Las tiendas
Son como el pecho de las ciudades y su respiraci¨®n marca las ¨¦pocas del a?o. Pueden pasar del aliento tranquilo a la tormenta, del acompasado esp¨ªritu de una amante que acaba de dormirse a la tos cavern¨ªcola de las fumadoras m¨¢s contaminadas por los ruidos del humo y por las urgencias del despertador. Las tiendas son en cualquier caso una parte de nuestra intimidad, duermen o se despiertan a nuestro lado, nos complican las fiestas o nos embellecen las rutinas, se olvidan de sus compromisos o nos llaman para imponernos una lista interminable de agravios y de exigencias. M¨¢s all¨¢ de toda l¨®gica, enraizadas en los pliegues de la memoria y en los bordes de la dependencia sentimental, las tiendas hacen con nosotros lo que quieren, rompen cualquier prop¨®sito de enmienda, consiguen sacarnos de nuestra casa (del libro, el silencio, la copa y las zapatillas) para abandonarnos en un tumulto de paraguas mal cerrados, botas enemigas y codazos. Una tienda murmura nuestro nombre, y all¨ª estamos nosotros, aprovechando el momento m¨¢s inoportuno, en busca de lo que todo el mundo est¨¢ buscando, haciendo cola en un mostrador que sufre dolores de cabeza y est¨¢ cansado de preguntas, timideces, prisas y devoluciones.Y se las ve venir desde muy j¨®venes, porque las tiendas son iguales a s¨ª mismas desde que tienen uso de coraz¨®n. Cuando yo era ni?o, en mi barrio mandaba la tienda de Carmela, una peque?a habitaci¨®n que escond¨ªa dos o tres grandes superficies futuras, el mundo en un pa?uelo, el mestizaje de los comestibles, la taberna, la droguer¨ªa, la botica y los juguetes. Hacerle la compra a mi madre era una tortura cotidiana, porque un r¨ªo de mujeres se aprovechaba de la inutilidad infantil para colarse, y yo ve¨ªa a la multitud saltar sobre m¨ª, sin atreverme a protestar, sofocando los nervios de la lista que temblaba en mi mano. Una tortura real, pero elegida libremente la ma?ana de los domingos, en cuanto me ca¨ªa un duro en el bolsillo, porque me lanzaba a la tienda de Carmela en busca de petardos, tebeos, cromos o bolsas de soldados, soportando que las vecinas se colaran una detr¨¢s de otra, mientras me daban besos y recuerdos para mi madre.
Es grave y completamente absurdo aceptar sin necesidad el martirio de los grandes almacenes. Pero resulta todav¨ªa m¨¢s peligroso para la estabilidad sentimental admitir que uno es un mis¨¢ntropo, que ya est¨¢ bien de papeles de regalo, de ilusiones infantiles, de ternuras dom¨¦sticas y de tarjetas de cr¨¦dito con alas de ¨¢ngel de la guarda. ?Qu¨¦ ser¨ªa del coraz¨®n sin las tiendas? Somos eso, unos ni?os envueltos en papel de regalo, buscando amores m¨¢s poderosos que la muerte, mientras la realidad se nos cuela en un tumulto partido por las sonrisas y los pisotones. S¨®lo las ense?anzas de la edad permiten f¨®rmulas silenciosas de venganza y de consuelo. En las escaleras mec¨¢nicas de hoy recuerdo el comercio de ayer, la tienda de Carmela, que cerr¨® sus puertas un d¨ªa para quedarse en los huesos. Tambi¨¦n estas grandes superficies ser¨¢n un d¨ªa ruinas, actrices viejas, soledad, pura nostalgia.
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