Un cuento de encargo (3)
Pero pasaron los d¨ªas (pas¨® incluso una semana) y segu¨ªa sin ocurr¨ªrsele una historia. La de la mujer de azul acab¨® en la papelera y muchas otras quedaron tambi¨¦n por el camino apenas las hab¨ªa comenzado. Historias de todo tipo, desde las que comenzaban al m¨¢s puro estilo negro: "Est¨¢ muerto, dijo el hombre y, con las mismas, volvi¨® a tapar el cuerpo", hasta las que pretend¨ªan arrancar con una intriga que se resolver¨ªa, como es costumbre, a lo largo del relato.Prob¨® en todos los estilos, incluso con aquellos que nunca le gustaron. El realista, por ejemplo, que nunca entendi¨® muy bien (?para qu¨¦ describir algo que ya est¨¢ en la realidad?), o el hist¨®rico, que le parec¨ªa lo mismo, s¨®lo que justificado por la distancia. Ninguno le acab¨® de convencer ni le sirvi¨® para seguir escribiendo.
El problema era que segu¨ªa sin saber de qu¨¦ escribir. Daba vueltas y m¨¢s vueltas a los temas, ensayaba con todos los estilos, pero segu¨ªa sin encontrar esa historia que te hace seguir escribiendo sin poder detenerte un instante, salvo para encender un cigarro o buscar un adjetivo. Eso era lo importante: encontrar un argumento que no cayera de pronto, una historia que creciera, en lugar de desinflarse poco a poco, como le ocurr¨ªa con todas las que hab¨ªa comenzado. Porque un cuento no es el tema, ni siquiera el planteamiento de partida, sino la trama que va creciendo a medida que sus hilos se entrelazan.
Pero los ¨²nicos hilos que se le entrelazaban eran los que le ten¨ªan sujeto desde hac¨ªa una semana a su despacho. A medida que los d¨ªas transcurr¨ªan, y, sobre todo, a medida que iba viendo que el tiempo se le echaba encima sin que hubiera comenzado a¨²n nada en serio, esos hilos invisibles eran cada vez m¨¢s fuertes y, lo que era m¨¢s preocupante, amenazaban con ir creciendo hasta terminar de ahogarlo.
El escritor pens¨® que quiz¨¢ lo mejor fuera tirar de cualquiera de ellos, agarrarse a cualquier cosa, sin esperar necesariamente a que le convenciera del todo, y seguir escribiendo por ah¨ª hasta ver d¨®nde le llevaba. Pero eso ten¨ªa un riesgo: el de pasar varios d¨ªas trabajando en una historia que, al final, se le volver¨ªa en contra. Porque el problema no era escribirla, ni siquiera que al final terminara abandon¨¢ndola, sino la rabia y la frustraci¨®n que esa p¨¦rdida de tiempo y de energ¨ªa sin duda le dejar¨ªa. Lo sab¨ªa ya de otras veces y ahora volv¨ªa a comprobarlo.
Decidi¨® hacer un descanso. Quiz¨¢ un paseo le despejar¨ªa y le dar¨ªa fuerzas para empezar de nuevo. Incluso, pens¨® mientras se vest¨ªa, a lo mejor encontraba por la calle ese relato que llevaba ya buscando varios d¨ªas.
En la calle, el sol ca¨ªa con fuerza, ajeno a sus pensamientos. Como tambi¨¦n pasaban ajenos los escasos peatones que a esa hora -el mediod¨ªa- se arriesgaban a enfrentarse a la can¨ªcula. Era un s¨¢bado de julio (el 10 de julio, para m¨¢s se?as) y la ciudad ard¨ªa como una antorcha bajo el sol inclemente del verano.
?Qui¨¦n le mandar¨ªa a ¨¦l comprometerse a escribir un cuento con el calor que hac¨ªa ahora? Era la ¨²ltima vez que lo hac¨ªa, se dijo, mientras miraba la calle.
