La mano de los pa¨ª?os (3)
P a ¨ª ? o. Un peque?o p¨¢jaro de color blanco y negro, el pa¨ª?o com¨²n (Hydrobates pelagicus) vive todo el a?o en alta mar, excepto en la ¨¦poca de reproducci¨®n. Es el ave marina m¨¢s peque?a de Europa.
(Diccionario de Manuel Seco)
RESUMEN: En Londres, un grupo de emigrantes gallegos de los a?os sesenta trabajan en un hospital como camilleros. Uno de ellos, Castro, desprende una especial sabidur¨ªa de la vida, y su mano, con tres pa¨ª?os tatuados junto al pulgar, ejerce verdadera fascinaci¨®n sobre el narrador. Los dos van a viajar de visita a Galicia cuando, camino del aeropuerto, tienen un accidente en el taxi.
Al despertarse, los enfermos ya han o¨ªdo todo. Mi experiencia de camillero me parec¨ªa de repente una preparaci¨®n, un adiestramiento, como si anduviese a?os dando vueltas para coger las medidas al lugar en el que ahora estaba. Una cama que rodaba por un pasillo de urgencias de mi hospital. O¨ª dec¨ªr que iba inconsciente, pero sab¨ªa qui¨¦n me llevaba. El se?or Sullivan empujaba con una calma veloz, con zancadas contenidas, como si guiara una balsa con el agua por la cintura. Jack Sullivan ten¨ªa siempre una sonrisa espl¨¦ndida. Contaba de su infancia en Fulham que ven¨ªan bretones en bicicleta, cargados de ristras de cebollas, y pregonaban su mercanc¨ªa: ?Cebollas espa?olas, cebollas espa?olas! Al empujar la camilla, siempre dec¨ªa: ?Cebollas espa?olas! Era muy colega de Castro. Se saludaban en el trabajo como dos jugadores despu¨¦s de encestar, batiendo las palmas desde lo alto. Castro dec¨ªa que deber¨ªan pagarle un plus s¨®lo por esa sonrisa, por esas teclas alegres. Ser¨ªa injusto tener un accidente y no disfrutar de la animosa sonrisa del se?or Sullivan, camino del quir¨®fano. Ahora s¨¦ que no abr¨ª los ojos por la verg¨¹enza del superviviente.
El peor del ruido de los hospitales es el de la cremallera de la bolsa de los que expiran. Me hab¨ªa tocado ir en ocasiones con la caja met¨¢lica sobre la camilla. ?bamos un par de hombres. Las enfermeras lavaban con urgencia el cuerpo muerto y luego lo giraban para meter en la funda. Una vez enfundado, lo pas¨¢bamos a la caja met¨¢lica. Las cortinas estaban echadas pero el sonido de la cremallera cortaba el sue?o de los pacientes como un cuchillo de sierra. Si lo hac¨ªas despacio, amortiguando el cierre al m¨¢ximo, no dejaba de o¨ªrse, se prolongaba como un quejido dentado. Si lo hac¨ªas de un tir¨®n, disimulando el cierre con unas toses compasivas, todav¨ªa era peor. Todo se amplificaba como un estruendo de moto. Es lo que tienen las noches de los hospitales, que todos los ruidos son silencios rotos. Un concierto de aver¨ªas. Estos relojes, dec¨ªa Castro en las noches de guardia, tienen mala fe.
Para m¨ª que atrasan en las pruebas de orina.
En el lento y fatigoso despertar de la anestesia, yo ten¨ªa la sensaci¨®n de ir descorriendo diente a diente la cremallera de los cuerpos muertos. Hablaba con mi amigo Castro, pero ya sab¨ªa que Castro estaba en la caja met¨¢lica de la que no se sale vivo. Y aun as¨ª, nuestro avi¨®n se posaba en la vuelta a casa. Era una noche tambi¨¦n muy lluviosa en Galicia. Nadie m¨¢s se bajaba del avi¨®n, los dos solos en el aeropuerto desierto. S¨®lo una mujer de la limpieza con su mandil¨®n azul. Era Rosal¨ªa. Pero, ?qu¨¦ haces aqu¨ª? Limpio la National Gallery y, al acabar, vuelo en la escoba. Estaba muy contenta de vernos, pero Castro apartaba la mirada. Muy concentrado en la cinta inm¨®vil del equipaje, preocupado por la manta escocesa.
A m¨ª Rosal¨ªa me ca¨ªa muy bien. Hab¨ªamos hecho juntos aquel interminable viaje en tren que nos llev¨® en 1961 hasta Victoria Station. No se separaba de un bolso que llevaba abrazado al pecho. Recuerdo que en el paso de Calais, exclam¨®: ?Ah! ?Entonces es verdad que Inglaterra es una isla? Nos re¨ªmos mucho. ?Y qu¨¦ llevas en ese bolso, si se puede saber? Llevo nueces. Y era cierto. En el tren ingl¨¦s, sac¨® nueces y nueces como si fuera la despensa de una ardilla. Despu¨¦s, tuve la tentaci¨®n de cogerla de la mano. Pero se hab¨ªa quedado dormida, acurrucada contra la ventanilla, y no me atrev¨ª. Ya no volvimos a vernos.
