Regreso a San Marcos
Ten¨ªa diecisiete a?os cuando entr¨¦ a San Marcos a seguir las carreras de Letras y Derecho, la primera por vocaci¨®n y la segunda por resignadas razones alimenticias. Mi ingreso a esta Universidad fue una manifestaci¨®n de rebeld¨ªa. Mi familia hubiera preferido que estudiara en la Cat¨®lica, donde iban los j¨®venes de 'buena familia', donde se trenzaban relaciones provechosas para el futuro, y donde los estudiantes estudiaban, en vez de hacer huelgas y pol¨ªtica.
Corr¨ªa 1953 y, en esa ¨¦poca, hacer pol¨ªtica era una actividad subversiva en el Per¨². La dictadura de Odr¨ªa (1948-1956) la hab¨ªa prohibido, adem¨¢s de poner fuera de la ley a todos los partidos, con excepci¨®n del suyo. Una Ley de Seguridad Interior sancionaba a los infractores con penas sever¨ªsimas. La censura ten¨ªa embozados a radios y diarios, que rivalizaban en la exaltaci¨®n ¨¢ulica del r¨¦gimen. Con muchos opositores presos y exiliados, y algunos asesinados, la dictadura cre¨ªa haber impuesto a la sociedad peruana ese letargo c¨ªvico que es el ideal y el sustento del autoritarismo.
San Marcos era una de las excepciones a este estado de sonambulismo pol¨ªtico. El a?o anterior, 1952, los estudiantes se hab¨ªan enfrentado a Odr¨ªa con una huelga que fue reprimida con violencia, y que, dec¨ªan, caus¨® la muerte del Rector Pedro Dulanto. A ra¨ªz de ella, hubo una nueva racha de detenciones y exilios. Los patios de Letras y Derecho pululaban de polic¨ªas disfrazados de estudiantes, enviados all¨ª como esp¨ªas por Esparza Za?artu, el Vladimiro Montesinos de entonces, aunque, comparado con este desmesurado rufi¨¢n, aqu¨¦l, que nos parec¨ªa tan siniestro, era un ni?o malcriado. Pese a todas estas medidas para domesticar a San Marcos, la Universidad se resist¨ªa al avasallamiento, y, en la clandestinidad, hac¨ªa pol¨ªtica. De este modo, salvaba la dignidad de un pa¨ªs buena parte del cual, por falta de convicciones democr¨¢ticas, oportunismo o cobard¨ªa, aceptaba -como lo har¨ªa durante las dictaduras de Velasco y de Fujimori- que una casta de felones lo privara de su libertad.
Contrariamente a la mitolog¨ªa, el grueso de los sanmarquinos no se interesaba en la pol¨ªtica, aunque en ciertas circunstancias se dejara arrastrar a m¨ªtines que decid¨ªa una peque?a minor¨ªa. Pero esta minor¨ªa ten¨ªa la sensaci¨®n, probablemente exacta, de que, aunque la mayor¨ªa se abstuviera del quehacer pol¨ªtico, contaba con su aval. En comparaci¨®n con lo que ocurrir¨ªa despu¨¦s en la historia peruana, la radicalizaci¨®n ideol¨®gica de los sesenta y setenta, la lucha subversiva y las acciones terroristas de los ochenta, nuestros empe?os de los cincuenta fueron bastante benignos. No iban m¨¢s all¨¢ de imprimir volantes, publicar un periodiquito clandestino, formar c¨ªrculos de estudios marxistas y, de manera directa e indirecta -academias, centros federados, entidades culturales- ganar adeptos para la revoluci¨®n. Y discutir, interminablemente, comunistas y apristas, apristas y trotskistas, comunistas y trotskistas, pues hasta disc¨ªpulos de Le¨®n Davidovich hab¨ªa en las catacumbas de San Marcos. Cuando digo discutir, hablo de en¨¦rgicos intercambios de ideas, pero, tambi¨¦n, de consignas y exabruptos, y, a veces, ay, hasta de cabezazos y patadas.
Nosotros ¨¦ramos menos que los apristas pero m¨¢s que los trotskistas, aunque sin duda no muchos m¨¢s, y, en todo caso, resultaba imposible saberlo, debido a un sistema compartimentado de organizaci¨®n, dise?ado contra la infiltraci¨®n policial. Este sistema que, m¨¢s tarde, leyendo a Conrad, me har¨ªa so?ar retroactivamente haber participado, en la adolescencia, de esas aventuras de conspiradores que pueblan sus historias, nos hac¨ªa sentir los esforzados combatientes de un ej¨¦rcito en las sombras, preparando, como los h¨¦roes de Andr¨¦ Malraux, un mundo mejor.
