'Siempre' es demasiado tarde.
"La vida es un cataclismode incertidumbres y penas
por eso las almas buenas
van de cabeza al abismo".
'Idilio' (Manuel Romero),
interpretada por La¨ªto.
El imaginario del hombre contempor¨¢neo est¨¢ constituido, entre otras piezas, por un ¨¢lbum de fotos. Una de ellas ha terminado por convertirse en todo un s¨ªmbolo de la revoluci¨®n cubana. Es la foto en la que puede verse la entrada del hotel Plaza el 1 de enero de 1959, con las m¨¢quinas tragaperras y las mesas de juego ardiendo en medio de la calle, en el cruce de Neptuno y Zulueta. El famoso hotel hab¨ªa sido inaugurado en 1909 y por aquella ¨¦poca se anunciaba con el esl¨®gan "la alegr¨ªa de 1900". Acompa?¨® a la historia del pa¨ªs a lo largo de la primera mitad del siglo en todas sus vicisitudes y turbulencias hasta la entrada de las tropas de Castro en La Habana. Hoy, propiedad de una cadena hotelera internacional, vuelve a funcionar a pleno rendimiento, entregado a satisfacer las demandas de esa industria tur¨ªstica que se ha convertido en la tabla de salvaci¨®n de la econom¨ªa cubana. Todo en el Plaza respira un cierto aire de decadencia. En el bufet de su terraza, desde la que se dispone de una completa visi¨®n panor¨¢mica de la Habana Vieja, los hu¨¦spedes cenan. Disfrutan de la privile-giada ubicaci¨®n, algo indiferen-tes a la concreta realidad que les rodea.
Muy cerca, en los alrededores del Floridita, c¨¦lebre por ser el local en el que Hemingway recalaba a diario a tomar sus daiquiris, las jineteras confraternizan animadamente con los numerosos polic¨ªas tra¨ªdos en cantidades masivas del Oriente para garantizar la seguridad en la zona. De vez en cuando, interrumpen la charla para acercarse, descaradas, al turista y susurrarle al o¨ªdo sus ofertas: "S¨¦ lo que est¨¢s deseando, mi amor..." (y a continuaci¨®n la procacidad correspon-diente). A su lado, hombres j¨®venes ofrecen casi a voz en grito todo aquello que suponen que el visitante puede andar buscando: paladares, puros de la mejor marca, productos contra el colesterol de colaterales efectos afrodis¨ªacos, ron... Si no se ha hecho muy tarde, todav¨ªa se puede ver pasar alg¨²n grupo de colegialas de ¨²ltimos cursos de primaria, hermosas preadolescentes con su faldita reglamentaria de color mostaza, la camiseta con la imagen del ni?o balsero acompa?a-da de la leyenda "Salvemos a Eli¨¢n" y el pa?uelo al cuello. Regresan, rezagadas, de la manifestaci¨®n semanal ante la Oficina de Intereses Norteamericanos.
Esta noche la cena en el Plaza est¨¢ siendo amenizada por un tr¨ªo de m¨²sicos. Circula entre las mesas, ofreci¨¦ndose a interpretar las piezas que los clientes tengan a bien solicitarles. A mi lado, una turista norteamericana, entrada en a?os y en carnes, parece estar impaciente aguardando la llegada del conjunto. Cuando por fin se colocan, disponibles, ante ella, les formula trabajosamente su petici¨®n: chi guevagua. Los m¨²sicos entienden sin dificultad (parecen acostumbrados a los encargos confusos) que se refiere a Hasta siempre, la bella guajira de Carlos Puebla, y emprenden de inmediato, con elegancia cansina, la interpretaci¨®n de la melod¨ªa. Levemente aturdido por la ingesti¨®n de demasiadas cervezas fr¨ªas, contemplo la escena. La turista, con pinta de no entender gran cosa de lo que dice la letra, escucha embelesada, mientras rebusca al tacto en su regazo, como si no quisiera ni distraerse mirando el monedero, algunos billetes de un d¨®lar con los que gratificar a los m¨²sicos.
Intento que mi cabeza no se deslice hacia lo demasiado f¨¢cil, hacia todo aquello que parece imposible dejar de pensar cuando se est¨¢ en Cuba: qu¨¦ se hizo de un sue?o tan limpio, en qu¨¦ ha venido a dar aquel gigantes-co estallido de ilusi¨®n colectiva (con los viejos himnos revolucionarios convertidos en motivo de entretenimiento para el turista), qu¨¦ siniestro designio hace que, una y otra vez -con la tenacidad de un destino, con la obstinaci¨®n de una condena- los hombres no consigan que libertad e igualdad puedan convivir bajo el mismo techo... Me esfuerzo por permanecer en un plano meramente descriptivo, por ser capaz de registrar, sin m¨¢s, lo que est¨¢ ocurriendo. Por empaparme de lo que pasa. En el fondo, temo que el aturdimiento pueda acabar transform¨¢ndose en confusi¨®n; me fastidia pensar que, sin darme cuenta, tal vez est¨¦ buscando -proverbial actitud del intelectual- que la realidad certifique los esquemas que tra¨ªa conmigo.
En este momento el tr¨ªo ha iniciado el estribillo, la emotiva despedida anunciada desde el mismo t¨ªtulo de la canci¨®n: "Hasta siempre, comandante". Y entonces, justo cuando est¨¢n pronunciando esas palabras, el camarero encargado de retirar los platos que quedan abandonados en las mesas pasa por detr¨¢s del tr¨ªo. No puedo evitar reparar en ¨¦l. Es un tipo com¨²n, de mediana edad, m¨¢s bien bajito y de piel oscura: probablemente tenga, como tanta gente en este pa¨ªs, un esclavo entre sus antepasados. Observo que ¨¦l tambi¨¦n est¨¢ cantando la canci¨®n. Se sabe la letra y algo de ella le hace sonreir. Parece feliz. Intuyo que en esa sonrisa se esconde un elemento importante para entender lo que siente y piensa este pueblo, pero no me veo en condiciones de elaborarlo. Mejor dejarlo aqu¨ª. Adem¨¢s, la canci¨®n ha terminado y, sin la ayuda de la m¨²sica, las ideas parecen haberse desactivado, haber perdido toda su intensidad originaria. Emprendo el camino de salida pero, antes de abandonar definitivamente la terraza, echo la vista atr¨¢s, con el reflejo del que teme haberse dejado algo. La gorda contin¨²a encantada. Ahora el tr¨ªo de m¨²sicos, agradecido por la propina, le est¨¢ obsequiando con La cucaracha. Decididamente, es el momento de irse.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa en la Universidad de Barcelona.
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