Terrorismo, miedo y vida cotidiana
El miedo es una reacci¨®n emocional que surge ante la percepci¨®n de una amenaza. De este modo, una persona puede tener temor a la enfermedad, al dolor, a la soledad no deseada, a la muerte, etc¨¦tera. Se trata, en estos casos, de miedos gen¨¦ricamente compartidos, con una mayor o menor intensidad, por la mayor¨ªa de las personas y que responden a la fragilidad constitutiva del ser humano.Hay otros miedos, sin embargo, que emergen de las circunstancias biogr¨¢ficas de una persona o del entorno social en que vive un sector de la poblaci¨®n. A este tipo de temores pertenece el miedo inducido por el terrorismo. En la sociedad espa?ola actual, como en todos los pa¨ªses desarrollados, la mayor¨ªa de la gente muere por enfermedades, accidentes o vejez, y los temores est¨¢n relacionados con estos fen¨®menos. No se cuenta, en el momento hist¨®rico actual, con la expectativa de morir como resultado de un atentado terrorista o de una agresi¨®n provocada deliberadamente por otro ser humano. Precisamente un elemento caracter¨ªstico del progreso de la sociedad actual es que la mayor parte de las personas puedan fallecer ya de mayores, despu¨¦s de haber completado un proyecto de vida y de haber dado continuidad a su existencia en la persona de sus hijos. ?sta es, creo yo, la dimensi¨®n humana de la inmortalidad.
El terrorismo crea un miedo nuevo: el temor a morir contra natura o, en el mejor de los casos, a malvivir como resultado de una atm¨®sfera asfixiante, que afecta fundamentalmente a personas j¨®venes o que est¨¢n en el punto culminante de su quehacer profesional. Al principio este temor se limit¨® a sectores muy determinados (militares y polic¨ªas, pol¨ªticos del Gobierno, empresarios no claudicantes ante la extorsi¨®n econ¨®mica, etc¨¦tera) y se circunscrib¨ªa geogr¨¢ficamente al Pa¨ªs Vasco y, en algunos casos, a Madrid. Pero el ¨¢mbito de los atentados se ha ampliado en los ¨²ltimos a?os, sin dejar de ser objetivos los sectores anteriores, a profesiones diversas (jueces, profesores, periodistas, pol¨ªticos no nacionalistas, etc¨¦tera) y ya se ha extendido a cualquier punto de Espa?a. El terror ha calado hondo y se ha propagado como una mancha de aceite por todos los rincones y grupos sociales. S¨®lo los pol¨ªticos y las personas pertenecientes a sectores nacionalistas, excepto que primen en ellas su profesi¨®n sobre su ideolog¨ªa (como en el caso del empresario Korta), est¨¢n a salvo de la brutalidad terrorista.
?Pero por qu¨¦ est¨¢ ETA interesada en extender el p¨¢nico al conjunto de la sociedad? M¨¢s all¨¢ del ataque concreto a una persona (por otra parte, excesivamente amplificado en los medios de comunicaci¨®n), el terrorismo, que act¨²a con una percepci¨®n de impunidad y que se crece ante el enfrentamiento de los partidos pol¨ªticos democr¨¢ticos, busca la intimidaci¨®n de las personas de ese sector no atacadas (a¨²n) y el desistimiento de la sociedad entera por una mezcla de agotamiento y de crispaci¨®n. De este modo, se intenta crear una desmoralizaci¨®n colectiva y dar p¨¢bulo a las tesis nacionalistas: el terrorismo como expresi¨®n de un conflicto hist¨®rico no resuelto, la ineficacia de las medidas policiales, la necesidad de soluciones imaginativas, etc¨¦tera.
El terrorismo de ETA ha conseguido extender el temor a morir en atentado, a ser objeto de represalias o a vivir en condiciones limitadas a sectores cada vez m¨¢s amplios de la vida espa?ola. Pero importa se?alar que el miedo, m¨¢s all¨¢ de ciertas expresiones pat¨¦ticas (como el habla tartamudeante paralizada por el p¨¢nico que intentaba articular recientemente el alcalde de Marquina para justificar una decisi¨®n inaudita), se expresa sutilmente, de forma no siempre visible, pero con un perjuicio claro en la calidad de vida de una persona.
