La mano de los pa¨ª?os (2)
RESUMEN: En Londres, un grupo de emigrantes gallegos de los a?os sesenta que trabajan en un hospital se re¨²nen cada noche en el pub Old Crow. Entre ellos est¨¢ Castro, un hombre tranquilo que desprende una especial sabidur¨ªa de la vida. Cuando habla, dibuja las historias en el aire con su mano, y los tres peque?os pa¨ª?os tatuados junto al pulgar parecen remontar el vuelo.
P a ¨ª ? o. Un peque?o p¨¢jaro de color blanco y negro, el pa¨ª?o com¨²n (Hydrobates pelagicus) vive todo el a?o en alta mar, excepto en la ¨¦poca de reproducci¨®n. Es el ave marina m¨¢s peque?a de Europa.(Diccionario de Manuel Seco)
Un d¨ªa se le escap¨® un nombre, Irene, pero Castro nunca nos la present¨®. Cuando dec¨ªa no, ma?ana no puedo, tengo algo que hacer, y la mano cortaba en tajo el aire, sab¨ªamos que ese algo era la tal Irene, que supusimos inglesa o irlandesa, pues ¨¦l hab¨ªa pronunciado Air¨ªn. Y le cantamos la vieja canci¨®n que alguna noche de s¨¢bado animado cerraba la velada en el Old Crow: Irene, good night! Irene, good night!, good night, Irene! Good night, Irene! Irene, good night!
El pelo de Castro era tan cano que le rejuvenec¨ªa la cara. De siempre lo recordaba as¨ª, como te?ido por una nevada lejana. Brome¨¢bamos. ?Cu¨¢ntos tacos tiene esa princesa en cada pierna? Los viejos no deben enamorarse, Castri?o. ?Y ¨¦l, qu¨¦ edad ten¨ªa ¨¦l? Pens¨¢ndolo bien, yo sent¨ªa a su lado esa rara sensaci¨®n, la de saber todo sobre ¨¦l y no saber nada. Por eso me extra?¨® que aquella ma?ana de domingo, al atravesar Queen's Park, con un orballo que nos lavaba la cara, me hablase de su cita con Irene. ?bamos a la agencia de viajes, en Portobello, a recoger los billetes de avi¨®n para pasar la Navidad en Galicia. Estaba animado. Iba a llevarle a su madre una manta escocesa.
No te r¨ªas, ?eh?, me advirti¨®. Nos vemos siempre en el museo.
?En el museo? ?En el de las momias?
Una vez hab¨ªamos ido al British. Pas¨¢bamos por all¨ª.
Hab¨ªa un vendedor de casta?as a la entrada, en la puerta de la verja, y eso era algo que la mano de Castro no pod¨ªa resistir. Como tampoco un pu?ado de cerezas, cuando llegaba el verano. Alegre como un ni?o con su cucurucho de casta?as calientes, sigui¨® con la mirada la riada de visitantes y dijo de repente: ?Por qu¨¦ no entramos? A?adi¨®, como para justificarse: Hay calefacci¨®n. Y es gratis.
Lo estoy viendo en la sala de las momias, petrificado delante de una vitrina esquinada, la menos llamativa en apariencia, sosteniendo a media asta el cucurucho como una tea consumida que le tiznaba la mano.
?Te van embalsamar a ti, Castro!, le grit¨® Regueiro para que se moviese.
Pero fue ¨¦l quien nos llev¨® hacia su vitrina.
?Os hab¨¦is fijado? ?La de Dios! ?Tambi¨¦n hac¨ªan momias con los animales de la casa! ?Se llevaban al gato!
Y mucho le dio que cavilar aquel asunto, que esa gente s¨ª que sab¨ªa arar con la muerte, pues qu¨¦ ser¨ªa de aquel m¨¢s all¨¢ sombr¨ªo y herm¨¦tico sin un gato que mantuviera a raya a los ratones.
No, no. En el de las momias, no, sonr¨ªe ahora Castro. En el de las pinturas. En la National Gallery.
Y tambi¨¦n a?adi¨®, como si yo le pidiese cuentas por citarse con una mujer en un museo: Hay calefacci¨®n. Y es gratis.
Pero, ?tambi¨¦n habr¨¢ cuadros?
Hay uno incre¨ªble, de un caballo grande que hasta parece que va a saltar de la pared. Se detuvo bajo la lluvia e hizo un adorno de crines al viento con la mano. Hablaba con entusiasmo: Pero los mejores, los mejores, ?sabes?, son dos que hay de temporales en el mar. Mejores que fotos. ?Mucho mejores! Te sientes zozobrar. All¨ª, en la misma sala del caballo grande.
