El jubileo de Carmen Balcells
Cuando la conoc¨ª, pronto har¨¢ de eso cuarenta a?os, llevaba en la cabeza un rodete de se?ora buena y era tan sensible que la menor contrariedad la hac¨ªa llorar como una Magdalena. Para entonces, ya hab¨ªa administrado una compa?¨ªa teatral que desapareci¨® antes de estrenar una pieza, exportado al mundo entero unas m¨¢quinas que ella llama telares (pero yo s¨¦ que eran trenes), y, de la mano del novelista rumano exiliado Vintila Horia, abierto una agencia literaria que desfallec¨ªa de inanici¨®n hasta que el joven Carlos Barral, flamante director literario de Seix Barral, le encarg¨® que gestionara los derechos extranjeros de sus autores. ?ste fue un momento providencial para Carmen Balcells, para los escritores de nuestra lengua y para la industria editorial de Espa?a y Am¨¦rica Latina, principalmente, pero tambi¨¦n la de otros pa¨ªses, que, a consecuencia de la intrusi¨®n en sus predios de este torbellino procedente de la Catalu?a rec¨®ndita, experimentar¨ªa una transformaci¨®n radical y ser¨ªa poco menos que catapultada a la modernidad.
Que esta afirmaci¨®n parezca hoy exagerada da la exacta medida de lo profundos e irreversibles que fueron los cambios en las costumbres editoriales que la Mam¨¢ Grande de Barcelona -llamada tambi¨¦n, a veces, la agente 007- provoc¨®. A poco de iniciar sus tareas al servicio de Seix Barral, Carmen Balcells descubri¨® que la verdadera funci¨®n de una agente literaria no era representar a un editor frente a otros editores, sino a los autores ante quienes los publicaban. Entonces, acudi¨® donde Carlos Barral, y ¨¦ste entendi¨® (era, claro est¨¢, el ¨²nico editor que hubiera podido entender una cosa as¨ª) y le devolvi¨® la libertad y acept¨® que, a partir de entonces, los contratos de edici¨®n los firmar¨ªan los autores, s¨ª, pero las condiciones de cada contrato las discutir¨ªa la editorial con ella, la provincianita de Santa Fe.
Las relaciones que, hasta esa ¨¦poca, exist¨ªan entre escritores y editores en el ¨¢mbito de la lengua eran patriarcales y subjetivas. Autor y editor aceptaban como algo t¨¢cito que la editorial que consent¨ªa publicar un manuscrito nativo hac¨ªa un favor desmedido a su escribidor, y que, por lo mismo, ¨¦ste deb¨ªa corresponder a esa generosidad y ese riesgo asumido por el editor, entreg¨¢ndose a ¨¦l atado de pies y manos, de por vida. Los contratos no ten¨ªan l¨ªmite de tiempo, de modo que, en la pr¨¢ctica, aunque no de iure, hab¨ªa poco menos que una cesi¨®n de propiedad. Era normal que el editor se reservara la exclusiva para gestionar las eventuales traducciones, y que, concretadas ¨¦stas, recibiera por ellas cuando menos la mitad, y a veces las dos terceras partes, de los derechos del autor. A nadie parec¨ªa anormal que las cosas ocurrieran as¨ª, pues as¨ª hab¨ªan sucedido siempre, y, adem¨¢s, hubiera sido de p¨¦simo gusto que los escritores, esos artistas, enturbiaran esa noble y espiritualizada vocaci¨®n que era la suya con s¨®rdidas consideraciones cremat¨ªsticas.
