Los sagrados kiwis de Delfos
Los antrop¨®logos nos ense?an que a menudo una civilizaci¨®n puede llegar a estructurarse en torno a un producto de la tierra (una planta o un fruto), el cual, por la importancia de su uso, acaba convirti¨¦ndose en s¨ªmbolo de esa misma civilizaci¨®n. As¨ª ha ocurrido, por ejemplo, con el grano de arroz en las civilizaciones del Extremo Oriente, con la mazorca de ma¨ªz en las antiguas civilizaciones de Hispanoam¨¦rica, con el coco y el eucalipto en Ocean¨ªa o con el d¨¢til y la palmera en ?frica.La planta por excelencia de la civilizaci¨®n mediterr¨¢nea (y de buena parte de Occidente) es, sin duda alguna, el olivo. Y ello hasta tal punto que, si la madre naturaleza no lo hubiera producido, nuestra cultura, tanto en sus s¨ªmbolos como en el arte y en las tradiciones que la caracterizan, tendr¨ªa hoy valores y formas muy diferentes. Tomemos, por ejemplo, la tradici¨®n judeocristiana: en la Biblia, la paloma enviada por No¨¦ fuera del arca despu¨¦s del diluvio trajo a su regreso una rama de olivo en el pico. Era el signo de la paz con Dios, porque el aceite "apacigua las aguas", alimenta, aplaca y proporciona combustible para las l¨¢mparas sacras. El aceite sirve, asimismo, para la unci¨®n de los reyes, de los sacerdotes y de los enfermos. El Mes¨ªas, en el lenguaje b¨ªblico, quiere decir "aquel que ha sido ungido", es decir, consagrado (la palabra hebrea es Mashiah). En el cristianismo, el aceite de oliva mezclado con los b¨¢lsamos se denomina crisma. Se utiliza en el bautismo, en la confirmaci¨®n, en la ordenaci¨®n de sacerdotes, en la unci¨®n de los moribundos (el "Vi¨¢tico").
En la Grecia cl¨¢sica (al igual que en la civilizaci¨®n latina, posteriormente), el olivo pose¨ªa un estatuto privilegiado que alcanzaba incluso a la esfera del mito (Atenea, diosa terrestre, fue quien llev¨®, en pugna con el dios del mar, Poseid¨®n, la planta del olivo a la Acr¨®polis) y que concern¨ªa a lo sagrado, a las empresas memorables o a las distinciones honor¨ªficas. De este modo, las estatuillas de las divinidades dom¨¦sticas eran talladas en madera de olivo, el bosque sagrado de Olimpia era un olivar, a los vencedores de los Juegos se les recompensaba con ramos de olivo, los embajadores llevaban tambi¨¦n ramas de olivo y el lecho nupcial de Ulises y Pen¨¦lope estaba excavado en el tronco de un olivo.
Uno de los olivares m¨¢s antiguos de la Tierra se encuentra en Delfos, y desde Amfissa, a los pies de la monta?a, se extiende a lo largo de varios kil¨®metros para llegar casi hasta el mar. Delfos fue el m¨¢s importante lugar sacro de la civilizaci¨®n griega; era la sede del Templo de Apolo, dios de la luz, en el que la Pitia emit¨ªa sus or¨¢culos. Punto de encuentro de todas las ciudades griegas del Mediterr¨¢neo (desde Asia Menor hasta Italia, desde la pen¨ªnsula Ib¨¦rica hasta el norte de ?frica), era, por lo tanto, un importante centro econ¨®mico y pol¨ªtico tambi¨¦n. All¨ª se hallaba el omphal¨®s, la piedra que simbolizaba el ombligo del mundo, consagrado a Gea, la diosa de la Tierra. Debo confesar que jam¨¢s hab¨ªa experimentado un sentimiento de lo sagrado tan intenso como el d¨ªa en el que, en compa?¨ªa de un amigo griego, pude recorrer en coche la carretera que cruza el milenario bosque de olivos de Delfos. En mi caso, se trataba de un sentimiento de lo sagrado totalmente laico y terreno, que implicaba fundamentalmente respeto, afecto y reconocimiento hacia toda una civilizaci¨®n y una historia que en cierto modo son aquellas a las que pertenezco.
Pero no quisiera callar otro aspecto, quiz¨¢ menos noble, pero no por ello menos importante, de aquella experiencia m¨ªa; me estoy refiriendo a cuando, tras haber atravesado en coche los siglos, llegamos a Galaxidi, a orillas del mar, nos sentamos en la mesa de una taberna y pudimos degustar una raci¨®n de aceitunas de Amfissa y ver c¨®mo nos serv¨ªan un plato de pescado aderezado con ese mismo aceite. Las aceitunas de Amfissa son enormes y de sabor dulce, y su aceite es de los m¨¢s finos y exquisitos: con unas pocas gotas, hasta una simple rebanada de pan se convierte en un alimento digno de un rey. Este aceite ha nutrido a centenares de generaciones, a trav¨¦s de las mejores y peores ¨¦pocas de nuestra historia. De ¨¦l se puede uno fiar.
Hace ya algunos a?os, los sacerdotes de una joven disciplina de origen norteamericano, los llamados "diet¨®logos", difundieron por toda Europa sus teor¨ªas acerca de los da?os que el uso del aceite de oliva pod¨ªa provocar a la salud. Y nos pon¨ªan en guardia ante el olivo, casi como si se tratara de una planta diab¨®lica. Las desmesuradas plantaciones de tristes girasoles que cruzan hoy nuestras autopistas son, en parte, consecuencia de aquella campa?a terrorista. En cualquier caso, hasta para personas poco duchas en las leyes del mercado como yo, no resulta dif¨ªcil comprender que las preocupaciones de aquellos sacerdotes no se refer¨ªan exactamente a nuestra salud. Y tal vez se deba a esas mismas dificultades m¨ªas para descifrar las llamadas leyes del mercado, pero lo cierto es que no he sido capaz de comprender una circular de la Comunidad Europea, dirigida al Ministerio de Agricultura griego, cuya lectura he podido realizar recientemente gracias a algunos amigos de aquel pa¨ªs. En ella se aconseja al Gobierno griego, dado que su aceite no resulta "competitivo" en los mercados frente al aceite espa?ol e italiano, que proceda a abatir el olivar de Delfos, a la vez que se recomienda situar en su lugar una estupenda plantaci¨®n de kiwis, fruta muy apreciada hoy en d¨ªa en las mesas de todo el mundo.
Me gustar¨ªa hacer un sincero llamamiento al sol¨ªcito funcionario de Bruselas responsable de semejante idea. Estimado se?or funcionario de la CE, le dir¨ªa, me doy perfecta cuenta de que en su concepci¨®n de la vida las leyes del mercado son sacrosantas. Sin embargo, y pese a que dichas leyes no tengan en cuenta ni la paloma de Mois¨¦s, ni al Mes¨ªas, ni el Templo de Apolo, ni a la Pitia, ni la cama de Ulises y Pen¨¦lope, se lo ruego, permita que nuestros olivos sigan viviendo en paz hasta que no decidan morir por su cuenta. Es verdad que nuestra ¨¦poca se caracteriza por ser de las m¨¢s desventuradas, pero, francamente, me parecer¨ªa ya demasiado cruel, y tal vez hasta vergonzoso, dejar en herencia a los habitantes del pr¨®ximo milenio los sagrados kiwis de Delfos.
Antonio Tabucchi es escritor italiano. Traducci¨®n de Carlos Gumpert.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.