El Grupo Cahuide era el ¨²ltimo vestigio de un partido comunista segado por la represi¨®n y por la traici¨®n de un pu?ado de dirigentes que se vendieron a Odr¨ªa. Yo no creo haber conocido a m¨¢s de una quincena de miembros y mi militancia en sus filas no dur¨® mucho, pero, sin embargo, aquella experiencia me marc¨®, me educ¨®, me ilusion¨® y me defraud¨® de una manera tan profunda, que nunca se me ha olvidado. No la puedo rememorar sin emoci¨®n, pues muchas de las cosas que ahora creo, defiendo o aborrezco, tuvieron su semilla en aquella aventura juvenil. ?ramos bastante sectarios -el dogma en esos a?os de ortodoxia estalinista asfixiaba-, pero actu¨¢bamos con idealismo, animados por un ardiente anhelo de poner fin al atraso, la injusticia y el despotismo en el Per¨². Por eso, dedic¨¢bamos a la revoluci¨®n tanto o m¨¢s tiempo que a las clases. Pero, para muchos de nosotros, la revoluci¨®n, antes que tomar por asalto, otra vez, muchas veces, el Palacio de Invierno, era una cuesti¨®n de ideas, de libros, de entender, a la luz de la doctrina que hab¨ªa prestigiado Jos¨¦ Carlos Mari¨¢tegui, y que parec¨ªa una llave m¨¢gica para conocer las leyes de la historia, la manera m¨¢s eficaz de transformar la sociedad. Como esos libros prohibidos no se estudiaban en las aulas, y hab¨ªa que procur¨¢rselos bajo mano, los estudi¨¢bamos en garajes, s¨®tanos, altillos y hasta en parques p¨²blicos, en sesiones de las que sal¨ªamos roncos de tanto discutir.
Aunque los a?os nos han ido aventando a todos por direcciones diferentes, y a la mayor¨ªa de estos compa?eros -perd¨®n, camaradas- no los he vuelto a ver, ellos figuran entre mis irreductibles recuerdos sanmarquinos. H¨¦ctor B¨¦jar, mi primer instructor en el c¨ªrculo y su aterciopelada voz de locutor; Podest¨¢, Mart¨ªnez, Antonio Mu?oz. Pero, sobre todo, Lea Barba y F¨¦lix Arias Schreiber, con quienes conformamos un tr¨ªo irrompible. Nos tomaba media hora caminar desde San Marcos a casa de Lea, en Petit Thouars; una hora m¨¢s hasta la de F¨¦lix, en la avenida Arequipa; y a m¨ª, solo, una ¨²ltima media hora hasta la calle Porta. Eran unas caminatas efusivas, dial¨¦cticas, entra?ables, de intensos intercambios y ferviente amistad, la que por cierto no imped¨ªa la pugnacidad cr¨ªtica. Todav¨ªa recuerdo de mi desaz¨®n de aquella noche, en que F¨¦lix, luego de una violenta discusi¨®n sobre el realismo socialista, me lapid¨® de esta manera: 'Eres un subhombre'.
Nunca me he arrepentido de aquella decisi¨®n de ingresar a San Marcos, atra¨ªdo por esa aureola de instituci¨®n laica, inconformista y cr¨ªtica que la rodeaba, y que a m¨ª me seduc¨ªa tanto como la perspectiva de seguir los cursos de algunas c¨¦lebres figuras que en ella profesaban. La obligaci¨®n de una universidad no puede ser s¨®lo la de formar buenos profesionales, y menos en un pa¨ªs con los problemas b¨¢sicos de la civilizaci¨®n y la modernidad sin resolver. Es igualmente imprescindible que contribuya a formar buenos ciudadanos, hombres y mujeres sensibles respecto a la sociedad en que viven, alertas a sus retos, a sus abismales disparidades, y conscientes de su responsabilidad c¨ªvica. Una universidad que evita la pol¨ªtica es tan defectuosa como aqu¨¦lla donde s¨®lo se hace pol¨ªtica. No era el caso de San Marcos cuando yo frecuent¨¦ sus aulas, entre 1953 y 1958. No todav¨ªa.
Adem¨¢s de tomar las primeras lecciones de civismo y militancia, en la nerviosa clandestinidad, con mis amigos de Cahuide, y de participar en innumerables m¨ªtines rel¨¢mpago contra Odr¨ªa en el Parque Universitario, La Colmena y la Plaza San Mart¨ªn, que ven¨ªan a romper los manguerazos de agua p¨²trida del aparatoso Rochabus, en mis a?os de sanmarquino le¨ª y estudi¨¦ mucho, y puedo asegurar que a la sombra de los portales y palmeras del patio de Letras se forj¨® mi vocaci¨®n de escritor. Cuando entr¨¦ en San Marcos, era un muchacho que amaba la literatura, lleno de incertidumbre sobre mi porvenir. Cuando sal¨ª, el adolescente confuso se hab¨ªa convertido en un joven convencido de que su destino era escribir y resuelto a hacer lo imposible para lograrlo.
