Originalidad
La originalidad absoluta es un lujo que s¨®lo se pueden costear los genios. Escribo sobre el papel esta frase que me suena vagamente a Oscar Wilde o Andy Warhol y, aunque podr¨ªa jurar que es cosecha de mi modesto cerebro, me pregunto cu¨¢ntas veces no se habr¨¢ formulado el mismo pensamiento. El c¨¢lculo de probabilidades nos informa de que, dado el n¨²mero de vocablos de una lengua y las m¨²ltiples variantes que se pueden atender, resulta por lo menos complicado que la frase exista ya en la forma que acabo de darle, de que me haya limitado a copiar, sin quererlo, un aforismo anterior, pero no puede borrar ese margen que indica el molesto adverbio quiz¨¢. En la literatura, en las artes, en la propia naturaleza la originalidad parece una tendencia encaminada al fracaso, y en cierto sentido poco inteligente. S¨®lo una mano equidistante de la brillantez y la idiocia pretender¨¢ pintar hoy olvidando sistem¨¢ticamente a Picasso y a Monet. Durante ese confuso interregno en que las vanguardias dominaron el panorama cultural de Europa, la originalidad se consideraba no s¨®lo un mandato, sino el m¨¢s alto postulado del artista. Aquella frase program¨¢tica de Rimbaud, la ¨²nica obligaci¨®n es ser moderno, disculp¨® cientos de mamarrachadas, de extravagancias que s¨®lo persegu¨ªan la iridiscencia de lo nuevo, sin reparar en su oportunidad. En el propio origen de la obra humana se halla lo que otros hombres realizaron antes que nosotros, sus ra¨ªces se alimentan del humus de los muertos: porque, como admite un bello aforismo renacentista, no somos m¨¢s que ni?os a hombros de gigantes.
En estos d¨ªas de aguas revueltas hemos o¨ªdo muchas acusaciones de plagio y hemos chocado con palabras feas en las secciones de cultura de los peri¨®dicos. Un caso me ha sorprendido m¨¢s que ninguno: el de Juan Vergillos, ganador del premio de novela corta Universidad de Sevilla 2000, cuya obra, Los cuadernos perdidos de Antonio Catena, acaba de aparecer en las librer¨ªas. Yo, que la he le¨ªdo, puedo entender tal vez que se la acuse de plagiar varias p¨¢ginas de un manual sobre los maquis en Sierra M¨¢gina porque el respeto a las fuentes documentales juega malas pasadas, pero ese hecho me causa un revuelto de consternaci¨®n y l¨¢stima. No voy a llegar a disculpar el plagio, en el sentido de traslaci¨®n literal de una obra ajena, puesto que pertenezco al gremio m¨¢s interesado en que ese mal h¨¢bito no se divulgue: s¨ª empieza a molestarme esta constante polic¨ªa que se dedica, al parecer, a confrontar el n¨²mero de adjetivos de los libros para ver si encuentra concomitancias entre p¨¢ginas publicadas con cincuenta a?os de diferencia. Ignoro si la novela de Vergillos habr¨¢ perpetrado o no la falta y ni me importa, porque aludo a su caso como dato extremo: pregunto qu¨¦ habr¨ªan hecho los cr¨ªticos si Catulo hubiera compuesto hoy cierto famoso poema que secuestra palabra a palabra un original griego de Safo. No puede matarse ese leg¨ªtimo incentivo de la cultura que es alimentarse del trabajo de otros, para digerirlo, distorsionarlo y presentar alg¨²n producto que posea alg¨²n viso de novedad. Lo que molesta no es el plagio, sino la burda copia directa del que aprendi¨® a hacer mal los trabajos en el instituto. Por lo dem¨¢s, la originalidad radical es un atributo propio de esos genios en los que no todos podemos aspirar a convertirnos.
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