Por la Castellana abajo, el escritor fue viendo term¨®metros en los que la temperatura era cada vez m¨¢s alta. 40 grados marcaba el ¨²ltimo, a la altura de la plaza de Col¨®n. El escritor busc¨® una terraza. Una cerveza fr¨ªa le vendr¨ªa bien y qu¨¦ mejor lugar para tomarla que la del Caf¨¦ Gij¨®n. Estaba cerca y ten¨ªa el aliciente de que tal vez en ella se le ocurriera algo. Al fin y al cabo, el Gij¨®n era el caf¨¦ literario de Madrid por excelencia y las novelas y los relatos deb¨ªan de flotar entre sus mesas.
Desde su sitio, entre los casta?os, el escritor observ¨® el caf¨¦. A trav¨¦s de sus ventanales, ve¨ªa las cabezas de la gente y, entre ellas, reconoci¨® las de varios escritores conocidos. Charlaban animadamente, sin preocuparse porque el tiempo se les fuera de vac¨ªo. Seguramente, ninguno de ellos ten¨ªa que escribir un cuento largo, y mucho menos para dentro de diez d¨ªas. Qu¨¦ suerte tienen, pens¨®, mir¨¢ndolos con envidia.
-?Qu¨¦ va a ser? -le dijo el camarero, acerc¨¢ndose a preguntarle.
-Una cerveza -solicit¨® el escritor, volviendo a la terraza.
Estaba casi vac¨ªa. Mucha gente se hab¨ªa ido ya de vacaciones y, los que no, deb¨ªan de estar comiendo. Apenas una pareja y dos hombres con aspecto de extranjeros (seguramente eran profesores de alguna universidad a la caza del escritor ind¨ªgena) ocupaban dos de las mesas de las muchas que llenaban la terraza. Estaba claro que all¨ª tampoco se le iba a ocurrir nada.
Prob¨® con el peri¨®dico, que ese d¨ªa inclu¨ªa el suplemento literario. A juzgar por la lectura de las cr¨ªticas, todos los libros que en ellas se rese?aban relataban magn¨ªficas historias: "Fulanito o el arte de contar", "La gran novela de X", "Menganito regresa a la ficci¨®n", eran algunos de los titulares. Aunque, por lo que dec¨ªan despu¨¦s, no eran tan originales. El que no hab¨ªa escrito del tiempo, lo hab¨ªa hecho del amor o de su infancia. Incluso, hab¨ªa uno que se hab¨ªa atrevido a contar su vida, como si eso le interesara a alguien.
Estaba claro que de all¨ª no sacar¨ªa una idea. Ni de all¨ª ni del caf¨¦. Como el escritor sab¨ªa por experiencia, la verdadera literatura estaba en otra parte.
En otra parte, s¨ª; pero, ?d¨®nde? ?D¨®nde estaba ese relato que buscaba in¨²tilmente desde hac¨ªa ya diez d¨ªas sin conseguir que se le apareciera? ?En las p¨¢ginas de los peri¨®dicos? ?En las historias de sus amigos? ?En la mirada del camarero que contemplaba aburrido, desde su parapeto de sombra, la terraza?
El escritor abon¨® la cuenta y se dispuso a volver a casa. Ya hab¨ªa perdido bastante tiempo y cada vez le quedaba menos. Y, adem¨¢s, ya eran las tres y empezaba a tener hambre.
Por la Castellana arriba, mientras, de regreso a casa, caminaba arrimado a las sombras de los ¨¢rboles, el escritor record¨® sus ¨¦pocas de estudiante, cuando cada minuto era oro en v¨ªsperas de los ex¨¢menes. Tanto escribir para esto, para seguir como un estudiante, pens¨® mientras caminaba.
Pero lo peor le esperaba en casa. Apenas abri¨® la puerta, su mujer le llam¨® desde el pasillo con inequ¨ªvocos gestos de que cogiera el tel¨¦fono.
-?Qui¨¦n es?
-Del peri¨®dico -le dijo ella, pas¨¢ndoselo.
Ni siquiera le dio tiempo a saludar.
-?C¨®mo va eso? -era la voz del director en persona.
-Bien -minti¨® ¨¦l, sin reaccionar.
-?Te queda mucho a¨²n?
-La mitad, m¨¢s o menos -volvi¨® a mentir sin dudarlo. Ya tendr¨ªa tiempo, se dijo, de hacer que fuera verdad.
-No me falles -le insisti¨®, pese a ello, el director, como si no se fiara de ¨¦l.
Continuar¨¢
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