La literatura estaba en el aire de la Facultad, no s¨®lo en las clases y en la polvorienta biblioteca. Se la viv¨ªa tambi¨¦n a plena luz, cada mediod¨ªa, cuando acud¨ªan los poetas, los narradores, los dramaturgos, reales o en ciernes, pues el patio de Letras funcionaba como el cuartel general de la literatura peruana. Escuchando a esos adelantados, el primerizo aprend¨ªa sobre autores indispensables, libros claves y t¨¦cnicas de vanguardia, tanto o m¨¢s que en las clases. All¨ª o¨ª yo a Carlos Zavaleta mencionar por primera vez a William Faulkner, que ser¨ªa desde entonces uno de mis autores de cabecera. Y all¨ª descubr¨ª a Joyce, a Camus, a John Dos Passos, a Rulfo, a Vallejo, a Tirant lo Blanc. All¨ª o¨ª hablar por primera vez de Julio Ram¨®n Ribeyro, que ya viv¨ªa en Europa, y conoc¨ª a Eleodoro Vargas Vicu?a, el autor de los delicados relatos de Nahu¨ªn; y al impetuoso Enrique Congrains Mart¨ªn, un ventarr¨®n con pantalones que fue, antes de narrador, inventor de un sapolio para lavar ollas, y luego, de muebles de tres patas, y que editaba y vend¨ªa sus libros, de casa en casa y de oficina en oficina, en contacto personal con sus lectores. Y all¨ª pasamos muchas horas discutiendo sobre Sartre, Borges, Les Temps Modernes parisinos y la revista Sur de Buenos Aires, con Luis Loayza y Abelardo Oquendo, que, aunque de la Cat¨®lica, ven¨ªan tambi¨¦n a las tertulias peripat¨¦ticas del patio de Letras. All¨ª me pusieron mis amigos el apodo de 'El sastrecillo valiente' que me llenaba de felicidad. En verdad los narradores estaban en minor¨ªa, proliferaban sobre todo los poetas: Washington Delgado, Carlos Germ¨¢n Belli, Pablo Guevara, Alejandro Romualdo, y algunos que eran ya cr¨ªticos y profesores, como Alberto Escobar. El teatro no estaba tan bien representado, aunque algunas ma?anas hac¨ªa sus r¨¢pidas apariciones por el patio de Letras, con una galante rosa roja en la mano para homenajear a una estudiante de la que estaba prendado, el afilado perfil de Sebasti¨¢n Salazar Bondy, hombre de teatro, de poes¨ªa, de relatos, cr¨ªtico, divulgador y promotor de cultura, que ser¨ªa, a?os despu¨¦s, ¨ªntimo amigo.
Ense?ar en San Marcos era entonces prestigioso desde el punto de vista social y hasta mundano y sus facultades contaban con las figuras m¨¢s destacadas de cada disciplina y profesi¨®n. Abogados, m¨¦dicos, economistas, farmac¨¦uticos, dentistas, qu¨ªmicos, f¨ªsicos, psic¨®logos, y, por supuesto, los humanistas de todas las especialidades, ten¨ªan, como suprema distinci¨®n de su carrera, ense?ar en San Marcos. Y por eso, aunque los sueldos fueran escu¨¢lidos y las condiciones de trabajo sacrificadas, la Universidad pod¨ªa jactarse de ofrecer a los estudiantes que supieran aprovecharla, la m¨¢s enjundiosa preparaci¨®n intelectual.
La mejor universidad del Per¨², acad¨¦micamente hablando, era entonces la m¨¢s popular. Pues, en sus facultades abiertas a todos los sectores sociales, conviv¨ªan muchachas y muchachos a los que las diferencias de fortuna y condici¨®n dif¨ªcilmente hubieran permitido acercarse y conocerse fuera del recinto universitario. Luego, la explosi¨®n demogr¨¢fica estudiantil, las crisis econ¨®micas y pol¨ªticas y la multiplicaci¨®n de centros de ense?anza superior, han ido desapareciendo esa composici¨®n multiclasista y multisectorial que todav¨ªa ten¨ªa San Marcos cuando yo fui sanmarquino. Hoy, el paisaje universitario se ha descentralizado de manera notable, lo que es magn¨ªfico. Pero no lo es que este paisaje reproduzca, al mil¨ªmetro, los grandes abismos de ingreso y de cultura que separan a los peruanos. Y que en algunos de esos centros, precisamente los de m¨¢s alto nivel t¨¦cnico y profesional, los estudiantes vivan a veces en una campana neum¨¢tica, sin enterarse de los grandes conflictos y traumas del Per¨², ni codearse con quienes m¨¢s los padecen.
