La rebeli¨®n de las mesas
Parece mentira, pero hubo un tiempo en este pa¨ªs en que comer bien quedaba un poco reaccionario. Luego nos dijeron que no hac¨ªa falta renunciar a todos los placeres del cuerpo para ser un rojo redomado, as¨ª que dejamos de hacer el gilipollas y nos volvimos partidarios de la felicidad. Seg¨²n los sabios la rebeli¨®n empez¨® con la comida, luego pas¨® a la bebida y al final se extendi¨® a toda la mesa. No s¨¦. Lo que si s¨¦ es que desde entonces, cuando era un adolescente "cerrrado de barba y de mollera" -como dice Quevedo de los extreme?os-, siento una desconfianza instintiva por los abstemios, a menos que lo sean por rigurosa prescripci¨®n m¨¦dica, aunque tampoco conf¨ªo demasiado en quienes empiezan a beber antes del desayuno. En la Antolog¨ªa griega se lee una explicaci¨®n parcial de esta desconfianza: "Temo al hombre que s¨®lo bebe agua, y por tanto recuerda al d¨ªa siguiente lo que hemos hablado durante toda la noche". Estoy dispuesto a admitir que, siempre que se bebe con moderaci¨®n, el agua no puede hacer da?o a nadie (lo dijo Mark Twain, que siempre acierta), pero s¨®lo a condici¨®n de que se me conceda que no hay un solo moralista serio que no haya vindicado el vino. Algunos, por supuesto, se apresuraron a ponerse en guardia contra sus peligros, y Montaigne escribi¨® un duro alegato contra la embriaguez, a la que llam¨® "le pire estat de l'homme". Como lo hicieron S¨¦neca y Nietzsche, que en p¨¢ginas inapelables defendi¨® que el ser humano alcanza la delicia de la existencia en la embriaguez, me permitir¨¦ discrepar de Montaigne. Claro que s¨¦ que hay quien convierte el vino en un veneno, y que llevaba toda la raz¨®n Shakespeare cuando escribi¨® que el vino provoca el deseo, "but takes away performance"; pero, qu¨¦ quieren que les diga, aunque no me parece una actividad demasiado atractiva, considero que cualquiera tiene derecho a matarse como le plazca, y que tire la primera piedra quien no haya pegado nunca un gatillazo. De m¨ª s¨¦ decir que, desde que me hice partidario de la felicidad, mi imagen de ¨¦sta coincide plenamente con la del doctor Johnson, que en momentos de desdicha se imaginaba siempre a s¨ª mismo en una taberna, rodeado de amigos muy queridos, con un buen vaso de vino en la mano y desbarrando sin freno acerca de cosas de las cuales nadie se acordar¨¢ al d¨ªa siguiente.Ahora el escenario no es una taberna, sino el jard¨ªn con estanque de Tusquets, donde la editorial ha tenido la peligrosa idea de montar una cuchipanda de mediod¨ªa, con acopio de vinos espectaculares y en¨®logos con cachet, para presentar Vinos de Espa?a, de Juli¨¢n Jeffes, un exhaustivo recorrido por los vinos de por aqu¨ª. Todos los en¨®logos coinciden en que Espa?a ha experimentado en los ¨²ltimos veinte a?os una verdadera revoluci¨®n vitivin¨ªcola, en que la gente se ha vuelto m¨¢s culta y, por tanto, m¨¢s partidaria de la felicidad y, por tanto, del vino, en que el libro de Jeffes es, como dice uno de ellos, "un magnifico libro de viajes vin¨ªcolas". Sin embargo, el se?or Perib¨¢?ez, vicepresidente del Cercle Catal¨¤ de Tastadors, discrepa: sostiene que el de Jeffes no es un libro para el gran p¨²blico, sino para el comendador. Ya estoy a punto de levantar el dedo para preguntar si el comendador al que se refiere el se?or Perib¨¢?ez es el de Oca?a cuando, del silencio s¨®lido que se ha hecho en el jard¨ªn, deduzco que no ha dicho comendador sino conocedor y, como es la segunda vez que oigo a un presentador mostrarse reticente con el libro presentado (la primera acab¨® a paraguazos), una vocecita me dice al o¨ªdo que me vuelva para ver si en el estanque hay pira?as. Pero en ese momento Toni L¨®pez, el editor de Tusquets, que para eso es arist¨®crata, dice que all¨ª se ha invitado a la gente para que diga lo que le d¨¦ la gana. A continuaci¨®n, el resto de los en¨®logos discrepan del discrepante; a la tercera copa de champa?a, el discrepante parece a punto de discrepar de s¨ª mismo.
Acaba la presentaci¨®n, pero no la cuchipanda; de hecho, empiezan los vinos. Hay much¨ªsimos. L¨ªderes de la rebeli¨®n de las mesas, los en¨®logos se convierten en rebeldes sin pausa y los prueban todos (aunque no desbarran); yo tambi¨¦n (lamento no poder decir lo mismo). A la sexta copa, con un par de lamparones de Vega-Sicilia en la camisa, le pregunto al se?or Perib¨¢?ez si, hip, abunda el alcoholismo entre los de su gremio, y en el acto comprendo que acabo de delatarme, porque el interfecto me mira con aire de haber descubierto a un extreme?o cerrado de barba y de mollera, momento en el cual me acuerdo de Lichtemberg, que expuso otro argumento de peso contra los abstemios ( "la moderaci¨®n presupone el placer; la abstinencia, no. Por eso hay m¨¢s abstemios que moderados"), y trato de escaparme del jard¨ªn sin que nadie lo advierta, cosa imposible debido a los tumbos que doy y a la posici¨®n de fun¨¢mbulo que, al pasar junto al estanque, me veo obligado a adoptar, y ya estoy agradeci¨¦ndole a la Providencia que no haya permitido que me caiga al agua cuando la vocecita infalible de Mark Twain acude a explicarme el milagro: "Dice el proverbio que la Providencia protege a los ni?os y a los idiotas. Es cierto. Lo s¨¦ porque lo he comprobado personalmente".
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