La mano de los pa¨ª?os (y 6)
No sab¨ªa que Castro tuviese una hermana ni que su padre hab¨ªa vivido como un topo despu¨¦s de la guerra. Ni me hab¨ªa contado nada de un estibador gigante que le hizo de padrastro. En realidad, no sab¨ªa nada del pasado de mi mejor amigo. No sab¨ªamos casi nada unos de otros, como si fu¨¦semos arrojando el lastre de la memoria en el tren de la emigraci¨®n, y el ¨²ltimo fardo, en el paso de Calais.Pero los recuerdos volv¨ªan, nos segu¨ªan la pista, acechaban durante a?os, rondaban en la noche, escalaban por los desaguaderos, se deslizaban por las ca?er¨ªas como medusas, por los humedales, por las v¨ªsceras grasientas de la ciudad. Se les o¨ªa, con su jadeo bronqu¨ªtico, tras las chimeneas selladas de las habitaciones de alquiler, en las esquinas de los bloques sociales con nombres ed¨¦nicos. Nos persegu¨ªan en tren de cercan¨ªas, en metro o en bus de madrugada. Al final, siempre daban con nosotros. Y dec¨ªan: Acomp¨¢?enos, suba a esa carroza. ?Caballos, caballos! Los caballos del memorial, cataclop, cataclop, Ladbroke Grove abajo, con su penacho de plumas de avestruz.
?Te das cuenta de que en Londres hay mucha gente que habla sola?, me hab¨ªa dicho un d¨ªa Castro. Quiz¨¢ hablaba de nosotros. De m¨ª. De ¨¦l.
Ahora estaba al lado de aquella ventana que daba a la ensenada de Orz¨¢n. El temporal tiraba sin contemplaciones de la yunta de la noche. S¨®lo parec¨ªa que se le resistiesen las aspas luminosas de la Torre de H¨¦rcules y la voz de la se?ora.
Poco a poco se fue encari?ando con la hermana, dijo la madre de Castro. Porque cuando la ni?a se ech¨® a andar lo primero que se le entendi¨® bien, que dec¨ªa con claridad, era Tino, Tino. ?l la miraba muy serio, sin hacerle arrumacos, pero a la ni?a le daba igual. Esperaba siempre a que ¨¦l llegase de los acantilados con su cubo lleno de colores, de peces, cangrejos y conchas, como si viniese el rey del mar. Y ¨¦l le dec¨ªa que tuviese cuidado con las manos, y le iba explicando el nombre de los bichos. Hasta que ella tuvo una edad para trepar a los pe?ascos e ir tras ¨¦l. No hab¨ªa ya quien los separase. Troito andaba siempre vigilante: Del mar no te f¨ªes, que es un pirata. Pero yo era m¨¢s confiada, estaba feliz de verlos tan unidos. Y de que Albino supiese que era as¨ª. Porque ¨¦l ya empezaba a sentirse muy mal, medio ciego, con la piel llena de manchas, como si cogiese liquen, y con el pecho cavernoso de tantos fr¨ªos y penalidades.
Troito ten¨ªa mucha raz¨®n, cont¨® la madre de Castro. Aquel d¨ªa el mar estaba manso. Tino llev¨® a Sira a los pe?ascos. Le hab¨ªa preparado un sedal para ella e iban como a una fiesta de cumplea?os. Se sentaron en la cabeza de una de esas rocas, la que tiene forma de caballo. Y, de repente, vino un golpe de mar y arrastr¨® a la ni?a. El muchacho lleg¨® a sujetarla, la agarr¨® de la mano, pero el mar regres¨® a por ella con otro golpe.
Bajo la mesa, fuera de la vista de la se?ora, apret¨¦ con rabia la mano tratando de que las u?as se clavasen en la palma. Volvi¨® a abrirse sola, despacio, hasta tensarse como el guante de un herrero.
El muchacho aull¨® como si le arrancase la mano en vivo, dijo la madre de Castro. Todo el lugar oy¨® aquel grito. Y hasta yo deb¨ª sentir algo en la F¨¢brica, que el cuerpo se me puso mal. Fue Troito quien corri¨® hacia las rocas. Se ech¨® al agua y me contaron que braceaba enloquecido, como si quisiera secar el mar. Rastreamos la costa durante d¨ªas, sin encontrar el cuerpo. Cuando hab¨ªan pasado dos semanas, una vecina golpe¨® la puerta despavorida. ?Chelo, Chelo, tu marido! Y all¨ª ven¨ªa Albino, a plena luz del d¨ªa, por el camino de la ribera, renqueante, vestido con sus harapos de pana. Tra¨ªa a la ni?a. Ven¨ªa muy limpia, como una mu?eca de porcelana. El mar la hab¨ªa llevado hasta all¨¢, a la gruta del Congro. F¨ªjese qu¨¦ cabr¨®n.