Cuando Carmen Balcells comenz¨®, en los a?os sesenta, a exigir a los editores que aceptaran plazos temporales para los contratos, que renunciaran a la costumbre de reservarse el derecho de gestionar las traducciones, y, a veces, a pedirles controles de tirada y de impresi¨®n, hubo, en el mundo editorial, un esc¨¢ndalo parecido al que conmueve un gallinero en el que se ha metido el lobo feroz. Le dijeron traidora, materialista, pesetera, innoble saboteadora del gay saber, literaturicida y mil lindezas m¨¢s. Ella derramaba vivas l¨¢grimas, pero no daba su brazo a torcer. Le montaron innumerables conspiraciones para ponerla de su lado o asustarla; la amenazaron con apandillarse contra ella y no publicar m¨¢s a sus representados; le metieron juicios; la adularon y trataron de sobornarla; quisieron quitarle a los autores, ofreciendo a ¨¦stos mejores condiciones si prescind¨ªan de su of¨ªdico agente. Todo fue in¨²til. Unos cuantos a?os despu¨¦s, cuando comprendieron que s¨®lo mat¨¢ndola doblegar¨ªan la terquedad metaf¨ªsica de esa matriarca -y ninguno estaba dispuesto a llegar a esos extremos-, y acabaron por rendirse y aceptar que la relaci¨®n editor-autor no pod¨ªa seguir siendo la de anta?o, las costumbres editoriales ya hab¨ªan cambiado sustancialmente, y buen n¨²mero de escritores, gracias a la irresistible ascensi¨®n de Carmen Balcells y a su influencia en el medio editorial, pod¨ªan vivir total o parcialmente de su trabajo, o, por lo menos, trabajar con la sensaci¨®n de que sus derechos eran reconocidos y respetados.
Los editores, que tanto la odiaban, se fueron reconciliando con ella, poco a poco, y, por fin, unos m¨¢s pronto, otros a rega?adientes y tarde, reconociendo que no s¨®lo a los autores, tambi¨¦n a ellos, la se?ora llorona de la Diagonal que los pon¨ªa a parir con cada nuevo manuscrito les hab¨ªa hecho un inmenso servicio, oblig¨¢ndolos a salir de las cavernas y asumir la actualidad. Porque si se conceden buenos anticipos y se aceptan tiempos l¨ªmites para la explotaci¨®n de unos derechos, los editores no tienen otro camino que promover bien los libros, y aguzar el ingenio para llegar a los lectores, y extender sus redes de distribuci¨®n y conquistar nuevos mercados. Todo eso ha sucedido en la industria editorial de nuestra lengua, que es, hoy, una de las m¨¢s din¨¢micas del mundo y la que se halla en mayor ritmo de expansi¨®n, y -aunque ya s¨¦ que a muchos lectores de este art¨ªculo les costar¨¢ creerlo- ello se debe en buena parte a la batalla librada y ganada por este d¨ªnamo con faldas que, cuando las feministas se acercan a felicitarla y alabarla como un ejemplo viviente de lo que ser¨¢ la mujer en el tercer m¨ªlenio, las desmoraliza, asegur¨¢ndoles -entre hipos llorosos, claro- que, en realidad, su vida es un gran fracaso, porque el sue?o que siempre acarici¨® fue ser una mujer-objeto, una s¨ªlfide neur¨®tica, entretenida por los calaveras, con un largo prontuario a sus espaldas de galanes suicidados por su amor.
La historia civil y p¨²blica de Carmen Balcells, aunque important¨ªsima -alg¨²n d¨ªa, biograf¨ªas y ensayos dar¨¢n debida cuenta de ello-, la retrata s¨®lo en parte, deja en la sombra esa extraordinaria, sorprendente calidad humana que hace de ella uno de los seres m¨¢s admirables que me ha tocado conocer. Intratable a la hora de negociar, puede, cinco minutos despu¨¦s de haber estado a punto de morir o matar por la minucia de una cl¨¢usula, echar literalmente la casa por la ventana y abrumar de regalos y cari?os a su adversario, desarm¨¢ndolo, y haci¨¦ndolo sentir un osezno feliz en brazos de la osa regalona. Generosidad es una palabra demasiado encogida para expresar la manera desmesurada y loca como la he visto derrochar su tiempo, su afecto y su patrimonio para ayudar a tanta gente, no s¨®lo a sus autores y amigos, sino tambi¨¦n a conocidos de ocasi¨®n, a escritores menesterosos y a gentes sin historia, cuyo infortunio o mala suerte tocaban ese interior hipersensible del que est¨¢ dotada y del que no s¨®lo mana ese efluvio lacrimal cr¨®nico, tambi¨¦n sus arrebatos sentimentales, y sus pataletas.
