Los peque?os h¨¦roes de Ruanda
Siete a?os despu¨¦s del genocidio tutsi, miles y miles de ni?os hu¨¦rfanos buscan f¨®rmulas originales de supervivencia en un pa¨ªs tan pobre que la expectativa de vida es de 39 a?os
Abril es el mes m¨¢s cruel para las familias hu¨¦rfanas de Ruanda, los miles y miles de ni?os que, desde el genocidio de 1994, se han visto obligados a depender de otros ni?os para obtener comida, ropa, abrigo y consuelo.
Fue en abril, hace siete a?os, cuando comenz¨® la matanza. Y, por m¨¢s que los hu¨¦rfanos intenten enterrar sus recuerdos m¨¢s espantosos durante el resto del a?o, abril es el mes en el que los fantasmas ensangrentados de sus padres -y de sus hermanos, y de sus t¨ªos- vuelven para perseguirles.
'Abril es el peor momento, porque es cuando recordamos, cuando las emisoras de radio nos recuerdan que es el aniversario', explica Jane Murekatete, que ha criado a sus cinco hermanos peque?os por s¨ª sola desde que ten¨ªa 11 a?os. El m¨¢s peque?o ten¨ªa cuatro a?os cuando las interahamwe, las milicias exterminadoras del Gobierno -un inmenso ej¨¦rcito de Hannibal Lecters de la etnia hutu-, irrumpieron en su casa, la destruyeron y se llevaron a sus padres para despedazarlos con machetes.
Ruanda es un jard¨ªn del Ed¨¦n. Mejor dicho, lo era antes de que llegaran los humanos
'Durante el d¨ªa, los peque?os est¨¢n callados', dice Jane, que tiene los t¨ªpicos rasgos finos -la nariz y los labios delgados que se suelen ver m¨¢s en Etiop¨ªa o Sud¨¢n que en el ?frica subsahariana- que distinguen a la minor¨ªa tutsi de los hutus, dominantes en n¨²mero. En voz baja contin¨²a: 'No hablan, los peque?os. No comen. Y, cuando se miran, lloran. Por la noche es lo peor. Lloran llamando a su madre y a su padre. Se asustan. Susurran que las milicias van a venir por ellos. Gritan: '?Las interahamwe van a venir a matarme!'
Lo que viven los hermanos de Jane no son s¨®lo pesadillas. Sus terrores no est¨¢n infundados. Las interahamwe todav¨ªa pueden volver para matarlos. La mayor¨ªa de sus miembros, junto con el ej¨¦rcito que les ayud¨® a organizar el sacrificio asombrosamente eficaz de 800.000 tutsis (y alg¨²n hutu poco entusiasta) en 100 d¨ªas, consiguieron huir de la fuerza rebelde de liberaci¨®n que en la actualidad gobierna Ruanda y pasaron al vecino Congo, con el apoyo de soldados franceses, cuyo Gobierno hab¨ªa proporcionado, entre 1990 y 1994, ayuda econ¨®mica y militar al Gobierno racista que orquest¨® el genocidio.
Las interahamwe y sus dirigentes esperan el momento apropiado para regresar y culminar una labor que consideran -con gran irritaci¨®n- que dejaron a medio hacer. Impedir que lo hagan es la tarea que tienen el Gobierno y su ej¨¦rcito, que es -y esto supone un consuelo para los Murekatete super-vivientes- la fuerza de combate m¨¢s eficiente de ?frica central.
Mientras tanto, Jane y millares como ella en todo Ruanda luchan a diario para ayudar a los ni?os que tienen a su cargo, no s¨®lo para evitar que se vuelvan completamente locos, sino -en un pa¨ªs tan pobre que la esperanza media de vida es de 39 a?os- para que sobrevivan.
S¨®lo en Kigali (que no fue donde m¨¢s atrocidades sufrieron en 1994) existen, al menos, 808 'familias hu¨¦rfanas', seg¨²n Jean D'Amour Kalisa, que encabeza una asociaci¨®n formada el pasado mes de agosto para agrupar a Jane y otros cabezas de familia en situaci¨®n semejante, con el fin de mejorar sus posibilidades de obtener la ayuda econ¨®mica que tan desesperadamente necesitan. Hasta ahora, la Association des Orphelins Chef de M¨¦nage no ha obtenido nada. Tiene unas siglas, AOCM, y a Jean D'Amour, que tiene 22 a?os. Pero D'Amour no tiene dinero, oficina ni veh¨ªculo. Lo ¨²nico que posee es un tel¨¦fono m¨®vil (un fen¨®meno sorprendentemente extendido en Ruanda, a falta de l¨ªneas telef¨®nicas que funcionen como es debido) y enormes cantidades de energ¨ªa y buena voluntad.
