Un cuento de encargo (1)
La mujer mir¨® las nubes, algodonosas e inm¨®viles bajo la ventanilla del avi¨®n, y, luego, se recost¨® de nuevo en su asiento y cerr¨® los ojos.Vest¨ªa completamente de azul. Era rubia, de una edad imprecisa, entre los treinta y los cuarenta a?os. Parec¨ªa como si el tiempo hubiese dejado en ella m¨¢s huellas de las que le corresponder¨ªan.
Su compa?ero de asiento, un hombre joven, con aire de ejecutivo, la mir¨® de reojo por encima del peri¨®dico. Hab¨ªa subido al avi¨®n en M¨²nich, donde hizo escala, y ocup¨® en ¨¦l el asiento que hab¨ªa dejado libre el anterior compa?ero de la mujer: otro hombre solo, ¨¦ste de m¨¢s edad, que no par¨® de observarla durante la hora y media que dur¨® el vuelo desde Budapest.
La mujer hizo como si no se enterara. Comenzaba a estar cansada de tanta vigilancia, pero estaba acostumbrada. Pese a todo, segu¨ªa siendo atractiva y estaba ya habituada desde ni?a a que los hombres la vigilaran. Adem¨¢s, su pensamiento estaba ahora muy lejos de aquel avi¨®n. De hecho, hac¨ªa ya varios d¨ªas que viv¨ªa con la mente en otra parte, como si aquella llamada al cabo de tantos a?os la hubiese despojado de repente de todo anclaje en la realidad. Ni siquiera pensaba en aquellas nubes que parec¨ªan haberse quedado presas bajo sus p¨¢rpados...".
El escritor se frot¨® los suyos y encendi¨® otro cigarrillo.
?Ad¨®nde le llevaba aquella historia? Y, sobre todo, ?qui¨¦n era aquella mujer?
Eran las dos de la madrugada. Llevaba ya una hora sentado al ordenador y lo ¨²nico que se le hab¨ªa ocurrido en todo ese tiempo era aquella media p¨¢gina que no sab¨ªa por qu¨¦ hab¨ªa escrito ni ad¨®nde pod¨ªa llevarlo. En la casa, mientras tanto, su mujer y su hijo dorm¨ªan pl¨¢cidamente, ajenos a sus tribulaciones.
Me voy a quedar un rato, le hab¨ªa dicho a aqu¨¦lla cuando volvieron a casa de una cena con amigos que termin¨®, como siempre, con una ¨²ltima copa en un bar de la Gran V¨ªa. All¨¢ t¨², le dijo ella, que al d¨ªa siguiente ten¨ªa que madrugar.
Estuvo casi una hora dando vueltas por la casa. Mientras su mujer se desmaquillaba y se preparaba para ir a dormir (el ni?o, cuando llegaron, ya estaba en el quinto sue?o), ¨¦l anduvo dando vueltas por la casa, del sal¨®n a la cocina y de ¨¦sta a su despacho, esperando a que se le ocurriera algo. Pero no se le ocurr¨ªa nada. Tan s¨®lo im¨¢genes sueltas o retazos de argumentos que apenas le convenc¨ªan. Alguno, incluso, le pareci¨® directamente digno de su mayor enemigo.
-?Qu¨¦ haces? -se asom¨® su mujer al pasillo, con el camis¨®n ya puesto, antes de irse a la cama.
-Nada. Pensando.
Encendi¨® la televisi¨®n. Algunas veces, lo hac¨ªa mientras se daba un descanso o mientras pensaba el p¨¢rrafo o el cap¨ªtulo siguiente al que acababa de escribir. Pero, ahora, ni siquiera hab¨ªa empezado nada. Al contrario, ni siquiera sab¨ªa a¨²n de qu¨¦ quer¨ªa escribir. La televisi¨®n tampoco le ayud¨® a encontrar ideas. De canal en canal, con ayuda del mando, recorri¨® todas las emisoras y lo ¨²nico que encontr¨® fueron concursos horteras, pel¨ªculas sin sentido y publicidad. Nada, en fin, que le mostrara un camino o le abriera una rendija al callej¨®n en que se encontraba.