Ese amigo tuyo, dijo ahora Rosal¨ªa con iron¨ªa, no est¨¢ muy hablador. Y no me extra?a. ?Menudo plant¨®n me dio!
Estremecido, me di cuenta de que Castro llevaba una manga colgando. Le faltaba la mano de los pa¨ª?os. Tir¨¦ de ¨¦l hacia el avi¨®n.
Pero, ?qu¨¦ pasa?
Hay que volver, Castro, hay que volver cuanto antes.
Descorr¨ª otro poco la cremallera. Regres¨¢bamos al lugar del accidente. Est¨¢bamos los tres tendidos en el arc¨¦n. Las palabras del personal de la ambulancia chapoteaban en el agua y llegaban a mi oreja te?idas de sangre. Dos muertos y un herido. S¨ª, confirmado. Nada que hacer. El herido presenta traumatismo craneal. Herida incisa superficial muy sangrante. Fractura de f¨¦mur. Una mano amputada. S¨ª, en hielo. Personal de Saint Thomas. El herido y uno de los fallecidos. Tarjeta de camilleros. Castro. C-a-s-t-r-o. S¨ª, una l¨¢stima. Vamos all¨¢.
Ten¨ªa que recordar. Otro tir¨®n en la cremallera de los muertos. El coche vuelve a la autov¨ªa, se desplaza tumbado, vuelca. Como la piedra de un sepulcro encima m¨ªa. Estallan los vidrios y los huesos. Uso el mango de la mu?eca para golpear. Otro tumbo del coche. Demonio de puerta. Como una guillotina.
Inmovilizado en mi escafandra de escayola, observo en horizontal el bulto de la mano, posada en alto sobre almohadones. No es un vendaje normal, como si estuviese entoldada. Es la segunda vez que la enfermera levanta las vendas y revisa con mucha atenci¨®n. Le pone un aceite para que las vendas no se peguen en la mu?eca. Tampoco eso es normal. Ella piensa que yo no la veo.
Dicen que hay cuatro escalones cuando se vuelve de la anestesia. No se recuerda el de abajo. Pero tiene que haber un rinc¨®n en la mente donde queda algo grabado. Intento abrir del todo la cremallera. Trato de bucear en ese pantano, noto el roce de las anguilas, revuelvo el limo, las sanguijuelas chupan la sangre agolpada en la mano. Los pa¨ª?os vuelan. ?Es cierto que estaba all¨ª el doctor Lemmon? Una vez me hab¨ªan encargado que lo guiase hasta Histopatolog¨ªa, que eso s¨ª que era un museo, un fondo de miembros y ¨®rganos conservados en glicerina y alcohol. Me explic¨® que trabajaba en un centro sanitario militar especializado en el desarrollo de miembros artificiales. Se estaba llegando a una perfecci¨®n t¨¦cnica incre¨ªble. Ni una quirom¨¢ntica distinguir¨ªa, a simple vista, una mano artificial de la natural. Pero la gran revoluci¨®n, a?adi¨®, como si compartiera una obsesi¨®n, llegar¨¢ con los transplantes.
?Se podr¨¢ transplantar un miembro de una persona a otra?
?Por qu¨¦ no?, dijo convencido. Lo hacemos ya con el dedo pulgar. Incluso el dedo grande del pie puede sustituir al pulgar de la mano sin problema.
No pod¨ªa ver la mano, pero intent¨¦ dibujarla en la mente. Eso me lo hab¨ªa ense?ado un neur¨®logo. Nunca perdemos la memoria de nuestro cuerpo sano. Podemos sufrir cambios y mutilaciones pero el dibujo original permanece. La mente, por ejemplo, conserva las arrugas de los que se hacen cirug¨ªa y las borran de la cara. As¨ª que envi¨¦ a los nervios a que exploraran. Me despreocup¨¦ del resto del cuerpo. No pod¨ªa moverla. Pero me pareci¨® que pod¨ªa dibujarla en la cabeza. Era m¨¢s grande de lo que antes era. Al poco, como un excitante hormigueo, el aleteo de bienvenida de los pa¨ª?os. La mano de Castro respond¨ªa. Estaba viva. Lo m¨¢s curioso es que mi mente no se extra?aba. La reconoc¨ªa como m¨ªa.
Castro nos hab¨ªa contado una historia en el Old Crow. La visi¨®n m¨¢s impresionante del marinero. El combate entre un nerval y un gigantesco pez espada, en el mar de Malvinas. El duelo dur¨® horas. Se acomet¨ªan saltando fuera del agua, en una danza brutal. El capit¨¢n, fascinado, mand¨® poner el barco al ralent¨ª. Cuando contaba aquel combate, la mano de Castro era un gran pez plateado emergiendo entre la espuma. Pronto, mi mano ser¨ªa ese pez.
Continuar¨¢
Manuel Rivas (A Coru?a, 1957) es autor de ?Que me quieres, amor? -Premio Nacional de Narrativa 1996-, El l¨¢piz del carpintero y Ella, maldita alma. Su obra est¨¢ escrita originalmente en gallego.
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