El presidente parte a la cruzada
Cuenta Amin Maalouf que la llegada a Oriente a finales del siglo XI de unos centenares de caballeros y decenas de miles de andrajosos fan¨¢ticos despert¨® fuerte prevenci¨®n, seguida de horror por la toma de Jerusal¨¦n un d¨ªa de julio de 1099. Durante dos jornadas los cruzados se entregaron a la matanza de los supervivientes y al saqueo de la ciudad que dec¨ªan venerar. Degollaron a hombres, mujeres y ni?os, no respetaron a los imanes y a los ulemas, ni siquiera a los piadosos ascetas suf¨ªes, destruyeron las mezquitas y se apoderaron de las riquezas. A la principal sinagoga, convertida en refugio de la comunidad jud¨ªa, le fueron bloqueadas las puertas y se le prendi¨® fuego, d¨¢ndose muerte a quienes lograban escapar. Los sacerdotes cristianos de ritos orientales, custodios de la iglesia del Santo Sepulcro, fueron presos y torturados hasta que confesaron y entregaron la reliquia de la santa cruz. La conquista de Jerusal¨¦n por los cruzados se cobr¨® m¨¢s de diez mil v¨ªctimas 'inocentes'. 'Dios lo quiere' hab¨ªa dicho cuatro a?os antes el Papa cuando llam¨® a la 'guerra santa' contra los infieles. Comenzaba entonces una lucha que se prolong¨® durante dos siglos y concluy¨® en la s¨¦ptima cruzada que llev¨® la guerra de religi¨®n al norte de ?frica de la mano del rey de Francia, a quien pronto Roma elev¨® a los altares con el nombre de San Luis.
En ese clima, mezcla de espiritualidad y ambici¨®n de dominio, se inscribi¨® la conquista cristiana de la Espa?a andalus¨ª. Tambi¨¦n Castilla tuvo su San Fernando y no falt¨® quienes postularon la beatificaci¨®n de Isabel la Cat¨®lica, la reina que conquist¨® Granada a los moros, libr¨® al pa¨ªs de los jud¨ªos y gan¨® un nuevo mundo para la cristiandad. De aquella pretensi¨®n dio cuenta Alejo Carpentier en la novela El arpa y la sombra.
En los tiempos actuales est¨¢ de m¨¢s discutir a una instituci¨®n en la que se mira una parte importante de la sociedad la facultad de regirse por sus propias normas. ?Qui¨¦n puede cuestionar el derecho de la iglesia cat¨®lica a seleccionar de entre sus muertos -como los budistas hacen entre los vivos- las encarnaciones de la santidad, y rendir a ¨¦stos toda la devoci¨®n que los atormentados esp¨ªritus precisen en la b¨²squeda de consuelo? La certeza de que existen almas que por sus merecimientos gozan fehacientemente de la presencia de Dios e interceden ante su misericordia por los humanos forma parte de las creencias cat¨®licas. Por inveros¨ªmil que resulte a los agn¨®sticos, la idea es merecedora de respeto. Gracias a ello disfrutamos adem¨¢s de una prodigiosa imaginer¨ªa. Nada cambia el hecho de que durante siglos, cuando la iglesia tuvo la fuerza de su lado, se mostr¨® implacable en la persecuci¨®n de cuantos no compart¨ªan el credo oficial o su autoridad en asuntos terrenales. Por ninguna otra causa se ha derramado tanta sangre en la historia de la humanidad, dicen que dijo el ilustrado, aqu¨¦l que ante el paso de una custodia descubri¨® su cabeza y dirigi¨¦ndose a sus esc¨¦pticos acompa?antes, explic¨® su conducta: 'No nos hablamos, pero nos saludamos'. En ello consist¨ªa el ideal laico de la cortes¨ªa civil, as¨ª desde la distancia como de la comuni¨®n en los dogmas.