Porque un ser humano normal y corriente, con una energ¨ªa y una buena voluntad normales y corrientes, tendr¨ªa m¨¢s que suficiente con cuidar de s¨ª mismo, mantenerse entero de cuerpo y alma despu¨¦s de haber presenciado la matanza de sus padres y cinco hermanos. Sin embargo, Jean D'Amour encabeza adem¨¢s una familia de 15 hu¨¦rfanos, de distintos padres, a los que cuida desde que ten¨ªa 15 a?os.
Jean D'Amour, que cuenta con la generosidad de las ONG locales de Ruanda -en situaci¨®n un poco mejor que la AOCM- para disponer de un fax y, de vez en cuando, una mesa en la que trabajar, no parece agotado, por asombroso que resulte. Lo que s¨ª parece es tremendamente triste.
'Han muerto muchos hu¨¦rfanos en los ¨²ltimos siete a?os', dice. 'Algunos mueren a solas, porque no hay ni una sola persona en el mundo que se preocupe por ellos. Normalmente, de enfermedades contra¨ªdas durante el genocidio, como el sida. O de enfermedades debidas a no tener un techo, o no tener lo bastante para comer'.
Para los supervivientes, aparte de la infinita pobreza, el mayor problema es lo que Jean D'Amour llama el 'trauma'. Hay tres s¨ªntomas comunes. 'Uno, es los ni?os que se apartan y permanecen solos, cabizbajos, sin hacer nada. Otro, los ni?os que se disparan, que se vuelven locos, que corren por la calle gritando y llorando. Y luego hay algo que se ve mucho en la escuela: los ni?os que, de pronto, en medio de la clase, preguntan cosas como '?Por qu¨¦ yo? ?Por qu¨¦ esos ni?os tienen padres y yo no? ?Por qu¨¦ tengo que sufrir as¨ª?', o 'a otros que estudiaban los mataron, ?para qu¨¦ sirve?'
No es extra?o, quiz¨¢, que en un pa¨ªs con el 65% de cat¨®licos haya personas, incluso ni?os, que se inclinen a pensar que, en vez de vivir bajo el ojo vigilante de un dios omnisciente y bondadoso, habitan un universo absurdo y sin sentido. Lo que sorprende m¨¢s es el deseo de la gente de seguir viviendo, de luchar por una vida mejor. Y ¨¦sa es la historia, que no siempre se cuenta, de ?frica: la resistencia asombrosa, casi sobrenatural, de sus habitantes, frente a dificultades y desgracias de una dimensi¨®n que no se conoce en Europa occidental, probablemente, desde la Edad Media; el hero¨ªsmo de los desheredados de la tierra.
Es dif¨ªcil imaginar unas condiciones de vida mucho m¨¢s duras que las de Jane Murekatete, sus dos hermanas y sus tres hermanos. Hace seis meses se vieron forzados a abandonar una casucha en la que hab¨ªan pasado gran parte de los ¨²ltimos siete a?os. Los due?os del terreno en el que estaba la choza, unos hutus que estaban en los campos de refugiados de Congo, volvieron y les dijeron que, o pagaban el alquiler, o ten¨ªan que marcharse. Como no pod¨ªan pagar, se fueron.
Desde entonces han vivido en casa de quienes eran sus vecinos cuando viv¨ªan sus padres. En la barriada de Gatenga, en Kigali. Un arrabal polvoriento y apestoso, sin agua corriente ni electricidad, pero con mariposas, flores silvestres y vistas -lo que salva a Ruanda es su belleza natural-, vistas de valles exuberantes y verdes colinas.
Ruanda es un jard¨ªn del Ed¨¦n. Mejor dicho, lo era antes de que llegaran los humanos y lo convirtieran en el pa¨ªs con m¨¢s densidad de poblaci¨®n de ?frica, una de cuyas consecuencias es la imagen que presentaban las ruinas del viejo hogar familiar, el que destruyeron las interamhawe. El tejado ha desaparecido; el suelo consiste en escombros y tierra removida; hay unos espacios amorfos donde deb¨ªan estar la puerta y las ventanas. Es como si la casa hubiera sufrido ataques sostenidos y precisos con artiller¨ªa.