Y esa Irene, me anim¨¦ a preguntarle, ?qui¨¦n viene siendo?
En realidad, no se llama Irene.
Cort¨® la conversaci¨®n de repente, sali¨® del camino y se adentr¨® en el c¨¦sped. Hab¨ªa una ardilla hurgando entre la hierba y las hojas secas. La ardilla se irgui¨® sobra la cola, escrutando el decidido andar del intruso, con esa forma de interrogante que tienen en la parada de alerta. Pero Castro pas¨® de largo, llevaba una ruta muy precisa, y que me era desconocida. Entonces, lo llam¨¦, pens¨¦ que se hab¨ªa enojado. ?l, sin detenerse, hizo un gesto con la mano, que dec¨ªa espera ah¨ª, ya voy ahora. Se agach¨® para coger algo. Al volver, tra¨ªa sujeto por la punta como la prueba de un crimen el cuello roto de una botella.
?Qu¨¦ feo hace en la hierba!
Tambi¨¦n llov¨ªa, pero con una intenci¨®n de aguanieve, la noche en que salimos para aquel viaje navide?o de vuelta a casa. Era una oferta econ¨®mica, en charter, desde la terminal uno de Heathrow. Hab¨ªamos concertado un taxi, uno de esos cab baratos, sin licencia de parada. Londres dorm¨ªa en un silencio aldeano, de luces t¨ªmidas, cobijadas de ¨¢rboles. Despu¨¦s de tantos a?os, nos coincid¨ªa ir juntos por primera vez, pero ni siquiera de eso habl¨¢bamos en la espera son¨¢mbula y destemplada, en el portal de la torre Trellick. Con el tiempo, la emoci¨®n del retorno es un recuerdo. Al principio, la maleta del emigrante no pesa, por m¨¢s que vaya cargada. Pero luego, aunque el equipaje sea ligero, pesa lo que el hombre que la lleva. Castro era fuerte y, cuando lleg¨® el taxi, cogi¨® la suya y la m¨ªa para cargar.
El conductor result¨® ser un tipo muy joven. Cordial, como si recogiese unos parientes. Era natural de Cachemira, dijo. Escuchaba en la radiocasete m¨²sica de su pa¨ªs, la voz de una mujer, un ir y venir melanc¨®lico que parec¨ªa conectado, en una envolvente danza, al movimiento del limpiaparabrisas. De vez en cuando dec¨ªamos algo de circunstancias. Castro, que iba en el asiento delantero, le pregunt¨® si en Cachemira hab¨ªa tomates. Y ¨¦l sonri¨® y dijo que por supuesto, que era un lugar muy f¨¦rtil. Al poco, mir¨® de reojo a Castro. Su tono de voz se hab¨ªa endurecido de repente: Disculpe, se?or, ?por qu¨¦ me ha preguntado si hab¨ªa tomates en Cachemira? ?Piensa usted que somos un pa¨ªs muy pobre, sin comida?
Pese a aquella extra?a reacci¨®n, Castro le respondi¨® con aplomo. La mano de los pa¨ª?os limpi¨® por su parte el vaho del cristal.
En absoluto, dijo Castro. Se lo pregunt¨¦ porque a m¨ª me gustan mucho los tomates.
El joven volvi¨® a sonre¨ªr. As¨ª que la culpa debi¨® ser m¨ªa. Porque fui yo quien le pregunt¨® si era feliz en Londres. ?bamos ya por el tramo de autov¨ªa que lleva a Heathrow. El joven no respondi¨®. Nos dimos cuenta de que sacud¨ªa la cabeza, luchando contra el sue?o o cualquier otro acecho. Despu¨¦s se inclin¨® un poco m¨¢s hacia el volante y aceler¨®. Primero, de una manera suave, que parec¨ªa ir a la par de la m¨²sica. Pero luego, a fondo, hasta que la aguja de la velocidad se puso a vibrar. Castro apoy¨® la mano de los pa¨ª?os en su hombro: Tranquilo, hombre, tranquilo. Estamos en tiempo.
Y aquella mano fue lo ¨²ltimo que vi antes de que el auto patinara contra el pretil, queri¨¦ndose echar fuera de la autov¨ªa y del cantar de la mujer melanc¨®lica.
Continuar¨¢
Manuel Rivas (A Coru?a, 1957) es autor de ?Que me quieres, amor? -Premio Nacional de Narrativa 1996-, El l¨¢piz del carpintero y Ella, maldita alma. Su obra est¨¢ escrita originalmente en gallego
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