Las caras de prestidigitador RAFAEL ARGULLOL
Muchos pintores de la ¨¦poca moderna han mostrado una aut¨¦ntica obsesi¨®n por el autorretrato. Courbet se pint¨® repetidamente a lo largo de 40 a?os; Van Gogh, Munch o Bacon aceleraron la autocontemplaci¨®n obsesiva en los ¨²ltimos a?os de su vida. El autorretrato, insinuado en los inicios del Renacimiento, llega a su esplendor en el trayecto que va de Durero a Rembrandt. Su apoteosis, sin embargo, tiene lugar en la modernidad, a medio camino entre la exaltaci¨®n narcisista y el baile de m¨¢scaras que quiere camuflar desesperadamente la inminencia de la muerte.La serialidad en los autorretratos pict¨®ricos es una b¨²squeda de movimiento que contrarreste el estatismo inevitable de la pintura. En una misma direcci¨®n han sido varios los fot¨®grafos que han confesado haberse fotografiado implacablemente todos los d¨ªas, buscando tal vez un cauce del tiempo paralelo al del r¨ªo de la vida. El resultado es imprevisible: se hace dif¨ªcil saber si la captura minuciosa de la propia imagen aumenta o disminuye la sensaci¨®n de fugacidad. Tampoco la apuesta es clara si de lo que se trata es del conocimiento, y no podemos afirmar que el autorretratista sistem¨¢tico se conozca mejor que el individuo que se niega a contemplarse incluso en el espejo.
El autorretrato pict¨®rico, y en menor medida el fotogr¨¢fico, puede perseguir en ocasiones un juego de identidades entre el artista y los espectadores. Algo se revela y simult¨¢neamente se vela; lo que parec¨ªa unitario y di¨¢fano se hace m¨²ltiple y oblicuo. Estos procesos se dan todav¨ªa m¨¢s contundentemente en las distintas formas del autorretrato literario. Los diarios, memorias y confesiones son escenarios perfectos para la disecci¨®n despiadada, pero tambi¨¦n para la seducci¨®n, el encantamiento y el duelo de sombras. En la literatura autobiogr¨¢fica es a menudo imposible distinguir entre verdad y simulaci¨®n, no tanto porque haya enga?o de por medio, sino por la inclinaci¨®n m¨ªtica de la propia memoria: cuando narramos -o nos narramos- nuestra historia, narramos tambi¨¦n nuestro mito.
En este juego de identidades con los otros y con nosotros mismos, el autorretrato se convierte asimismo en prestidigitaci¨®n. A este prop¨®sito la cinematograf¨ªa se ha situado entre la pintura y la literatura. Como pintura en movimiento el cine ha podido llevar a su m¨¢xima expresi¨®n la serialidad que tanto ha preocupado a los artistas desde Leonardo da Vinci; como relato de im¨¢genes ha conseguido, paralelamente, incorporar la diversidad de estratos a la que recurre la literatura.
El autorretrato cinematogr¨¢fico traslada el juego de identidades a su l¨ªmite expresivo. Por razones similares a las de los pintores o escritores, la tentaci¨®n del autoexamen es mucho m¨¢s fuerte a medida que el director cinematogr¨¢fico se considera inmerso en su ¨²ltima etapa creativa. Los autorretratos no dejan de ser, en la mayor¨ªa de los casos, testamentos dilatados en el tiempo.
A alguno de estos testamentos f¨ªlmicos ha dedicado Dom¨¨nec Font un reciente y estimulante libro, La ¨²ltima mirada (Valencia, 2000), compilaci¨®n de testimonios cinematogr¨¢ficos en los que el legado art¨ªstico de diversos directores se confronta con sus pel¨ªculas postreras. La muerte, pero asimismo la afirmaci¨®n po¨¦tica contra la muerte, une s¨®lidamente pel¨ªculas tan distintas como Ordet, de Dreyer; Los muertos, de Huston, y Ese oscuro objeto del deseo, de Bu?uel.
Font cita tambi¨¦n en su estudio a Orson Welles, con Fake y Una historia inmortal. Y quiz¨¢ sea precisamente Welles el director que mejor haya encarnado la voluntad de realizar ya no s¨®lo un testamento f¨ªlmico, sino un aut¨¦ntico y constante autorretrato cinematogr¨¢fico. Desde el magnate Kane al gordo y corrupto polic¨ªa de Sed de mal y desde Otelo a Arkadin, casi todos sus personajes est¨¢n enlazados por un hilo invisible que conduce al propio Welles.
Pocos directores de cine se han situado de una manera tan expl¨ªcita en el centro de una metamorfosis semejante. De all¨ª probablemente la incomodidad de Orson Welles ante los g¨¦neros cinematogr¨¢ficos y su permanente prop¨®sito transgresor, que tan mal casaba con la industria de Hollywood. Ninguna de sus pel¨ªculas es s¨®lo ficci¨®n y en cada una de ellas asoma una nueva incursi¨®n ensay¨ªstica y experimental: al final de su vida Welles estaba convencido de haber inaugurado un territorio expresivo completamente distinto.
Para ello, no obstante, hab¨ªa debido recorrer un tortuoso camino en el que el hombre de teatro y de radio ced¨ªa el paso al cineasta, y el cineasta al prestidigitador. Welles nunca ocult¨® su debilidad, barroca y expresionista, por los trucos del mago. Y apenas podemos dudar de que su objeto de prestidigitaci¨®n favorito era ¨¦l mismo, agrad¨¢ndose hasta lo irreal o hundi¨¦ndose en el desastre moral, siempre al margen de los perfiles dibujados por la realidad cotidiana.
A Welles le interesan las fronteras del alma humana y se autorretrata habitando dichas fronteras: el poder absoluto, el mal, el coraz¨®n del horror -en su maravillosa caracterizaci¨®n de El tercer hombre-, el enga?o o la falsificaci¨®n. No recuerdo ning¨²n personaje asumido por Welles que pudiera representar al buen hombre medio o al an¨®nimo ciudadano moralmente correcto. Sus avatares, por el contrario, son el insaciable Fausto, el hedonista y an¨¢rquico Falstaff, el ingenuo, por excesivamente grande, Quijote, su descomunal non-finito filmado durante tantos a?os. Todos los argumentos de Welles, y asimismo todos sus autorretratos, pueden iluminarse desde estos tres prototipos.
M¨¢s un cuarto: el tramposo, el falsificador. El prestidigitador que sabe que todos los autorretratos tienen trampa. En Fake, Welles, como cineasta, no duda en ponerse a la misma altura que dos grandes falsificadores, uno de la pintura y otro de la escritura. Como final de la iron¨ªa. O tal vez como ¨²nica conclusi¨®n del que ya se conoce demasiado para aceptar nuevas certidumbres; entre ellas, la de conocerse. Y exclama, igual que Mr. Arkadin: "No s¨¦ qui¨¦n soy".
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.