La cara de Dios
Hay que pensar en las tres caras fabulosas del d¨ªa. La primera, 'la cara de Dios', como se llamaba en Madrid, con la frescura habitual de cuando aqu¨ª hab¨ªa pueblo, a la Santa Faz, o lienzo de la Ver¨®nica, y al convento donde se conservaba; y ello dio lugar a uno de aquellos grandes sainetes del g¨¦nero chico. Otra, por seguir con la l¨ªnea din¨¢stica, la de Juan XXIII, que est¨¢ incorrupta (no leo nada con respecto al cuerpo, rechoncho y jugoso, como el de la persona jovial que era). El tercero es el de Cleopatra: no es ya aquella menor incestuosa y bell¨ªsima que cambi¨® la historia del mundo con los amores de C¨¦sar y Marco Antonio, sino una gordita fe¨²cha. La ve¨ªa como Claudette Colbert, la amaba en el texto de G. B. Shaw. He ganado con Jes¨²s: aparece como un hombre del pueblo, como un 'cochino jud¨ªo', que dec¨ªan los romanos, en la reconstrucci¨®n que han hecho algunos sabios, algunos ordenadores, que lo han creado para un serial de la BBC. Es, o pudo ser. Tan imaginaria es la ciencia como la devoci¨®n. Pero corresponde m¨¢s a ese compa?ero en el que yo pensaba, a ese ¨¢crata que cre¨® una comunidad de ¨¢cratas contra el orden romano o hebreo. Un libertario que, como sucede frecuentemente, acab¨® en la tortura a muerte.
Pod¨ªa haber sido su descendiente espiritual Juan XXIII: tambi¨¦n tuve confianza en ¨¦l, pens¨¦ en la posibilidad de que hiciera buenos a los cat¨®licos. Hace poco le he citado como un hombre del tr¨ªo que empez¨® a cambiar el mundo: Jruschov, que daba un giro al comunismo duro y cruel de Stalin, que estaba tratando de crear el aggiornamento que pretend¨ªa Juan XXIII; y, en fin, Kennedy, el menos gordo de los tres. Era un tiempo de volver a pensar que la guerra mundial hab¨ªa servido para algo, que la sustituci¨®n de los hombres de guerra -Eisenhower, Churchill, Stalin, De Gaulle- hab¨ªa creado una sociedad civil. Fue un tr¨¢nsito, una sociedad brev¨ªsima. Ya se ve en qu¨¦ ha terminado, en qu¨¦ tres fat¨ªdicos personajes: Wojtila, Bush, Putin. Y Blair. Por no citar a Aznar, tan c¨®mico, y con un rostro que nadie se molestar¨¢ en reconstruir nunca. Todos representan lo que son: y Arzalluz, el jesuitarra privado de talento y de humanidad, persiguiendo la conquista de un error. Queriendo poner la cara de Dios: pero el tri¨¢ngulo no le brilla jam¨¢s. Parece un tricornio.
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