En esa gruta, en el bajamar, el agua apoza, forma como una nevera cristalina. Desde fuera, est¨¢ oculta a la vista, no hay quien entre, a no ser que conozcas el peque?o t¨²nel cubierto de sargazos. Pero en el acantilado se abren rendijas y entran lanzas de luz. Albino ven¨ªa ido. Hab¨ªa perdido el sentido de la realidad. Cre¨ªa que la tra¨ªa dormida. Y ¨¦l ya no se recuper¨®. Se fue apagando en el lecho. Con las fiebres, murmuraba: Ha de andar por ah¨ª el Caim¨¢n. Y es cierto que todav¨ªa vino el Caim¨¢n a por la presa, d¨ªas despu¨¦s del entierro de la ni?a. Le dije: Pase, pase, que aqu¨ª ya no hay vida que atormentar. ?l torci¨® la cara: Enviar¨¦ a alguien a hacer un parte. Y luego, entre las sombras de la higuera, a?adi¨®: H¨¢game el favor, no le diga que he venido.
Ahora, ella intenta sonre¨ªr: ?Penas! Voy a ver si hay por ah¨ª una botella de algo. Volvi¨® con un aguardiente de guindas. Parec¨ªa muy cansada y arrepentida: No deber¨ªa haber contado todo esto.
?Por qu¨¦?, protest¨¦.
Porque no sirve para nada. S¨®lo para hablar sola. Para eso s¨ª.
Bebi¨® un trago e hizo un gesto de risue?a amargura.
Solt¨¦ la t¨ªpica tonter¨ªa: Pero, al final, ustedes dos salieron adelante.
Lo que siento, dijo la madre de Castro, fue no haberme ido yo tambi¨¦n. Cuando muri¨® Albino, Troito me escribi¨®. ?l hab¨ªa emigrado a Alemania. Fue de los primeros en marcharse all¨¢. De minero, en Aquisgr¨¢n. Me envi¨® dinero para el viaje. Casi no sab¨ªa escribir, pero puso algo muy gracioso: Hay calefacci¨®n, Cheli?o, y es gratis.
Entonces, ?no se march¨®?
Pues no.
Mir¨® el reloj que colgaba de la pared. Un reloj de plato con la Torre de Londres pintada: ?Ya se nos fue el d¨ªa! La mano me acudi¨® a la barbilla en un gesto inquieto.
?No recuerda cu¨¢ndo su hijo se puso el tatuaje de los pa¨ª?os?
Anduvo mucho tiempo sin rumbo, ?sabe usted? Embarc¨® en un pesquero y cuando ven¨ªa del mar s¨®lo acud¨ªa a casa para dormir. Ni dorm¨ªa en cama. Quedaba en la escalera, o tumbado al pie de la higuera. Siempre borracho como una cuba. Pero una vez regres¨® cambiado. Hab¨ªa ido al mar austral, en un congelador. Seis meses sin salir del barco. A m¨ª nunca me gustaron los tatuajes. Le pregunt¨¦ por qu¨¦ se hab¨ªa hecho eso, que le iba a quedar la mano se?alada para toda la vida. Y me dijo: En alg¨²n sitio tienen que posarse los pa¨ª?os. ?l ten¨ªa un fijaci¨®n con aquella mano. Desde que se le hab¨ªa escapado Sira. Fue algo que no pudo entender, le causaba mucho remordimiento.
Al despedirme, le di la mano y sent¨ª que sent¨ªa el calor fr¨¢gil, de ave encogida, de la suya. Afuera, el viento arrancaba lascas del mar que se fijaban en la cara como escamas. Al andar, la mano se hac¨ªa notar, separada, a un palmo de la pierna. Pero yo no le hac¨ªa caso. Dejaba que de vez en cuando adornase en el aire mi conversaci¨®n de solitario.
Nadie se extra?¨® en el Old Crow de que apareciese con cuatro pa¨ª?os en la mano. Me hab¨ªa hecho el tatuaje en la casa Saints, en Portobello, al lado de la sede del Ej¨¦rcito de Salvaci¨®n, donde hay un cartel con una botella que pone Eternidad. Buen licor, s¨ª se?or. Cuando tiraba los dardos y fallaba, que era cada vez, beb¨ªa un trago de la cerveza negra y cuchicheaba en la ensenada de la mano, entre las rocas del pulgar y el ¨ªndice: Tranquilo, Castro, tranquilo. ?No vamos a ganar siempre!
Manuel Rivas (A Coru?a, 1957) es autor de ?Qu¨¦ me quieres, amor? -Premio Nacional de Narrativa 1996-, El l¨¢piz del carpintero y Ella, maldita alma. Su obra esta escrita originalmente en gallego.
Ma?ana, Entre amigos, de Juan Villoro
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