En los a?os cincuenta, San Marcos era a¨²n, en formato reducido, una r¨¦plica bastante aproximada de la sociedad peruana y este hecho resultaba, de por s¨ª, pedag¨®gico. Los problemas del Per¨² repercut¨ªan en sus aulas, reverberaban en sus patios, contaminaban sus laboratorios y seminarios, a trav¨¦s de la procedencia vers¨¢til de los estudiantes, e impregnaban ¨ªntimamente los estudios, las relaciones personales y la marcha de la instituci¨®n. Fuera cual fuera la especialidad elegida, los sanmarquinos recib¨ªan, en sus a?os universitarios, un curso acelerado sobre la problem¨¢tica peruana.
Si mencionara a los profesores de San Marcos a los que debo algo, la lista ser¨ªa larga. Pero quiero hacer un recuerdo especial de Ra¨²l Porras Barrenechea, con el que, adem¨¢s de ser alumno, tuve el privilegio de trabajar, en su casita de la calle Colina invadida de libros y quijotes, de lunes a viernes, todas las tardes, cerca de cinco a?os. En Espa?a, en Francia, en muchos lugares me ha tocado escuchar a sabios expositores, a eminentes maestros. Por ejemplo, a Marcel Bataillon, reconstruyendo, en el Colegio de Francia, los d¨ªas finales del Incario como si hubiera estado all¨ª, ante un auditorio extasiado con la elegancia de su exposici¨®n; o a D¨¢maso Alonso, en la Complutense de Madrid que, no cuando explicaba filolog¨ªa, sino cuando desmenuzaba un poema de Quevedo, de San Juan de la Cruz o de G¨®ngora, se tornaba un delicado relojero de la lengua, un verdadero rabdomante en pos de aquella humedad ¨ªntima del ser donde, seg¨²n ¨¦l, nace la poes¨ªa. Pero ni ellos, ni ning¨²n otro, fulguran en mi memoria como mi maestro sanmarquino de manos peque?as, ojos azules y barriguita prominente, que, cuando sub¨ªa a su pupitre, armado con su panoplia de fichas atiborradas de letras microsc¨®picas, como patitas de ara?a, y comenzaba a hablar, se convert¨ªa en un gigante. A su llamado acud¨ªan, prestos, luminosos, di¨¢fanos, los grandes y menudos hechos del pasado peruano. Porras no era un orador, si orador quiere decir regurgitar banalidades y lugares comunes con voz arrulladora y ademanes de domador de circo. Era un sutil expositor, cuyo dominio del idioma daba a su exposici¨®n una fluidez de r¨ªo sereno y poderoso, una gran precisi¨®n y sutileza enriquecida por la gracia. Lo que ¨¦l dec¨ªa estaba dicho con desenvoltura, iron¨ªa, color; pero, adem¨¢s, se apoyaba en una investigaci¨®n rigurosa y personal de cada tema, de modo que, escuch¨¢ndolo, sus alumnos ten¨ªamos, junto al deslumbramiento por la riqueza de la aventura hist¨®rica, la certeza de que aquello no era repetici¨®n, ense?anza ya sabida, sino historia gest¨¢ndose ante nuestros ojos y o¨ªdos, en el sal¨®n de clases.
El Per¨², 'un pa¨ªs antiguo', como dec¨ªa Jos¨¦ Mar¨ªa Arguedas, alcanz¨® algunas veces en su historia milenaria, la grandeza y la fuerza, aunque nunca, por desdicha, la justicia y la libertad, inseparables de esa flora todav¨ªa ex¨®tica en su suelo: la cultura democr¨¢tica. San Marcos es uno de los emblemas de los periodos de auge en la historia nacional. Es la primera universidad que la corona espa?ola fund¨® en Am¨¦rica, hace cuatrocientos cincuenta a?os, con la intenci¨®n de que fuera un foco espiritual que irradiara sobre todo el continente, un centro neur¨¢lgico de recepci¨®n, creaci¨®n y transmisi¨®n de la cultura, un semillero de ideas y valores, una formadora de eminencias. Eso ha sido San Marcos en los mejores momentos, cada vez que resucitaba de esas crisis que parec¨ªan a punto de extinguirla. Y eso deber¨¢ volver a ser en el futuro, cuando, y si, como en un cuento de Borges, el Per¨² se encuentra por fin, alguna vez, con su escurridizo destino.
? Mario Vargas Llosa, 2001 ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas, reservados a Diario El Pa¨ªs, SL, 2001.
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