El miedo se reviste de formas m¨²ltiples en la vida cotidiana. Hay quien opta por abandonar el Pa¨ªs Vasco o por alejarse de cargos pol¨ªticos o representativos que puedan ser comprometidos y ponerle en el disparadero de los terroristas o de sus alevines. En otros casos se adoptan en la conversaci¨®n conductas evitadoras en relaci¨®n con los temas pol¨ªticos de actualidad y no se expresa en p¨²blico lo que se dice en privado, adem¨¢s de utilizar un lenguaje plagado de eufemismos pol¨ªticamente correctos: acciones de violencia (en lugar de asesinatos o terrorismo); organizaci¨®n armada (en lugar de grupo terrorista); derechos humanos (en lugar del derecho a la vida); impuesto revolucionario (en lugar de extorsi¨®n econ¨®mica). Surge as¨ª una comunicaci¨®n entrecortada, un espeso silencio, s¨®lo roto con las personas de confianza y en voz baja (por ejemplo, en un bar o lugar p¨²blico), no sea que vaya a trascender el contenido de lo dicho a personas sospechosas que puedan estar cerca de uno. Ello no obsta para que la tensi¨®n acumulada confiera a las discusiones pol¨ªticas un colorido emocional intenso y puedan adquirir un tono desabrido. No es, por ello, infrecuente que muchas discusiones sirvan para generar fuertes enfrentamientos entre personas de la misma familia o grupos de amigos, que, de esta manera, acaban por distanciarse.
En las personas amenazadas el miedo fuerza a llevar una vida limitada: evitar barrios o lugares tomados por el enemigo (los cascos viejos de las ciudades, por ejemplo); ausentarse de la ciudad por prudencia los fines de semana o los per¨ªodos de vacaciones; vivir con escoltas (una compa?¨ªa impuesta a una soledad ¨ªntima); romper con h¨¢bitos de vida regulares (salir a trabajar a horas diferentes, cambiar de recorridos, no pasear solo ni por los mismos lugares, mirar los bajos del coche, echar un vistazo a los alrededores de la casa antes de abandonarla). Pero este cambio de vida, sobre todo lo relacionado con los h¨¢bitos, supone un gran esfuerzo y un derroche de energ¨ªas considerable porque las personas somos animales de costumbres que tendemos a automatizar las conductas habituales para desplegar nuestra energ¨ªa en aquello que realmente nos importa.
La soledad no deseada es el resultado final al que aboca esta situaci¨®n. A ella se llega, en unos casos, cuando uno reh¨²ye los contactos sociales por prudencia o por no querer comprometer a otras personas con dichos contactos; en otros, por rechazo de los dem¨¢s a tener relaci¨®n con personas amenazadas, a las que se evita como apestadas. En ¨²ltimo t¨¦rmino, la espontaneidad de la relaci¨®n social con vecinos, compa?eros de trabajo, etc¨¦tera, queda ensombrecida por la desonfianza.
Pero, adem¨¢s, el temor genera una situaci¨®n de sobresalto permanente. Una persona que se siente amenazada se mantiene en un nivel de alerta, se sobresalta ante un ruido de origen desconocido, le infunde sospechas ver cerca de su casa a una persona que desconoce, se alarma ante llamadas telef¨®nicas inhabituales, est¨¢ excesivamente pendiente de los noticiarios, etc¨¦tera. Todo ello genera una fatiga cr¨®nica y, en ¨²ltimo t¨¦mino, una p¨¦rdida del disfrute de la vida.
El sistema de creencias aparece asimismo alterado. Una situaci¨®n cr¨®nica de miedo lleva a la desconfianza de los m¨¢s pr¨®ximos (?cu¨¢ntas veces se han filtrado datos que han permitido ejecutar un atentado o cometer un secuestro por personas cercanas a la v¨ªctima?), a una falta de esperanza en la soluci¨®n del problema y a una p¨¦rdida de ilusi¨®n para emprender nuevos proyectos. La intolerancia y la rigidez de pensamiento, junto con la percepci¨®n de los adversarios pol¨ªticos como enemigos, son frecuentemente el resultado de todo ello.