El cuarto en el que vive la familia Murekatete en casa de los vecinos es, en realidad, m¨¢s un armario escobero que una habitaci¨®n. Sin luz y sin ventanas, demasiado peque?o para permitir el lujo inimaginable de una cama: los seis ni?os, de edades comprendidas entre 11 y los 18 a?os, duermen sobre el suelo de tierra, api?ados como sardinas en lata, cuando las pesadillas se lo permiten.
Mientras habla Jane, mientras recuerda el d¨ªa en el que se llevaron a sus padres, los otros cinco la rodean, en parte escuchando y en parte, tal vez, prefiriendo no escuchar. Callados, con los ojos fijos a media distancia, dan la impresi¨®n de estar permanentemente aturdidos, como si vivieran en un limbo en el que los sentidos y las emociones est¨¢n adormecidos. Tal vez no sea siempre as¨ª. Tal vez sea la depresi¨®n de abril.
Lo curioso es que no tienen aspecto enfermizo. No parece que vayan a morir de desnutrici¨®n.
'Hace siete a?os consegu¨ª que un amigo de la familia me prestara 1.000 francos (500 pesetas)', explica Jane. 'Con ese dinero puse en marcha mi negocio'. ?Negocio? 'Vendo tomates en la calle, aqu¨ª en Gatenga. Cuando ganamos dinero, podemos comer. Lo que me gustar¨ªa tener es algo m¨¢s de cr¨¦dito para poder comprar y vender otras cosas'.
Jane, que tiene 18 a?os pero aparenta 50 (unos 50 extraordinariamente duros y rigurosamente pr¨¢cticos) se ocupa de su familia desde que ten¨ªa 11, s¨®lo con los ingresos de su negocio de tomates. Puede que otros hu¨¦rfanos se hayan beneficiado de la ayuda de una ONG, pero los auxilios externos, hasta ahora, han dejado de lado a los Murekatete. ?C¨®mo es un d¨ªa t¨ªpico de Jane?
'Voy andando al mercado central a las seis en punto. El transporte es demasiado caro. En total, son dos horas. Una para ir a comprar los tomates, y otra para volver. Luego me coloco en una esquina de la calle y los vendo. Llevo siete a?os haciendo eso todos los d¨ªas'.
?Y la escuela? 'Fui al colegio hasta los 15 a?os, pero entonces tuve que dejarlo. Me era imposible ocuparme del negocio adem¨¢s de lavar la ropa y hacer la comida. Ahora, lo que estamos intentando es ahorrar un poco de dinero y comprar l¨¢minas de pl¨¢stico para nuestra casa. Para ponerle un tejado. Entonces quiz¨¢ podamos irnos de la habitaci¨®n en la que estamos y volvernos a instalar all¨ª, por fin'.
?Qu¨¦ ocurre con la disciplina de los peque?os? ?Se ha tenido que ocupar de ella?
'Desde el principio, he intentado decirles que la educaci¨®n es importante para su futuro, porque lo que pas¨®, pas¨®, y ahora hay que pensar en el futuro. Y cuando digo esto, tengo que decirlo con voz tranquila. Debo estar tranquila'.
Jane tiene una tranquilidad extraordinaria. Habla con una voz mon¨®tona y unos ojos que apenas parecen parpadear. No derrama ninguna l¨¢grima. Como si una parte de ella, una parte que en otras personas es blanda, se hubiera vuelto de piedra. En el transcurso de una conversaci¨®n entrecortada, s¨®lo hay una ocasi¨®n en la que se agrieta su armadura. S¨®lo un segundo en el que una sombra le cubre el rostro, una nota sutil de amargura penetra en su voz, cuando deja el relato de los hechos para contar, sin que se lo pregunte, que su familia de hu¨¦rfanos nunca pudo llorar a sus padres. 'Nunca los enterramos', se lamenta. 'Nunca pudimos enterrarlos'.
Cuando Jane explica que a sus hermanos les dice que piensen en el futuro, est¨¢ siguiendo el consejo de Jean D'Amour, cuyo aire melanc¨®lico ofrece una m¨ªnima idea de los impensables sufrimientos que ha padecido, la ira y el odio que ha tenido que aprender a reprimir. 'La ¨²nica esperanza que tenemos', afirma, recurriendo a la parte racional de su cerebro, 'es no obsesionarnos con el pasado, porque eso no servir¨¢ para nada, nos volver¨¢ locos. La ¨²nica esperanza es mirar hacia el futuro, ver qu¨¦ podemos hacer para salir de esta situaci¨®n'. Ni siquiera han empezado a asomar. Todav¨ªa faltan ocho d¨ªas para que finalice el mes de abril y ah¨ª siguen, en las profundidades de su Ed¨¦n infernal.
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