La flor del desierto
Hay, creo, hombres-mar, hombre-selva, hombres-valle, hombres-monta?a: una suerte de doble en la naturaleza al que apelan los seres humanos cuando su propio territorio cotidiano aparece demasiado limitado o demasiado asfixiante. Obviamente, tambi¨¦n hay muchos hombres que no sienten jam¨¢s limitaci¨®n ni asfixia y no tienen necesidad alguna de dotarse de este doble; pero los que la sienten crean en su imaginaci¨®n una geograf¨ªa paralela que acostumbra a manifestarse ya en la ni?ez y madura con el progresivo reconocimiento de fronteras al que denominamos, bien o mal, edad adulta.
Para unos, el mar, real o imaginario, siempre ser¨¢ un escape a las insuficiencias, y lo mismo, para otros, la monta?a o la selva. Tambi¨¦n es una compensaci¨®n: all¨ª se halla siempre el tesoro que les aguarda para hacerlos m¨¢s ricos en libertad. Los paisajes son, as¨ª, met¨¢foras del esp¨ªritu. La poes¨ªa de todas las ¨¦pocas ha usado estas met¨¢foras como materia prima fundamental.
Un cap¨ªtulo aparte entre los amantes de una geograf¨ªa paralela son los hombres-desierto, algunos de ellos recordados eficazmente en la producci¨®n de la Fondation Cartier El desierto, expuesta actualmente en la Fundaci¨®n La Caixa de Barcelona. El conjunto fotogr¨¢fico re¨²ne las distintas existencias del desierto como si fuera un organismo vivo, abismal y maravilloso.
Para los hombres-desierto, la gran horizontal entra?a la met¨¢fora m¨¢s radical del esp¨ªritu: la belleza del vac¨ªo, el insuperable poder del despojamiento. ?nica posibilidad terrestre de explorar la l¨ªnea del horizonte, el desierto es el camino hacia la ausencia y el silencio, si bien su pureza est¨¢ impregnada de las m¨¢s refinadas tentaciones. Por eso, la meditaci¨®n y el ascetismo han correspondido en tal alto grado al desierto. Exploradores y eremitas no han podido encontrar un paisaje m¨¢s propicio: al otro lado siempre espera un para¨ªso.
Hay un dios del mito y del arte que se manifiesta con plenitud, llenando el vac¨ªo de mundos. Es el dios del G¨¦nesis y del Juicio Final, de las grandes creaciones y de las grandes destrucciones. Pero hay tambi¨¦n un dios m¨¢s sutil, ajeno al ruido teol¨®gico, que se revela con contundente desnudez en las arenas ocres y en los cielos puros. Este es el dios al que adoran los hombres-desierto cuando contemplan un amanecer en el S¨¢hara o un crep¨²sculo de sangre en la llanura escalonada de Jordania.
Pero la fascinaci¨®n del desierto es tambi¨¦n la resistencia frente a ¨¦l. Cuando el desierto deja de ser un organismo vivo -con su piel dorada y su aliento infinito- para convertirse en una naturaleza muerta y hostil, se transforma en una prueba de la voluntad y de la supervivencia: el hombre busca los rastros de vida en medio de la desolaci¨®n.
La lucha en el desierto y contra el desierto ha alimentado esenciales escenarios po¨¦ticos, desde la playa deshabitada de Tasso a la tierra bald¨ªa de Eliot. Ninguno, quiz¨¢, con la fuerza impresionante de una de las principales obras de la poes¨ªa moderna, La retama o la flor del desierto, el ¨²ltimo canto de Giacomo Leopardi.
En el poema de Leopardi no es el hombre quien emprende la traves¨ªa del desierto, como en el caso de los ascetas o de los exploradores, sino, en cierto modo, es el desierto el que atraviesa al hombre. Un desierto absoluto que abarca la existencia f¨ªsica y moral, y cuyo ¨²nico l¨ªmite es la muerte.
Para escenificarlo, Leopardi recurre al paisaje posterior, a la sepultura de la sofisticada Pompeya bajo la lava del Vesubio. Con el volc¨¢n todav¨ªa humeante, al fondo la playa est¨¢ deshabitada, como en Tasso, y la tierra bald¨ªa, como en Eliot. La nada parece haberse apoderado del mundo sin dejar huella de vida. Los hermosos versos de Leopardi aluden al fin de las esperanzas y de los deseos, al fin de la propia historia humana, bajo la piedra morada y la ceniza.
Pero de pronto descubren que algo sobrevive. La lenta ginesta, la flor del desierto, se encarama por los resquicios de las rocas de lava, inveros¨ªmil superviviente entre el desastre: 'Y t¨², lenta retama, que con fragantes hojas adornas estos campos desolados'. La flor del desierto, modesta y liviana, ama de tal modo la vida que en su parsimonioso despliegue arrastra una promesa de renacimiento. Leopardi la convierte en el s¨ªmbolo del hombre que es capaz de enfrentarse a su propia suerte: 'Noble naturaleza es la que se atreve a alzar los ojos mortales contra el destino com¨²n'.
Nos cautiva el desierto por su belleza limpia, por su perfecci¨®n casi excesiva, por su vac¨ªo sobrenatural. Nos enamoramos de sus espejismos porque en ellos parecen realizarse nuestros sue?os. Pero cuando nuestros sue?os se transforman en pesadillas, es la humilde flor del desierto la que nos salva.
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