Un cuento de encargo (y 6)
La v¨ªspera de la fecha, el escritor ya estaba entregado. No hab¨ªa comenzado nada y ya no ten¨ªa ni tiempo.Sentado en el bar de enfrente, donde pasaba los d¨ªas, el escritor sopesaba ahora las consecuencias de su fracaso. El director a¨²n no sab¨ªa nada, pero tendr¨ªa que dec¨ªrselo. Mejor, quiz¨¢, cuanto antes.
Pero, ?c¨®mo iba a dec¨ªrselo? ?Con qu¨¦ cara iba a llamarle y decirle sin pre¨¢mbulos que no contara con su relato?
Ten¨ªa que haberlo hecho hac¨ªa ya varios d¨ªas. Al principio, cuando se comprometi¨® a escribirlo (?para qu¨¦ lo habr¨ªa hecho?, volvi¨® a pensar otra vez), o la primera semana, cuando se empez¨® a dar cuenta de que le iba a costar hacerlo y todav¨ªa ten¨ªan tiempo de buscarle un sustituto. Pero, ahora, ya era tarde. Ahora, era una faena porque ya no hab¨ªa ni tiempo de buscar alternativas. Tendr¨ªan que levantar la p¨¢gina del peri¨®dico o rellenarla con publicidad.
Pero tampoco eso era tan f¨¢cil. No era una p¨¢gina suelta, sino una p¨¢gina entera durante seis d¨ªas seguidos. Y, adem¨¢s, formaba parte de un proyecto colectivo: cinco cuentos, cada uno de un autor, durante cinco semanas.
El escritor se angusti¨® a¨²n m¨¢s. Seguro que los dem¨¢s entregar¨ªan todos sus cuentos. Y con tiempo, algunos de ellos. Seguramente, adem¨¢s, hab¨ªan escrito cuentos muy buenos o, por lo menos, entretenidos. Los cuatro eran muy distintos, cada uno de su padre y de su madre, pero todos eran profesionales.
El ¨²nico que iba a fallar era ¨¦l. El ¨²nico de los cinco y el primero, quiz¨¢, tambi¨¦n en la historia del peri¨®dico. "?Qu¨¦ desastre!", pens¨®, imaginando lo que dir¨ªan.
Pero, ?qu¨¦ pod¨ªa hacer ¨¦l? Si no era capaz de escribir un cuento, si no se le ocurr¨ªa una historia que pudiera servir para un relato, aunque fuera un simple cuento de verano, no iba a sacarla con f¨®rceps de donde no ten¨ªa nada. Uno pod¨ªa ser responsable de sus defectos, pero no de su falta de invenci¨®n.
Aunque tampoco era falta de imaginaci¨®n. Seguramente, ¨¦l ten¨ªa tanta o m¨¢s que los otros escritores (al menos, as¨ª dec¨ªan los cr¨ªticos); lo que le suced¨ªa era que no quer¨ªa emplearla. No quer¨ªa escribir por escribir. Para eso, ya hab¨ªa bastantes.
Su problema no era ¨¦se; su problema, y su equivocaci¨®n, hab¨ªa sido comprometerse a escribir aquel relato cuando, desde hac¨ªa ya tiempo, ten¨ªa la cabeza en otra parte. En la novela, que era lo que le importaba, y en un ensayo sobre el paisaje que ya ten¨ªa empezado. ?C¨®mo iba a escribir un cuento si lo que le interesaba ahora era la reflexi¨®n? La verdad es que siempre le hab¨ªa interesado ¨¦sta (ah¨ª estaban sus novelas como prueba), pero ahora m¨¢s que antes. Cada g¨¦nero tiene su ¨¦poca, y la de contar, sin m¨¢s, ya se le hab¨ªa pasado.
Contar y encantar contando, ¨¦sa era la esencia del relato, seg¨²n otro escritor amigo suyo. Contar y encantar contando y, tambi¨¦n, crear personajes que les llevaran a los lectores los pensamientos del escritor. Pero ¨¦l ya no quer¨ªa crear historias y personajes. Mejor dicho, quer¨ªa s¨®lo en sus novelas. Fuera de ¨¦stas, prefer¨ªa quitarse todas las m¨¢scaras y escribir a tumba abierta, con la verdad por delante.
