Las apariencias.
Pensamos una cosa y decimos otra. As¨ª, sin m¨¢s, sin meditar las posibles consecuencias. De ah¨ª que nos encontremos en el reinado de lo obvio.Nuestros pol¨ªticos, y muy en especial los que est¨¢n en el candelero, los que definen y poseen soluciones para todos los posibles problemas, los descifradores de lo natural, de lo que est¨¢ ah¨ª como realidad inesquivable, como realidad que reclama soluciones y no an¨¢lisis m¨¢s o menos metaf¨ªsicos, tienen esa propiedad. Pero lo que ellos entienden por cuestiones filos¨®ficas est¨¢ a muchas leguas del juego lucubrador, del pensamiento activo, de lo que m¨¢s de una vez advirti¨® Heidegger, a saber, que las metaf¨ªsicas pueden desaparecer, esfumarse, pero que lo que en ninguna saz¨®n se borrar¨¢ del esp¨ªritu de la criatura humana es ese af¨¢n por perforar en los misterios de la realidad. Misterios complej¨ªsimos y sumamente arduos de desentra?ar. La funci¨®n del pensamiento nunca termina y siempre est¨¢ comenzando de nuevo.
Por eso son necesarios los fil¨®sofos. Cada fragmento de la verdad posee su propio territorio. Unos y otros descubren el solar in¨¦dito y a ¨¦l aplican sus esfuerzos lucubradores. Yo desconf¨ªo por sistema de aquellos que repiten e insisten iterativamente en los propios hallazgos.
Son esos que muestran una tendencia obsesiva a decir siempre las mismas cosas con aire de descubrimientos transcendentes. Eso, y en particular en lo que caen los pol¨ªticos, sobre todo los de vuelo gallin¨¢ceo. Los que pretenden descubrir el Mediterr¨¢neo a cada paso. Los que abundan en este pa¨ªs de nuestros pecados. Las osad¨ªas, en pol¨ªtica sobre todo, se pagan. Y con r¨¦ditos cuantiosos. Por eso ya comenzamos a sentirnos un tanto cansados de la mon¨®tona cantinela. En consecuencia, nos replegamos sobre nosotros mismos. Y a la pregunta difusa sobre qui¨¦nes somos respondemos invariablemente con una duda. No sabemos qui¨¦nes somos ni ad¨®nde nos conducen nuestros pasos. S¨®lo sabemos que caminamos por la existencia por un carril que, propiamente hablando, no es el nuestro. Diversas circunstancias nos lo han impuesto. Quiz¨¢ una de ellas, y no siempre la menor, sea la de que esa circunstancia se adapte de manera perfecta a lo que constituye nuestro propio ser.
Entonces no sintamos ning¨²n temor. Sigamos nuestro camino. Aunque la intemperancia reiterativa del cuco nos advierta que ese camino es el equivocado. ?Qu¨¦ sabe el advertidor animal! Para avanzar es menester desligarse de todas, absolutamente todas, las precauciones. Y pisar firmemente en el suelo de la realidad.
Esa realidad que jam¨¢s enga?a por atractivos que sean sus cantos de sirena. Esa realidad que un esp¨ªritu tan fuerte como Danton no dud¨® en calificar de "¨¢spera". Esa realidad que est¨¢ situada m¨¢s all¨¢ de toda contradicci¨®n. Esa realidad para la que hoy por hoy el esp¨ªritu humano no dispone en sus entendederas de explicaci¨®n condigna. Intento con esto decir que la intelecci¨®n del enigma de la conducta humana sigue siendo un misterio, a pesar de los avances fabulosos de la Psicolog¨ªa contempor¨¢nea. Hay un n¨²cleo de contradicci¨®n ¨²ltima en la conducta del ser humano que posee misteriosa sustancia. A ella no es capaz de llegar, ni por asomo, el af¨¢n disecador de la conducta de la persona.
