Internautas
En la vastedad del mundo se asienta nuestra ciudad y, en la ciudad, entre un anonimato de construcciones, el lugar del domicilio. Dentro de cada casa hay un rinc¨®n para agazaparse y todav¨ªa, al fin de ese reducto, aparece la pantalla del ordenador, el ¨²ltimo alv¨¦olo. La intimidad que antes se confiaba a un o¨ªdo trasl¨²cido pasa hoy a los grandes salones del ciberespacio y millones de personas transfieren all¨ª sus secretos, desatan sus inhibiciones, ofrecen su privacidad en las noches de Internet, abocadas al universo que ha inaugurado una tecnolog¨ªa impensable. Esa ciberplateada oscuridad, repleta de ojos y signos humanos, plagada por infinidad de carnes fantasmas o sin faz, canjean sin cesar relatos, noticias, modos de seducci¨®n, mentiras.En el surtido de tal cosmos no existen fieras, ni rocas, ni vientos, ni hospitales. S¨®lo se encuentra una energ¨ªa transparente y suave, igual que acaso fuera el ser humano en la m¨¢s primitiva concepci¨®n: el ser humano como una bendita o una maldita idea y sin otra contig¨¹edad que la de sus semejantes aligerados. Un mundo as¨ª no lo hab¨ªamos conocido nunca y s¨®lo lo hab¨ªamos supuesto como el posible paraje al que advendr¨ªamos despu¨¦s de muertos, entre la fecha de la esquela y el juicio final, en cuyo periodo las almas, desprovistas de cualquier peso, se relacionar¨ªan entre ellas como espectros sobre una realidad igual a cero. Esta realidad invisible, sin embargo, est¨¢ ahora aqu¨ª en las noches dom¨¦sticas de Internet, entre seres vivos y tangibles antes de adentrarse en el ordenador personal desde un ¨¢ngulo de la casa. En ese paso al m¨¢s all¨¢ se perder¨¢ toda mol¨¦cula de carne, pero en el viaje se guardar¨¢ la codicia, el humor, la ira o la lujuria para reproducir, en los contactos, el sabor de los condimentos humanos y experimentar con los genomas b¨¢sicos, la versi¨®n en osamenta digital de lo que fundamentalmente somos. Lo que somos a continuaci¨®n, desprendidos de la aglomeraci¨®n del cuerpo, m¨¢s verdaderos que con la completa personalidad a cuestas. O tan libres como si por un prodigio de la pantalla electr¨®nica hubi¨¦ramos superado el trago y la censura de la mortalidad y, en consecuencia, pudi¨¦ramos hablar, francamente, sin misterio de uno mismo y de todo; una vez muertos.
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