Lecci¨®n de anatom¨ªa en Petra
Son las seis de la ma?ana y nos encontramos ante la taquilla de entrada a Petra. Hay que aprovechar las horas de menos calor. Los turistas, en esta ¨¦poca del a?o -con temperaturas que pueden llegar a los 45 o incluso los 50 grados y una sequedad que corta el aliento-, suelen ser franceses, italianos, espa?oles. En fin, m¨¢s bien meridionales. Apenas vemos estadounidenses, alemanes, ingleses o n¨®rdicos paliduchos. Ellos se suelen reservar los meses del invierno, m¨¢s caros. El guardia, desde la garita, nos da la bienvenida: "Welcome to Jordan!". El jordano es un pueblo hospitalario, educado y sonriente. Probablemente, herencia de sus antepasados beduinos, los legendarios n¨®madas del desierto.Entramos en el desfiladero o Siq, un largo y estrecho pasillo excavado por un r¨ªo entre imponentes paredes de arenisca, salpicado con algunos relieves y peque?as tumbas. Decidimos hacerlo a pie. Ya hay demasiado tr¨¢fico y un olor nauseabundo debido a las bostas de los pocos cuadr¨²pedos a los que a¨²n se permite circular por aqu¨ª. All¨¢ abajo, all¨ª dentro, aguarda Petra, la ciudad rosa, uno de los espect¨¢culos m¨¢s impresionantes de la tierra, a pesar de las hordas de turistas, que al desembocar ante el edificio del Tesoro o Khasn¨¨ parecen perder por completo la cabeza y empiezan a pulular de un lado a otro, como sin rumbo, saltando de una tumba a la siguiente, de asombro en asombro. Se cruza uno con sus propios compa?eros de viaje y no tiene palabras, se aparta con una sonrisa o con la boca abierta y el cuello contorsionado y al poco vuelve a chocar con otro. Como consecuencia de la excitaci¨®n y gracias a la enorme extensi¨®n de la ciudad, las masas se van diluyendo poco a poco. Uno podr¨ªa creer que lo sabe casi todo -por las gu¨ªas, la televisi¨®n, el cine-, pero, como textualmente dice un libro sobre Petra que parece traducido por un esperantista borracho, llegado al lugar, hasta "el m¨¢s tetr¨¢gono de los materialistas no puede evitar el atropello emotivo". ?Ser¨¦ yo una tetr¨¢gona? No. Demasiadas curvas. ?Ser¨¦ s¨®lo una materialista? En cualquier caso, los colores que me rodean -rojo, rosa, berenjena, ocre, naranja, amarillo, azul, blanco- demuestran que la piedra m¨¢s pobre puede superar al m¨¢rmol.
Al cabo de las horas, tras haber visitado el teatro, las tumbas de la Urna, de la Seda, la Corintia, la de Sextius Florentinus, la v¨ªa columnada, el templo de los Leones Alados, etc., con la subida al edificio de El Deir, una ascensi¨®n de media hora por una escarpada senda, las gentes vuelven a aglutinarse. Un franc¨¦s se para, jadeando y apret¨¢ndose el coraz¨®n. Su mujer pide ayuda. Un abanico, una cantimplora y unos minutos de descanso. Nos adelanta una hermosa ni?a beduina, descalza y conduciendo un burro-taxi. La pasajera grita y cierra los ojos en cada revuelta del camino. Pero el esfuerzo merece la pena. En las alturas, Petra es todav¨ªa m¨¢s fascinante.
Al mediod¨ªa, vuelve a producirse una gran concentraci¨®n. Los turistas nos repartimos por los restaurantes y chiringuitos. Caras extenuadas, botas y deportivas llenas de polvo, brazos ca¨ªdos. Tras llenar el buche, lo mejor es quedarse en uno de estos puestos de comidas, tomando un t¨¦ de menta tras otro, para recuperar fuerzas y para, desde la silla, contemplar los cambios de la luz y del aire, sin abusar de las piernas. Al cabo de un par de horas, podemos reiniciar la marcha. Visitar tranquilamente los museos, las excavaciones en curso o contemplar la puesta de sol desde alg¨²n punto alto. A estas horas, el p¨²blico cambia radicalmente de aspecto y de costumbres. Los turistas se han retirado a dormir la siesta a sus hoteles. Ahora entran los jordanos, con sus largas t¨²nicas. Los hombres, vestidos de blanco. Las mujeres, de colores oscuros. Caminan con otro ritmo, m¨¢s lento, como el de los dromedarios. Un grupo de j¨®venes juega al f¨²tbol entre las ruinas. El suelo est¨¢ plagado de trozos de cer¨¢mica nabatea. Con la excusa de ver el partido, nos volvemos a sentar. Un pestilente aroma nos sirve para encontrar una cabra muerta y, sobre ella, el que ser¨¢ mi amuleto: una cuenta de collar hecha de cuerno, labrada. Poco despu¨¦s, un hombre muy abrigado y de edad indefinida me hace se?as para que me siente junto a ¨¦l, sobre una manta que tiene semidesplegada en el suelo de tierra. Le saludo en su idioma y ¨¦l, complacido, se dispone a darme una clase de ¨¢rabe. Va se?alando distintas partes del cuerpo. Ayn, dice. Ojo, le digo. Anf, dice. Nariz, digo. Fam, boca. Dhaqan, barbilla. Unq, cuello. Katif, hombro. Sonr¨ªe maliciosamente y, con elegancia, salta a los pies. Tobillo, rodilla, muslo. Esto se pone feo. Socarr¨®n, me se?ala el ast. Mi marido sonr¨ªe, de pie junto a nosotros. Me parece que la clase de anatom¨ªa ha terminado por hoy. Me levanto, me sacudo esa parte de cuyo nombre no quiero acordarme y, con una de mis mejores sonrisas, que a estas horas no ser¨¢ ya de color rosa, me despido de mi improvisado profesor. Me vienen a la memoria unos versos de Nizar Kabbani, magn¨ªfico poeta sirio: "Tu pecho, tan redondo como el punto encima de la l¨ªnea, tan beduino como los granos de cardamomo". ?Qu¨¦ no hubiera dicho nuestro amigo de haberle dado tiempo a bajar y a subir con tan elemental diccionario!
La noche se nos echa encima. Y la magia, pues el Siq, ahora, aparece lleno de velas. Es jueves, v¨ªspera de la fiesta musulmana. La ¨²nica noche de la semana en la que Petra permanece abierta. El viento no consigue apagar las vacilantes llamas. Han tenido el cuidado de colocar las candelas dentro de unas peque?as bolsas de papel. "?Mira, la figura de un elefante!". Entusiasmada, se?alo una pared. ?Habr¨¦ descubierto un nuevo relieve? Poco despu¨¦s, pasa una pareja de italianos y ¨¦l exclama: "Guarda, un elefante!" Mi alma de arque¨®loga se desinfla. A la salida, el guardi¨¢n de esta ma?ana nos est¨¢ esperando y me ofrece una flor. As¨ª son los hombres en esta parte del mundo. Como pr¨ªncipes de las Mil y una noches.
Berta V¨ªas Mahou (Madrid, 1961) es autora de la novela Leo en la cama (Espasa Calpe, 1999) y de La imagen de la mujer en la literatura occidental (Anaya, 2000).
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.