El mapa del pasado
El debate sobre la Democracia en el Nuevo Milenio, celebrado con motivo del XXV aniversario de EL PA?S, fue bien resumido por los redactores de este peri¨®dico bajo la r¨²brica de 'La democracia no tiene mapa'. Si algo qued¨® claro en dicho coloquio fue, en efecto, la dificultad para abordar los desaf¨ªos del futuro desde presupuestos anclados en prejuicios pret¨¦ritos y, sobre todo, en consideraciones que no tienen en cuenta la experiencia hist¨®rica. Sabemos ya con la suficiente contundencia cu¨¢les son los factores que contribuyen a debilitar o erosionar a esta forma de gobierno, pero dif¨ªcilmente podemos ir m¨¢s all¨¢ de la especificaci¨®n de ciertos valores y reglas procedimentales cuando ansiamos concretarla. Y son tambi¨¦n innumerables las lecturas que pueden hacerse de sus carencias y problemas seg¨²n las particularidades del contexto desde el que es observada. Los latinoamericanos no acaban de entender, por ejemplo, por qu¨¦ la democracia no genera necesariamente m¨¢s redistribuci¨®n de los recursos o una mayor gobernabilidad, y los europeos advierten con cierto espanto c¨®mo en muchos pa¨ªses la implantaci¨®n de elecciones competitivas no presupone necesariamente el respeto de las instituciones y valores fundamentales del Estado de derecho.
Desde todos los lados se coincide, sin embargo, en la necesidad de conciliar sus principios, pr¨¢cticas e instituciones fundamentales con la realidad tal y como se presenta a inicios de este nuevo siglo. No con las sombras del pasado o con ideolog¨ªas que tuvieron su sentido en un contexto bien distinto del actual. Sorprende, por tanto, que Arzalluz e Ibarretxe reclamen la legitimidad de su propuesta soberanista en el hecho de que ya fuera defendida por su partido desde sus or¨ªgenes hace m¨¢s de un siglo. No es nada nuevo, se nos dice, sino un principio que ha sido capaz de imponerse al paso del tiempo. La tesis impl¨ªcita, tan cara al nacionalismo, es que todo Estado que no se adapta a una previa homogeneidad cultural es necesariamente artificial, y que los pueblos tienen determinadas esencias que permanecen inalterables en el tiempo. S¨®lo ¨¦stos ser¨ªan aut¨¦nticamente naturales. Se da as¨ª la paradoja de que aquellas comunidades que se supone que tienen su origen en complejos procesos hist¨®ricos queden luego blindadas frente a la evoluci¨®n de la propia historia.
A nadie se le escapa que el nacionalismo, todo nacionalismo, es una ideolog¨ªa que tiende a recurrir al pasado para afianzar lo que es en realidad un proyecto de futuro. Esa creaci¨®n de identidades con vocaci¨®n de permanencia s¨®lo deviene posible mediante un uso activo de la v¨ªa administrativa, y pocos nacionalismos han sido tan pertinaces en la aplicaci¨®n de este tipo de medidas como el nacionalismo vasco. No parece, pues, que dicho sentimiento hunda sus ra¨ªces en la naturaleza y se despliegue espont¨¢neamente. Las identidades nacionales se imbuyen y se crean, no emanan de modo natural y mec¨¢nico del esp¨ªritu de los pueblos. Ni tampoco se manifiestan de la misma forma e intensidad en los mismos territorios o ¨¦pocas hist¨®ricas. Participan de la esencial contingencia e historicidad de todo lo humano. Por todo ello no deja de ser ir¨®nico que un concepto promovido por un partido hace m¨¢s de un siglo pueda ser trasladado sin m¨¢s, con su mismo contenido sem¨¢ntico, a las condiciones del nuevo siglo. Como si ese mapa que los padres fundadores levantaron a partir de una situaci¨®n hist¨®rica tan radicalmente distinta pudiera servir para orientarnos en estas nuevas circunstancias.
Nadie pone en duda que la legitimidad de las decisiones pol¨ªticas no se consume en la mera existencia de un proceso de decisi¨®n democr¨¢tica; es preciso tambi¨¦n que quien participa en su gestaci¨®n y se somete a ellas posea un com¨²n sentimiento de pertenencia. Esto, y no otra cosa, es lo que justifica el principio de autodeterminaci¨®n. Bajo las condiciones de la sociedad vasca actual, con tan complejo y sutil juego de lealtades e identidades, es dif¨ªcil pensar, sin embargo, en una realizaci¨®n m¨¢s plena de este principio que a trav¨¦s del Estatuto de Autonom¨ªa. Al menos se corresponde con una orograf¨ªa real, no con el paisaje imaginado desde las brumas del romanticismo decimon¨®nico.
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