Respecto a las personas no amenazadas, ¨¦stas hacen frente a la situaci¨®n de diversas maneras. En unos casos, con el coraje c¨ªvico de enfrentarse a los verdugos -ah¨ª est¨¢ la labor admirable de las organizaciones pacifistas y de los profesionales ejemplares que no se amilanan ante las posibles amenazas- all¨ª donde se produce una conculcaci¨®n de los derechos m¨¢s elementales; en otros -los m¨¢s-, con una dedicaci¨®n a la vida privada y laboral, sin mezclarse con las personas amenazadas y sin procurar molestar a los verdugos en el ejercicio de su profesi¨®n o en la expresi¨®n de sus ideas.
No deja de ser sorprendente el embotamiento de la sensibilidad en amplios sectores de la poblaci¨®n a que puede llevar un ambiente social enrarecido por la existencia habitual de amenazas, s¨®lo roto por la vivencia personal de la violencia en uno mismo o en seres queridos (v¨¦anse el ejemplo reciente del diputado del PNV Anasagasti en relaci¨®n con el percance sufrido por su madre en un autob¨²s incendiado o el cambio de ideas del abogado de HB Esnaola a ra¨ªz de haber sufrido ¨¦l mismo un atentado).
Perm¨ªtaseme descender a algunos ejemplos extra¨ªdos de la vida diaria de mi ciudad (San Sebasti¨¢n). Porque m¨¢s all¨¢ de los an¨¢lisis pol¨ªticos abstractos est¨¢ la realidad cotidiana de las personas concretas. Hay algo profundamente insano en el entramado social cuando uno se acostumbra a ver pasar -pasear es un verbo excesivo en este contexto- por el paseo de La Concha a Fernando Savater -un pensador insobornable- rodeado de dos escoltas; a ver a los hijos peque?os de Mar¨ªa San Gil -una concejal valiente del Partido Popular- en el parque vigilados por amigos de la familia porque no es prudente que ella juegue con sus hijos en un parque p¨²blico; a leer en la prensa local que Antonio Berist¨¢in -un jesuita y crimin¨®logo comprometido con las v¨ªctimas- es reconvenido por sus superiores eclesi¨¢sticos por criticar las actitudes pol¨ªticas del obispo Seti¨¦n y se le exige una especie de censura previa a sus escritos de opini¨®n; o a enterarse de que M¨ªkel Azurmendi -un profesor ¨ªntegro de la Universidad del Pa¨ªs Vasco- se ve obligado a marcharse por las constantes amenazas de que ha sido objeto. Al mismo tiempo, y en la misma ciudad, uno puede ver pasear a los pol¨ªticos nacionalistas con sus parejas, o acompa?ados de sus hijos o amigos, paseando como cualquier ciudadano normal, sin restricciones en sus movimientos.
?ste es un breve muestrario. Todos los ciudadanos pagamos los mismos impuestos; todos no tenemos, sin embargo, los mismos derechos. Que no haya un clamor popular, especialmente procedente de los compa?eros de las personas afectadas (profesores no amenazados, pol¨ªticos nacionalistas, etc¨¦tera) ante este hecho y que se considere simplemente como una expresi¨®n del conflicto es un muestra, cuando menos, de degradaci¨®n moral.
El miedo s¨®lo puede ser combatido cuando las v¨ªctimas plantan cara a la situaci¨®n temida y se exponen a ella. Pero ello requiere que las v¨ªctimas -no necesariamente h¨¦roes- se sientan arropadas socialmente, apoyadas jur¨ªdicamente y alentadas por la reacci¨®n ejemplar de una sociedad que debe apoyar a los pol¨ªticos democr¨¢ticamente elegidos, respaldar a la polic¨ªa sin ning¨²n tipo de complejos y anteponer inequ¨ªvocamente el derecho de todos a vivir con libertad y con respeto a la dignidad humana sobre cualquier reivindicaci¨®n pol¨ªtica.
Enrique Echebur¨²a es catedr¨¢tico de Psicolog¨ªa Cl¨ªnica en la Universidad del Pa¨ªs Vasco.
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