Pero por delante, ahora, s¨®lo ten¨ªa una verdad. Y ¨¦sta era que se le acababa el tiempo y no hab¨ªa escrito nada. Nada. Ni siquiera un par de folios. Nada que le permitiera justificar su fracaso ante su propia conciencia y que le sirviera al menos de coartada ante el director. Pod¨ªa haber perdido el resto o hab¨¦rsele borrado del ordenador.
El escritor sali¨® del caf¨¦. Camin¨® por la avenida con las manos en los bolsos y, al llegar a la calle de Santa Engracia, decidi¨® tomar un taxi. No sab¨ªa ad¨®nde ir. En cualquier caso, no a casa, donde su mujer le estar¨ªa esperando deseosa de saber qu¨¦ hab¨ªa hecho y de si hab¨ªa llamado ya al director.
Decidi¨® ir al Retiro. Junto al estanque, entre los ¨¢rboles, al menos no pasar¨ªa calor. Ya ni siquiera aspiraba a encontrarse alguna historia por la calle ni a que las musas se la inspiraran. Hac¨ªa ya mucho tiempo que hab¨ªa dejado de creer en ellas a fuerza de no encontrarlas.
Su intuici¨®n le llev¨® al estanque y, de all¨ª, hasta el Palacio de Cristal. Hab¨ªa ni?os jugando, gente mirando los patos, familias sobre la hierba, parejas bajo los ¨¢rboles. Gente, en fin, desocupada, como correspond¨ªa al verano. Todos parec¨ªan felices, excepto ¨¦l. ?l era el ¨²nico que desentonaba en aquel marco de paz.
Cuando se cans¨® de verlos, dio la vuelta por el parque. Sali¨® a la calle por Alcal¨¢ y se dispuso a volver a casa. Estaba ya atardeciendo. Un atardecer espl¨¦ndido, como todos los ¨²ltimos en la ciudad.
Cuando lleg¨® a su casa, era ya casi de noche. La gente iba y ven¨ªa paseando por las calles u ocupaba poco a poco los bancos de los jardines. Todos parec¨ªan felices de que terminara el d¨ªa; todos, excepto ¨¦l.
-?Qu¨¦ pas¨®? -le pregunt¨® su mujer al verlo, claramente preocupada.
-Nada -respondi¨® ¨¦l.
-?Nada? -volvi¨® a preguntarle ella.
-Nada, mujer -su sonrisa no indicaba ninguna crispaci¨®n.
Cenaron casi en silencio, viendo la televisi¨®n. Como desde que empez¨® el verano, apenas hab¨ªa noticias. Alg¨²n incidente aislado en el Pa¨ªs Vasco y los consabidos fichajes futbol¨ªsticos. Se ve¨ªa que la actualidad tampoco estaba inspirada.
Tras la cena, baj¨® al perro y dio un paseo por la manzana (su mujer se qued¨® en casa ba?ando y durmiendo al ni?o). Hac¨ªa una noche espl¨¦ndida. No se ve¨ªan estrellas, pero se adivinaban. Y, a lo lejos, hacia el sur, se ve¨ªan fuegos artificiales. Deb¨ªa haber verbena en alguna parte.
Regres¨® a casa. Hizo tiempo en el despacho ojeando unos papeles (los del ensayo que hab¨ªa empezado sobre el paisaje) y a la una se fue a dormir. Su mujer ya estaba en la cama.
-Te quiero -le dijo, abraz¨¢ndola por detr¨¢s.
-Y yo -le respondi¨® ella, medio dormida.
-El domingo nos vamos a la playa.
-Bueno -asinti¨® ella, extra?ada.
Fue entonces, cuando ya empezaba a dormirse, cuando las primeras sombras del tiempo y de la conciencia empezaban ya a invadirle poco a poco, como a la mujer de azul del cuento que nunca logr¨® escribir, cuando se le ocurri¨® la idea. ?C¨®mo no se le hab¨ªa ocurrido antes?
Se levant¨® y corri¨® hacia el despacho. Conect¨® el ordenador y se sent¨®. Despu¨¦s, encendi¨® un cigarro y, por fin, escribi¨® el t¨ªtulo:
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