El maestro no sud¨®
Lo de Van Morrison y Espa?a es m¨¢s que curioso. Un pa¨ªs en el que tardaron a?os en distribuirse normalmente sus discos se ha convertido en una de sus plazas fuertes, con presencia incluso en las listas de ventas. Un pa¨ªs donde, recuerden, ahora mismo puede ser una misi¨®n imposible intentar localizar material de Jackie Wilson, Boby Blue Band, y dem¨¢s inspiradores de Van. Gracias a la excelente relaci¨®n del cantante irland¨¦s con un promotor espa?ol, sus visitas son frecuentes: toca en dos o tres auditorios selectos y triunfa. Eso s¨ª, el verle y o¨ªrle es un lujo no al alcance de todos los bolsillos. No es demagogia el recordar que su m¨²sica actual, originalmente rhythm and blues proletario, se ha convertido en objeto exquisito para disfrute de carteras profundas.
Ocurre que lo imprevisible de Van Morrison hace que cada una de sus apariciones mantenga el suspense necesario para convocar a los fieles. A diferencia de co¨¦taneos como Neil Young o Bob Dylan, su carrera discogr¨¢fica es productiva -un lanzamiento cada a?o- y sus conciertos mantienen el m¨ªnimo de calidad. Su ¨²ltima ocurrencia ha consistido en rescatar a Linda Gail Lewis, la hermana de Jerry Lee Lewis, una mujer que ya hab¨ªa desaparecido incluso de las enciclopedias del country.
No es un emparejamiento de iguales: no se trata de un concierto de duetos al estilo Nashville. Linda comienza de animadora con unos cuantos n¨²meros sure?os y, tras un aceptable On the dark side of the street, presenta a mister Van Morrison. Y el hombre toma el escenario como un toro con retranca. Tira una arm¨®nica al suelo, hace que le cambien el micr¨®fono, da instrucciones airadas. Se teme lo peor.
Por el contrario, resulta un recital pl¨¢cido, donde se alternan cl¨¢sicas afroamericanas con piezas autobiogr¨¢ficas como Cleaning windows. Dirige sin esfuerzo a los tres metales, a la secci¨®n ritmo, a la teclista invitada, al guitarrista que se dobla en mandolina y le hace coros. Todos muy propios, con traje rojo y camisa negra, y todos est¨¢n muy atentos a los gestos conminatorios. La mec¨¢nica funciona y el concierto sigue por rumbos productivos. Aunque sin grandes cumbres emocionales, sin esos momentos en los que Van parec¨ªa perderse en el v¨¦rtigo de su m¨²sica.
Tal vez sea el calorcillo de los tragos de whisky, pero el hombre del sombrero y las gafas oscuras hasta se dirige al respetable para preguntar: 'Any requests?'. ?Peticiones del oyente! Surgen los gritos: Domino, Caravan, Brown eyed girl. Piezas de su mejor cancionero que, naturalmente, no canta. Era broma, amigos.
Cuando ya ha alcanzado el cl¨ªmax, mezcl¨¢ndose con el trompetista y los saxofonistas, cantando directamente en el micro port¨¢til (con el de pie ha tenido una relaci¨®n dificil), se los lleva como si fuera el flautista de Hamelin. Y vuelve inmediatamente para hacer un popurr¨ª de ¨¦xitos de los cincuenta, aquellos proyectiles que lanzaban Chuck Berry, Fats Domino y, s¨ª, Jerry Lee Lewis. El final pone una sonrisa en la cara de los espectadores, pero uno no puede dejar de pensar que aquello apenas se diferencia de lo que esta noche har¨¢n mil grupos de pub en todos los rincones del planeta. Sin cobrar entrada.
Babelia
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