A fines de los a?os sesenta, yo ense?aba literatura en el Kings College, de la Universidad de Londres. Ella s¨²bitamente desembarc¨® en mi casa y me orden¨®: "Renuncia a tus clases de inmediato. Tienes que dedicarte s¨®lo a escribir". Le repuse que ten¨ªa mujer y dos hijos y que no pod¨ªa hacerles esa bellaquer¨ªa de dejarlos morirse de hambre. Me pregunt¨® cu¨¢nto ganaba ense?ando. Era el equivalente de quinientos d¨®lares. "Yo te los doy, a partir de este fin de mes. Sal de Londres e inst¨¢late en Barcelona, que es m¨¢s barato". Le obedec¨ª -ya para entonces hab¨ªa descubierto, como un editor cualquiera, que era in¨²til resistir los ucases de Carmen- y nunca me he arrepentido de ello, porque, entre otras cosas, los cinco a?os que viv¨ª en la Ciudad Condal fueron los m¨¢s felices de la vida. Fueron a?os de nuevas amistades, de entusiasmos literarios y pol¨ªticos, de grandes ilusiones, de compartir lo que parec¨ªa ser una inminente revoluci¨®n cultural y social, de la gran modernizaci¨®n de las costumbres, las ideas, los valores y las letras en Espa?a, un proceso que comenz¨® por Barcelona y al que esta ciudad dio, en los setenta, su mayor dinamismo.La casa, la oficina de Carmen Balcells eran el centro de la ebullici¨®n, el nido de todas las conspiraciones, el refugio de los afligidos y la caja sin fondo de los insolventes. A condici¨®n de aceptar su imperio benevolente, de ser d¨®cil y sumiso, uno era feliz. Ella pagaba las cuentas, alquilaba los pisos y resolv¨ªa los problemas de electricidad, de transporte, de tel¨¦fono, de clandestinidad, y aprobaba o fulminaba los amor¨ªos pecaminosos, asist¨ªa a los partos, consolaba a los c¨®nyuges e indemnizaba a las amantes. Felicidades y tragedias, complots y alianzas o desavenencias terminaban siempre en grandes almuerzos, o cenas copiosas presididas por ella, o en excursiones lustrales a su casita de Cadaqu¨¦s. Un d¨ªa que, a horas de la madrugada, en un ingl¨¦s idiosincr¨¢tico, Carmen Balcells trataba de impedir por tel¨¦fono que el editor Roger Klein se suicidara, su hijito de pocos a?os la interrumpi¨®: "Pero ?t¨² no te ocupabas s¨®lo de vender libros, mam¨¢?". Desconcertada, ella recapacit¨®, olvid¨® el tel¨¦fono, y, al otro lado de la l¨ªnea, en el remoto New York, el pobre Roger Klein se ahorc¨®.
Han pasado una punta de a?os desde entonces, y, ahora, Carmen Balcells se ha convertido, sin quererlo ni saberlo, en una figura m¨ªtica, sobre la que corren fant¨¢sticas leyendas a ambas orillas del oc¨¦ano, y cuyo solo nombre hace suspirar de codicia a millares de autores primerizos, que sue?an con poner en sus manos sus manuscritos y sus anhelos. Todos hemos cambiado y, por supuesto, ella tambi¨¦n. Sigue engriendo y ri?endo a los autores en dosis sim¨¦tricas, pero ¨¦stos tenemos ahora que competir, en el dominio del afecto, con sus nietas, por las que se le cae la baba, y sus oficinas han crecido y se han multiplicado hasta rozar la impersonalidad de una trasnacional. Y ella se empe?a en decir, a quien se lo pregunta, que piensa retirarse del mundo citadino, que se va a construir una casa rodeada de ¨¢rboles olorosos en las afueras de Santa Fe, a la que, eso s¨ª, llenar¨¢ de tel¨¦fonos, faxes y computadoras, porque ?c¨®mo podr¨ªa mantener de otro modo el contacto con el mundo editorial, sobre todo en estos a?os, cuando est¨¢ cambiando tanto debido a la revoluci¨®n inform¨¢tica?
No hay peligro, pues. Tenemos Carmen Balcells para rato. Ah¨ª est¨¢, con sus setenta a?os reci¨¦n cumplidos, algo pasadita de peso y con algunos huesos descolocados, pero bullendo de vida y llena de proyectos delirantes, como siempre, esperando que le echen por delante a cualquier editor para com¨¦rselo crudo en un dos por tres.
?Mario Vargas Llosa, 2000. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs SL, 2000.
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