Se ha descorchado el vino
No est¨¢ de m¨¢s, en una ocasi¨®n como ¨¦sta, echar una mirada retrospectiva. Cuando la bicentenaria ?pera de San Petersburgo vino con cuatro t¨ªtulos por primera vez a Madrid hace 20 a?os (entonces se anunciaba como ?pera Kirov, nombre que adquiri¨® en 1935 en homenaje a una destacada personalidad del Partido Comunista), salt¨® un enriquecedor debate a prop¨®sito de las prioridades del arte l¨ªrico. La situaci¨®n lo propiciaba. La visita de la hist¨®rica compa?¨ªa se enmarcaba en las temporadas del teatro de la Zarzuela entre una Tosca con Jos¨¦ Carreras y una Luc¨ªa de Lamermoor con Pl¨¢cido Domingo. El tema de discusi¨®n rodaba entonces sobre si era prioritaria para la ¨®pera una cultura l¨ªrica alrededor de la brillantez de los divos de turno, o bien sobre si lo primordial era la solidez de un teatro musical con cuerpos estables que garantizasen unas prestaciones orquestales y teatrales de fuste. La cultura de los divos ten¨ªa con frecuencia el peligro de los bolos y la de las compa?¨ªas estables la de la perfecci¨®n rutinaria. Lo cierto es que, acostumbrados a una forma de presenciar la ¨®pera en torno a los divos en Espa?a, la ?pera Kirov deslumbr¨® en 1981. Fue un revulsivo de gran calibre.
Mucho han cambiado los h¨¢bitos oper¨ªsticos desde entonces, e incluso el debate en los t¨¦rminos de hace dos d¨¦cadas est¨¢ gastado, entre otras razones porque la cultura de los divos est¨¢ en un proceso casi de extinci¨®n. Sin embargo, la compa?¨ªa del Teatro de ?pera de San Petersburgo (ahora Mariinski; tambi¨¦n se llam¨® as¨ª de 1860 a 1917) se ha convertido en un punto de referencia (hasta a Pl¨¢cido Domingo le gusta cantar con ellos: un ejemplo de s¨ªntesis), habiendo intensificado en los ¨²ltimos a?os su proyecci¨®n internacional, expandiendo por las plazas m¨¢s significativas el repertorio ruso -su gran especialidad-, en un recorrido que va de Nueva York a Londres pasando por Salzburgo y Mil¨¢n. Su visita a Madrid vuelve a poner sobre el tapete una determinada manera de hacer ¨®pera y, m¨¢s a¨²n, con un t¨ªtulo tan complejo (66 solistas con alguna intervenci¨®n vocal, m¨¢s los que solamente hablan o bailan) y poco menos que imposible de poner en pie para otros teatros como es Guerra y paz. Vaya pues, por delante, que estamos ante una empresa colosal y vaya tambi¨¦n el reconocimiento al Teatro Real por asumir y potenciar el valor cultural que supone el reto.
En contra de todos los pron¨®sticos, la representaci¨®n de Guerra y paz no sali¨® redonda. No es posible. Pues s¨ª, lo fue. Dif¨ªcilmente podr¨ªa serlo ante las exigencias que reclama. El punto m¨¢s d¨¦bil vino de un reparto vocal que se movi¨® en el terreno de la exquisita correcci¨®n. Y eso a veces en la ¨®pera pasa factura. Aunque la componente idiom¨¢tica fuese fundamental, algunos personajes centrales como los del mariscal Kutuzov o el conde Bezukhov pasaron bastante inadvertidos para la importancia que tienen en la obra. Incluso, la triunfadora vocal de la noche, Anna Netrebko, compuso el personaje de Natasha Rostova con m¨¢s encanto y teatralidad que emoci¨®n. En fin, que todo estaba m¨¢s o menos en su sitio pero faltaba un chispazo de pasi¨®n.
Mantienen, eso s¨ª, los rusos un inconfundible color vocal, algo muy apreciable en el coro, pero, sorprendentemente, incluso ¨¦ste no alcanz¨® anteayer la fuerza afectiva irresistible en algunos de sus momentos estelares, como el del incendio de Mosc¨² o el cuadro final. Incre¨ªble, pero cierto.
Gergiev mantuvo el pulso desde el foso y convirti¨® a la orquesta en la aut¨¦ntica protagonista de la noche, no solamente desde el punto de vista musical sino tambi¨¦n desde el teatral. La agresividad del metal, la dulzura de la cuerda, la meticulosa matizaci¨®n en funci¨®n de cada situaci¨®n, las atm¨®sferas de tensi¨®n o delicadeza, hac¨ªan converger hacia la orquesta toda la atenci¨®n. Una lecci¨®n de principio a fin. Es m¨¢s: un espect¨¢culo.
El sello de trabajo en equipo de la compa?¨ªa se mantuvo, no obstante, impecable, s¨®lido, magn¨ªfico en su equilibrio, pero la admiraci¨®n se antepuso esta vez a la sacudida emocional. Estuvieron, en cualquier caso, m¨¢s conseguidas las escenas de guerra que las de paz, algo comprensible si se tiene en cuenta que en ¨¦stas las intervenciones individuales son determinantes.
El cineasta Andr¨¦i Konchalovski cont¨® la historia con agilidad, con fluidez, aunque sin llegar ni de lejos a la sobria profundidad de otro cineasta, el gran Tarkovski, cuando se sumergi¨® en Bor¨ªs Godunov, y sobre todo domin¨® con vitalidad el movimiento en escena. El car¨¢cter cinematogr¨¢fico dio un tono de personalidad a una producci¨®n funcional y transportable, con un dise?o de audiovisuales evocador en su sencillez y una escenograf¨ªa de G. Tsypin cuyos toques futuristas o enso?adores (las columnas del baile o de la escena pen¨²ltima) introduc¨ªan una perturbadora frialdad. Algo parecido le ocurri¨® con la escenograf¨ªa que dise?¨® para Peter Sellars en El gran macabro, de Ligeti.
La programaci¨®n de Guerra y paz en Madrid es, de todas formas, un acontecimiento y la representaci¨®n alcanza en t¨¦rminos generales un nivel de post¨ªn a pesar de las reservas mostradas. No fue, ni mucho menos, el mejor Mariinski posible. Tal vez por el cansancio de las giras, tal vez porque alguna de las estrellas vocales no viajaron a Madrid, tal vez porque no tuvieron su noche. En cualquier caso, como dice Napole¨®n al comienzo de la novena escena, 'se ha descorchado el vino; hay que beberlo'. No va a ser nada f¨¢cil tener otra oportunidad en Espa?a de contemplar una ¨®pera tan bella, complicada y ambiciosa como Guerra y paz. Les animo, pues, a beber este vino. El sumiller Gergiev lo descorcha y lo decanta con mucho tacto.
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