Y ah¨ª radica el cogollo, el n¨²cleo mismo del problema. Analizamos, y entendemos muchos de los m¨®viles de la conducta del ser humano. Pero, si somos sinceros con nosotros mismos, enseguida caeremos en la cuenta de que la esencia del problema se nos escapa.
?Por qu¨¦, y en ¨²ltima raz¨®n, tal sujeto se degrada hasta caer en los abismos de lo inhumano? ?Por qu¨¦ tal otro se entrega a la m¨¢xima donaci¨®n, a la heroica donaci¨®n de la propia persona? S¨ª, ya s¨¦ que las explicaciones abundan, y yo mismo podr¨ªa citar algunas. Pero eso no basta. ?Por qu¨¦? Pues sencillamente porque esas aclaraciones son no m¨¢s que rodeos, que excursiones a lo largo de una realidad impenetrable en s¨ª misma. De una realidad misteriosa. Estamos alanceados por las inc¨®gnitas, y a ellas nos atenemos como si en realidad fuesen verdades inconcusas. Por eso a ellas dedicamos nuestra atenci¨®n y, quiz¨¢, o sin quiz¨¢, nuestro fervor intelectual.
La realidad, o, si se quiere, la verdad, nos obliga a ser sinceros con nosotros mismos. Esa fidelidad a lo que no es aut¨¦ntico posee una fuerza de arrastre emocional, y no digamos intelectual, que nos conduce, a lo mejor sin darnos cuenta de ello, sin percatarnos, a lo m¨¢s excelso de nuestra persona. A aquello que resulta inevitable. De ah¨ª la pura contradicci¨®n, la m¨¢xima apor¨ªa. El misterio, la inc¨®gnita en la que cada cual consiste.
La base de la realidad, el terreno nutricio, viene dado por la capacidad fecundante. Y una tierra s¨®lo da cosechas si se la ampara con la esperanza de que aquel terreno en apariencia bald¨ªo resulte capaz de simiente. De entrega de sus inesperados frutos. He ah¨ª la funci¨®n sagrada de la esperanza. Esperamos, siempre esperamos. Y quiz¨¢ en esa aparente y resignada expectativa radique lo m¨¢s meritorio y lo m¨¢s valioso del ser humano. ?Por qu¨¦? Pues sencillamente porque en el aguardar radica un fen¨®meno esencialmente humano, radicalmente personal, a saber, el talante propio de cada cual. Aguardamos, esperamos lo mejor para nosotros mismos. Y en esa ilusi¨®n mantenemos el tipo.
Quiero decir con ello que en ese saber sostenerse cuando las ondas parecen ahogarnos radica la extrema elegancia que va desde la serenidad con la que afrontamos el peligro de la anihilaci¨®n personal al buen arte de eludir el inminente riesgo.
Hay una seguridad que no depende de la propia, espec¨ªfica persona. Una seguridad que pende, como un sutil y fino hilo, del juicio de los dem¨¢s. Somos, en parte sustantiva, lo que los otros se imaginan que uno es. Y por eso cruzamos la existencia como embozados.
Cada cual defiende como puede su propia originalidad. En eso consiste el estilo personal. En eso, y no en otra cosa. Ser persona no estriba en acumular cargos m¨¢s o menos importantes, t¨ªtulos y dem¨¢s zarandajas. Ser persona estriba en poder desnudarse de esos adornos como uno es, en puris naturabilis. Lo otro es oficio del sastre. Y los trajes son la gran enga?ifa, la esencial mentira. Esto ya lo adivin¨®, con su habitual perspicacia, el genio pesimista de Schopenhauer. Por eso advirti¨® de que todo nuestro ser es mentiroso, y s¨®lo a trav¨¦s de esa falsedad puede adivinarse, a veces y no siempre, nuestro verdadero pensamiento, como a trav¨¦s de los atuendos "la forma del cuerpo".
Domingo Garc¨ªa Sabell es escritor.
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