La iglesia de Roma, en uso de sus ritos, ha elevado a los altares a 233 personas muertas durante la guerra civil en el lado republicano, a los que el proceso de beatificaci¨®n califica de 'm¨¢rtires de la fe'. Apenas constituyen una avanzadilla de los diez mil espa?oles que merecer¨¢n igual reconocimiento. Durante la Segunda Rep¨²blica, la iglesia oficial y muchos cat¨®licos atrajeron sobre s¨ª la ira de organizaciones y personas de la izquierda despu¨¦s que se hubiera mostrado beligerante frente al nuevo r¨¦gimen y a sus reformas. Durante seis a?os alent¨® el repudio hacia el adversario pol¨ªtico e ideol¨®gico y puso su influencia moral y sus medios de comunicaci¨®n al servicio de las opciones m¨¢s derechistas, poco o nada respetuosas con el orden constitucional y los valores democr¨¢ticos. Si antes de 1936 foment¨® la divisi¨®n civil, una vez tuvo lugar el alzamiento militar, bendijo la causa de los sublevados y la calific¨® de 'cruzada', de guerra santa contra los enemigos de Dios y de la patria.
La iglesia sufri¨® un elevado n¨²mero de v¨ªctimas entre sus cl¨¦rigos y uno mucho mayor entre sus fieles, a los que gui¨® por una senda arriesgada. No s¨®lo guard¨® silencio ante los cr¨ªmenes del lado 'nacional', sino que los capellanes castrenses asist¨ªan a los reos dici¨¦ndoles que una muerte cierta, gracias a su inminente fusilamiento, les proporcionaba el raro privilegio de ganar el cielo con su arrepentimiento, como publica Juli¨¢n Casanova en su reciente libro La Iglesia de Franco.
El tema siempre ha tra¨ªdo a mi memoria la inscripci¨®n de la losa bajo la cual, en la capilla de un pueblo valenciano, se guardan los restos de uno de los nuevos beatos, 'inhumanamente fusilado... por la revolucionaria locura marxista'. La adjetivaci¨®n, grabada en el m¨¢rmol para las generaciones venideras, sin afirmarlo, viene a decirnos que se produjeron fusilamientos humanos, quiz¨¢s los de un lado, justificados por una causa religiosa, y otros inadmisibles, como aqu¨¦l, que en efecto lo fue. Viene tambi¨¦n a se?alar un culpable, poco importa la inexacta atribuci¨®n ideol¨®gica, doblemente responsable, por loco y revolucionario. Nada nos dice, ni al parecer recoge el proceso de beatificaci¨®n, sobre la jerarqu¨ªa eclesi¨¢stica de los a?os treinta, que con su acci¨®n desmedida y el desprecio por las almas que no pod¨ªan ser ganadas, auspici¨® el sometimiento y la aniquilaci¨®n purificadora de los cuerpos que las albergaban e, insensatamente, contribuy¨® a desencadenar sufrimiento y hasta su misma persecuci¨®n. Por m¨¢s que el crimen sea s¨®lo crimen.
All¨¢ los fieles veneren como deseen a los suyos. Pero, ?qu¨¦ hace en el Vaticano, en representaci¨®n de los valencianos, de todos, creyentes y agn¨®sticos, cat¨®licos y mormones, votantes suyos o de otros partidos, Eduardo Zaplana? Se dir¨¢ que sigue una costumbre nacida en los estados confesionales que lleva a las autoridades pol¨ªticas del lugar de procedencia de los canonizados a asistir a un acto de exaltaci¨®n religiosa. Pero sobre la beatificaci¨®n de estos 226 valencianos pesa la sombra de la participaci¨®n o, en el mejor de los casos, de su utilizaci¨®n en una pugna pol¨ªtica. Su martirio no fue muy distinto del que se infringi¨® a los cruzados en el pasado. En efecto, bastantes mor¨ªan por sus convicciones pero tambi¨¦n porque ¨¦stas les hab¨ªan llevado a actuar de un determinado modo que ten¨ªa consecuencias indeseadas sobre los dem¨¢s.
Los ahora beatos fueron a un tiempo v¨ªctimas de la furia anticlerical y de la iglesia oficial, como hoy los son de la 'verdad' hist¨®rica. Sea por una buena causa, s¨ª, pero ?cu¨¢l? Con su presencia en Roma, ante el Papa, el presidente de la Generalitat se suma a la vieja cruzada del 36 y pierde la oportunidad de marcar distancias respecto a una maniquea interpretaci¨®n del pasado, una versi¨®n que no s¨®lo es impugnada por la mayor¨ªa de los historiadores y un amplio sector de la sociedad civil, sino que mereci¨® la reprobaci¨®n de Juan XXIII y de Pablo VI, que paralizaron el proceso ahora impulsado. El poder tal vez valga una misa.
Jos¨¦ A. Piqueras es catedr¨¢tico de Historia Contempor¨¢nea de la Universitat Jaume I.
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