho de la bell¨ªsima catedral de Estrasburgo, en el portal llamado del Reloj, dos esculturas, joyas de la estatuaria g¨®tica, que resumen a la perfecci¨®n cu¨¢l ha sido, en el terreno religioso, la bimilenaria actitud cristiana hacia el juda¨ªsmo. Se trata de dos figuras femeninas, dispuestas una frente a la otra, que representan respectivamente a la Sinagoga y a la Iglesia. ?sta, erguida, poderosa y triunfante bajo su corona, sostiene en una mano la cruz y en la otra el c¨¢liz. Aqu¨¦lla, por el contrario, aparece vencida y triste, con una venda en los ojos que simboliza su contumacia en el error, una lanza hecha pedazos que traduce su derrota y las tablas de la Ley -el legado de Mois¨¦s, el signo de la antigua Alianza- resbal¨¢ndole de las manos.Much¨ªsimo antes y much¨ªsimo despu¨¦s de que, en el siglo XIII, se labraran esas figuras, el cristianismo -en sus or¨ªgenes, una secta jud¨ªa- sinti¨® una necesidad ed¨ªpica de afirmarse por la negaci¨®n de la fe mosaica, como si la pervivencia de ¨¦sta y de sus testarudos adeptos proyectase una duda insufrible sobre la validez del dogma cristiano. De ah¨ª, seguramente, esa obsesi¨®n multisecular por convertir a los jud¨ªos, aunque fuese con argumentos tan persuasivos como la amenaza de degollina. Porque cada hebreo converso era, en la l¨®gica cristiana, una paletada de tierra m¨¢s sobre los pocos que a¨²n se negaban a reconocer la venida del Mes¨ªas, y un valioso sillar a?adido al momento triunfal de la verdadera fe. Para que la Iglesia resultase plenamente victoriosa, la Sinagoga deber¨ªa perecer.
Es a partir de esos arraigad¨ªsimos prejuicios religiosos que debe entenderse el secular desencuentro pol¨ªtico entre la Iglesia de Roma y el nacionalismo jud¨ªo contempor¨¢neo, el sionismo. Mientras en el mundo protestante, sobre todo el anglosaj¨®n, una profunda tradici¨®n b¨ªblica fue manantial de filosemitismo y aliment¨®, ya desde el siglo XVIII, multitud de proyectos pol¨ªticos y de ficciones literarias sugiriendo la restauraci¨®n de un Estado jud¨ªo (v¨¦ase, por ejemplo, la novela de George Eliot Daniel Deronda, de 1876), el catolicismo, en cambio, manten¨ªa intactos los dicterios medievales contra el "pueblo deicida" y mostr¨® una cerrada hostilidad ante los primeros pasos del sionismo.
El 25 de enero de 1904, en el Vaticano, el periodista vien¨¦s Theodor Herzl fue recibido en audiencia privada por el papa P¨ªo X. El fundador de la organizaci¨®n sionista pretend¨ªa informar al Pont¨ªfice de los prop¨®sitos de ¨¦sta para obtener de ¨¦l alguna clase de apoyo pol¨ªtico para la reinstalaci¨®n jud¨ªa en Palestina. Sin embargo, la respuesta del papa Sarto fue categ¨®rica: "No podemos sostener ese movimiento. Los jud¨ªos no han reconocido a Nuestro Se?or, y por consiguiente Nos no podemos reconocer al pueblo jud¨ªo. Non possumus". S¨ª, ver Jerusal¨¦n y los Santos Lugares en manos turcas resultaba desagradable, pero favorecer su paso a manos jud¨ªas estaba completamente excluido. Despu¨¦s de todo, si ese eventual reagrupamiento de los hebreos en la patria ancestral se hac¨ªa bajo el signo de su antigua fe, ello constituir¨ªa una afrenta a la Iglesia de Cristo, y si tuviese lugar sin religi¨®n alguna, entonces peor a¨²n... La entrevista termin¨® con una singular oferta papal a Herzl: "Si usted se va a Palestina e instala all¨ª a su pueblo, prepararemos iglesias y sacerdotes para bautizarlos a todos".
Aunque expresada con mayor discreci¨®n y cautela, se dir¨ªa que la postura de P¨ªo X en 1904 ha continuado siendo la de la Iglesia jer¨¢rquica y la Santa Sede ante el renacimiento nacional jud¨ªo durante la mayor parte del siglo XX. Naturalmente, ello no supone desconocer la labor protectora y humanitaria de P¨ªo XII en favor de los hebreos durante la II Guerra Mundial ni olvidar que, bajo el impulso de Juan XXIII y de Pablo VI, el Concilio Vaticano II limpi¨® la liturgia y la doctrina cat¨®licas de expresiones y tesis antisemitas. Pero el hecho de que el mismo Pablo VI, en su viaje de 1964 a Tierra Santa, evitase tan cuidadosamente el menor gesto de reconocimiento del Estado de Israel evidencia que el reencuentro entre Roma y Jerusal¨¦n, esbozado ya en lo religioso, segu¨ªa pendiente en la esfera pol¨ªtica y civil.
?Es una casualidad que el definitivo art¨ªfice de la normalizaci¨®n entre la Iglesia cat¨®lica, el mundo jud¨ªo y su Estado haya sido Karol Wojtyla? Tengo para m¨ª que no. El polaco es, de todos, el catolicismo que, en los ¨²ltimos siglos, ha vivido en contacto m¨¢s estrecho -estrecho, que no quiere decir id¨ªlico- con la realidad jud¨ªa; una realidad que, en la Polonia anterior a 1939, la de la adolescencia y juventud del futuro arzobispo de Cracovia, sumaba 3,5 millones de personas, el 10% de la poblaci¨®n total. Es muy probable que esa experiencia biogr¨¢fica haya contribuido tanto como las circunstancias internacionales y las conveniencias diplom¨¢ticas a hacer de Juan Pablo II el primer Papa que puso los pies en una sinagoga (la de Roma), el primero en intercambiar embajadores con Israel dejando de lado las a?ejas pretensiones pol¨ªticas del Vaticano sobre los Santos Lugares, el primero en asumir sin ambages la responsabilidad cristiana en el antisemitismo y pedir perd¨®n por ello, el primero en visitar oficialmente el Estado jud¨ªo, en recogerse ante la llama perpetua de Yad Vashem y en orar junto al Muro Occidental del templo de Salom¨®n.
Si no estuviera tan trivializada por el abuso, el viaje pontificio de la pasada semana merecer¨ªa de veras la calificaci¨®n de hist¨®rico. Ha sido, en cualquier caso, el brillante aprobado de una vieja, enquistada, asignatura pendiente.
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