Torrente de clorofila
Tesoros vivos
Para un excursionista madrile?o, acostumbrado a pasear por las rientes praderas y pinadas de la sierra de Guadarrama, los montes de Toledo son, a primera vista, un sitio antip¨¢tico, tirando a hostil: una pura monoton¨ªa de crestas cuarc¨ªticas y pizarrales, ra¨ªdos encinares y pringosos jarales, p¨¢nicos despoblados y enormes latifundios consagrados a la caza mayor, donde cualquier caminante descarriado corre el albur de ser tomado por un furtivo, o, lo que es peor, por un venado. Rascando un poco, sin embargo, estos montes muestran al paciente explorador la veta abundosa de una naturaleza salvaje que, por inesperada, resulta doblemente gratificante.El ¨¢guila imperial, el buitre negro, la cig¨¹e?a negra y el lince ib¨¦rico son algunos de los tesoros vivientes de esta comarca reputada desde antiguo por su rica fauna. Una riqueza que se ha visto propiciada por la escasa poblaci¨®n humana -el inmenso t¨¦rmino de Los Navalucillos, al que luego volveremos, tiene s¨®lo 7,8 habitantes por kil¨®metro cuadrado- y por la propia actividad cineg¨¦tica, que, si bien ha borrado del mapa a los grandes carn¨ªvoros -el oso, en el siglo XVIII, y el lobo, hace menos de tres d¨¦cadas-, ha favorecido a otras especies -corzo, ciervo o jabal¨ª- m¨¢s adecuadas para las monter¨ªas, que sus buenos millones dejan a los organizadores.
Otros tesoros vivos son las especies vegetales que colonizaron estas latitudes sure?as en ¨¦pocas m¨¢s fr¨ªas y lluviosas, empujadas por los hielos de los glaciares, y que han persistido en el fondo de los barrancos, a favor de la umbr¨ªa y la humedad, rodeadas hasta donde alcanza la vista por sedientos encinares.Eso explica, pero no aminora, la sorpresa de encontrar acebos, tejos y abedules -¨¢rboles t¨ªpicos del norte de Espa?a- junto al arroyo del Chorro, al pie del pico Rocigalgo -m¨¢xima cota de estos montes, 1.448 metros-, casi en la linde de Toledo con Ciudad Real, a 150 kil¨®metros al suroeste de Madrid y a 10.000 a?os de sus lugares de origen.
Del pueblo de Los Navalucillos -en cuyo t¨¦rmino nace y muere este bello afluente del r¨ªo Pusa, que a su vez lo es del Tajo- saldremos en coche por la carretera CM-4155 rumbo a Robledo del Buey para, al poco de pasar el hito del kil¨®metro 16, desviarnos por la pista de tierra que baja al viejo asentamiento ganadero de Las Becerras, donde el ¨²nico signo de vida es un merendero que abre todos los d¨ªas a la sombra de corpulentos casta?os, y seguir conduciendo hacia la izquierda por espacio de tres kil¨®metros hasta topar una cadena que impide el paso y una se?al que proh¨ªbe expresamente acercarse sin autorizaci¨®n a la cascada del Chorro.
Suponiendo que hemos solicitado el permiso -un mero tr¨¢mite que se resuelve telefoneando al Ayuntamiento de Los Navalucillos-, avanzaremos a pie por la pista y, en diez minutos, estaremos contemplando at¨®nitos un hermoso casta?o y un anciano tejo que se alzan junto al regato de la Ara?osa, anticipo de lo que nos espera poco m¨¢s adelante, cuando la pista se adentre definitivamente en el barranco del arroyo del Chorro. Entonces ser¨¢ una selva de encinas, mestos, quejigos, robles, casta?os, ¨¢lamos, nogales, fresnos, sauces, arces, mostajos, madro?os, loros, tejos, abedules y acebos. ?Qui¨¦n habl¨® de monoton¨ªa? Sigamos.
A una hora del inicio, y tras haber remontado el arroyo del Chorro a lo largo de un par de kil¨®metros, arribaremos a la peque?a represa donde se capta el agua que consume la poblaci¨®n de Los Navalucillos.
Ser¨¢ el momento de abandonar la pista y trepar unos 30 metros por la ladera para buscar la senda horizontal que, a trav¨¦s del espeso encinar, conduce en otra media hora hasta la cascada del Chorro. Es un rayo blanco, estruendoso y vaporoso, que cae desde 15 metros en un p¨¦treo hond¨®n de paredes resudadas, entre troncos musgosos, helechos, acebos y madro?os, y recuerda m¨¢s una selv¨¢tica cascada del tr¨®pico que el ¨¢rido t¨®pico de Toledo.
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