Tarjeta de visita
Don Juan Catena, que fue propietario del t¨ªtulo de este peri¨®dico en la antig¨¹edad -antes de la Rep¨²blica-, sali¨® del Congreso vestido de chaqu¨¦ -era un caballero: nunca le vi sin sombrero hongo, cuando todo el mundo llevaba boina roja o gorrillo cuartelero; o nada-, y vio pasar una bella dama. La sigui¨®; ella entr¨® en el hotel Aplace, y ¨¦l esper¨® pacientemente. La se?ora sali¨® con su equipaje: la sigui¨® hasta la estaci¨®n, se meti¨® en el tren tras ella y se despert¨® en Barcelona. All¨ª embarc¨® la dama: y don Juan. Llevaban un par de d¨ªas en el Excelsior de Roma cuando ella burl¨® a su seguidor: nunca le hab¨ªa sonre¨ªdo, nunca hab¨ªan cambiado una palabra. Pero si ella no se hubiera escapado, Catena la habr¨ªa seguido hasta la muerte. Entonces eso no se llamaba acoso, sino que era una galanter¨ªa, y ellas lo agradec¨ªan como un homenaje. Usos y costumbres del cortejo, que pocas veces ten¨ªan resultado. Lo recuerdo en relaci¨®n con el carn¨¦ de identidad que quieren hacer los vascos, como una prueba m¨¢s de sus obsesiones grotescas: un carn¨¦ para no tener otro. En aquel tiempo se pasaban fronteras en Europa sin un solo documento. 'La tarjeta de visita', me dec¨ªan mis padres, que viajaron as¨ª, aunque no el uno de la otra en pos, aunque seguir a las mujeres era una actividad muy interesante. Hasta 'encerrarlas', como cuenta Fern¨¢ndez Flores (lo recordar¨¢ su ex¨¦geta Ignacio Ruiz Quintado, de Abc).
Manuel Merino era un oficial que estaba un d¨ªa de guardia en palacio, con el uniforme de gala, y recorr¨ªa la calle de una esquina a otra con el brillante sable al hombro; pas¨® una se?orita y, sin perder el paso militar, ¨¦l y el sable desenvainado, la sigui¨® por Madrid: no volvi¨® m¨¢s a la guardia. Tuvo suerte y recomendaciones y s¨®lo perdi¨® la carrera. Se tuvo que dedicar al periodismo, como todo el que no sab¨ªa ganarse la vida. Tuvo un puesto destacado: entonces, los peri¨®dicos se intercambiaban insultos, ataques, ferocidades, hasta que se desafiaban y cada Redacci¨®n enviaba al terreno del honor, que se dec¨ªa, a su espadach¨ªn. El hombre del sable ganaba siempre. Merino escrib¨ªa muy mal, pero era muy gracioso. No s¨¦ ahora qu¨¦ har¨ªa yo. Tendr¨ªa que batirme solo, y no lo har¨ªa. Nunca he tocado sable. No soy hombre de honor, ni un caballero. S¨®lo un hombre. Y tambi¨¦n una mujer: o sea, una persona.
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