Volvi¨® a apagar la televisi¨®n. Se dirigi¨® a su despacho, que estaba al lado, y se sent¨® frente al ordenador. Segu¨ªa sin saber de qu¨¦ escribir, pero por alg¨²n sitio ten¨ªa que empezar. Aquella imagen de la mujer que hab¨ªa visto hac¨ªa poco en un viaje a Budapest quiz¨¢ le sirviese como punto de partida. Al fin y al cabo, pens¨®, hasta el peor novelista sabe que detr¨¢s de cada rostro hay una historia y aquel rostro se le qued¨® grabado por algo.
Era una mujer extra?a. Ven¨ªa sentada delante, en el asiento de la ventanilla. A su lado viaj¨® siempre otra persona (primero, un hombre mayor y, luego, desde M¨²nich, otro joven), pero ella no habl¨® con ellos en todo el viaje. A ¨¦l le dio por pensar que deb¨ªa de ocultar alg¨²n misterio, tan bella era y tan silenciosa.
Pero, ?cu¨¢l pod¨ªa ser su misterio? ?Un gran amor perdido? ?Un pasado tormentoso? ?Quiz¨¢ una pena infinita?
El escritor, de momento, se atrevi¨® a poner un t¨ªtulo: La mujer de azul. Lo mir¨® luego durante un rato y decidi¨® empezar a escribir: "La mujer mir¨® las nubes, algodonosas e inm¨®viles bajo la ventanilla del avi¨®n, y, luego, se recost¨® de nuevo en su asiento y cerr¨® los ojos".
No le disgust¨® del todo. Para empezar, situaba la escena correctamente y le daba pie al siguiente p¨¢rrafo: "Vest¨ªa completamente de azul. Era rubia, de una edad imprecisa, entre los treinta y los cuarenta a?os. Parec¨ªa como si el tiempo hubiese dejado en ella m¨¢s huellas de las que le correspondieran". Hasta ah¨ª, todo correcto. Para no saber a¨²n de qu¨¦ trataba la historia, el relato empezaba con fuerza. Posiblemente, la fuerza que le daba aquel misterio que, sin duda, aquella mujer ten¨ªa.
Pero, ?cu¨¢l era el misterio?; o sea: ?cu¨¢l era el argumento del relato? Porque, puesto a seguir escribiendo, pod¨ªa hacerlo, sin duda, contando los pormenores y detalles del avi¨®n, incluso aventur¨¢ndose a pensar qui¨¦n era aquella mujer, pero llegar¨ªa un momento en el que el cuento se embarrancara. Su costumbre de escribir partiendo de una idea indefinida o de una imagen serv¨ªa para la novela, que al fin y al cabo es un mundo, pero no para un relato, que exige precisi¨®n y concisi¨®n desde el principio.
Pese a ello, sigui¨® escribiendo: "Su compa?ero de asiento, un hombre joven, etc¨¦tera", hasta llegar a aquel p¨¢rrafo: "Hac¨ªa ya varios d¨ªas que viv¨ªa con la mente en otra parte, como si aquella llamada al cabo de tantos a?os la hubiese despojado de repente de todo anclaje en la realidad. Ni siquiera pensaba ya en aquellas nubes que parec¨ªan haberse quedado presas bajo sus p¨¢rpados...".
Como tem¨ªa, ah¨ª el relato se embarranc¨®. ?En qu¨¦ pensaba, entonces, la mujer? ?Qui¨¦n hab¨ªa hecho aquella llamada? ?Era ¨¦sta la culpable de su viaje? Y, sobre todo, ?ad¨®nde se dirig¨ªa y por qu¨¦?
El escritor se frot¨® los ojos. Las preguntas se agolpaban en su mente como cerezas entrelazadas, pero segu¨ªa sin tener respuesta para ninguna. Adem¨¢s, el cansancio comenzaba a hacerle efecto. Eran las dos de la madrugada y aqu¨¦l hab¨ªa sido un d¨ªa muy duro. Lo mejor ser¨ªa dejarlo y seguir al d¨ªa siguiente.
Apag¨® el ordenador. La historia se disolvi¨® como un sue?o en la pantalla. Como se disolver¨ªa tambi¨¦n en cuanto ¨¦l se durmiera y la mujer se desvaneciera como las nubes bajo sus p¨¢rpados. Al fin y al cabo, pens¨®, no era m¨¢s que una disculpa para escribir un relato.
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