Aprendiz de combatiente
La tragedia de la Intifada, vista por los ojos del ni?o palestino de nueve a?os Hosam al Chaar, que vive en un campo de refugiados
'Yo he nacido aqu¨ª'. Se encoge de hombros, sin bajarse de la bicicleta, como si tratara de escaparse de la ma?ana o del estruendo de los disparos de los tanques israel¨ªes, que cada vez suenan m¨¢s cerca. Es la tercera generaci¨®n de refugiados. No sabe d¨®nde tiene sus ra¨ªces. Su mundo es un tri¨¢ngulo perfectamente acotado por la verja fronteriza, al otro lado de la cual ondea la bandera de Egipto; la torre de vigilancia de los militares israel¨ªes, casi m¨¢gica, que dispara sin necesidad de soldados, y el camino de arena, que va 'hacia all¨¢'; un mundo difuso e inalcanzable cuya capital es Gaza, adonde fue 'una vez, hace mucho tiempo'. Es Hosam al Chaar, de nueve a?os. ?ste es el campo de refugiados de Brasil, en el coraz¨®n del municipio de Rafah, al sur de la franja de Gaza, donde apenas existe administraci¨®n palestina, simplemente Intifada.
Hosam trata de esconder que el ruido de las explosiones le hace gritar de p¨¢nico
En la casa de los Chaar, el despertador suena todos los d¨ªas puntualmente a las cinco de la madrugada. Esto es ahora, desde que se inici¨® la Intifada. Antes, la campanilla del reloj sol¨ªa empezar a tintinear suavemente a las dos de la madrugada, aunque s¨®lo lo hac¨ªa para el o¨ªdo de Hadam, un obrero de la construcci¨®n de 45 a?os, oriundo de Berseva, padre de 14 hijos, que se levantaba en silencio, tratando de no desvelar a nadie, para viajar hasta Israel, trabajar en lo alto de un andamio y volver con 180 shekels en el bolsillo (9.000 pesetas). A Hosam le gustaba escuchar el ruido suave de su padre saliendo de la cama, bajando las escaleras con los zapatos en la mano y o¨ªr al final como un beso el leve portazo, preludio de un largo silencio que volv¨ªa inevitablemente a mecerle en el sue?o. Todo ha cambiado desde hace ocho meses, incluso esto.
'Hay noches que los ruidos de las bombas no me dejan dormir. Me levanto. Empiezo a dar vueltas por la casa. Despierto a todo el mundo. Mi madre entonces me baja hasta la sala de abajo, con mis hermanos m¨¢s peque?os. Estamos all¨ª abrazados, hasta que los tanques dejan de disparar', explica Hosam avergonzado, tratando de esconder que el ruido de las explosiones le provoca a menudo tanto p¨¢nico que suele irrumpir en gritos, casi alaridos. Para Zakia, de 44 a?os, la madre, ¨¦ste suele ser el momento m¨¢s dif¨ªcil y angustioso de la noche, porque para este dolor no existen ant¨ªdotos ni pastillas, y en ocasiones ni siquiera sirven los abrazos.
Hosam, el n¨²mero 12 de los hermanos, s¨®lo recuerda haber sentido tanto dolor y angustia el d¨ªa que los tanques entraron en el pueblo, destrozaron la mezquita y mataron a su primo Baraa. Su cuerpo qued¨® tendido de bruces en la arena, como si tratara de escaparse del estruendo de los carros. Cuando fueron a ayudarle a levantarse descubrieron en su cabeza un orificio de bala, limpio, perfecto, redondo; le entraba por la frente y le sal¨ªa por atr¨¢s, por el cuello. En la comisura de los labios ten¨ªa un hilillo de sangre. ?l tambi¨¦n ten¨ªa nueve a?os.
'?Peor, peor? ?A¨²n peor? El d¨ªa de la gran explosi¨®n', recuerda Hosam. Todo pas¨® tres semanas atr¨¢s. Apenas hab¨ªa anochecido cuando se escuch¨® como un inmenso trueno. La casa pareci¨® por unos segundos venirse abajo. Luego, en la cena, su padre explic¨® que los cuerpos de los resistentes hab¨ªan quedado destrozados. Lo que cre¨ªan que era un paquete era una bomba trampa preparada por los israel¨ªes. A¨²n ahora Hosam cree ver volar por los aires la pierna del combatiente. La localizaron a la ma?ana siguiente al otro lado de la verja fronteriza.
Reviviendo aquella noche, se palpa su propia pierna, como tratando de confirmar que est¨¢ unida a su cuerpo. ?l s¨ª podr¨¢ continuar jugando al f¨²tbol de delantero, como el egipcio Husam Hasan, el antiguo jugador del Ahli ahora traspasado al Zamalek. Su h¨¦roe de una televisi¨®n en la que no existen dibujos animados. Pero, para Hosam, su verdadero h¨¦roe es su hermano Sobhi, tres a?os mayor que ¨¦l. Est¨¢ herido en el tobillo por un disparo de un soldado israel¨ª cuando, con los amigos, trataba de alcanzarlos con las piedras.
'A veces yo les acompa?aba. Ahora me da mucho miedo. Los soldados jud¨ªos vienen con tanques y con las excavadoras', cuenta, como pregunt¨¢ndose por qu¨¦ tanto despliegue. Nadie se ha detenido ni un minuto en tratar de explicarle al peque?o que el Ej¨¦rcito israel¨ª ha empezado en la zona una obra de demolici¨®n sistem¨¢tica, consistente en crear una tierra de nadie entre la verja de la frontera y las casas del pueblo. Cerca de un centenar de familias se han quedado ya sin domicilio. Desde un punto de vista t¨¦cnico, a esto se le llama 'impermeabilizaci¨®n de la frontera'. En lenguaje vulgar quiere decir que el campo de refugiados de Brasil dejar¨¢ de ser un coladero; por all¨ª no volver¨¢n a pasar las armas de contrabando para los milicianos de la Intifada, ni podr¨¢n huir quienes tratan de escapar del Ej¨¦rcito de Israel. Todo quedar¨¢ perfectamente clausurado.
El maestro de la escuela, a la que Hosam va en turno de tarde, le ha explicado eso y otras muchas cosas. Como, por ejemplo, que esto 'es una Intifada' con la que 'se conquistar¨¢ la ciudad santa de Jerusal¨¦n' y se 'expulsar¨¢ a los jud¨ªos de sus tierras', y 'entonces habr¨¢ paz'. ?l intuye, sin embargo, que entonces pasar¨¢n muchas cosas m¨¢s; su padre volver¨¢ a encontrar trabajo en Israel, dejar¨¢n de pedir dinero prestado a sus t¨ªos. Pero lo m¨¢s importante es que dejar¨¢n de tomar la leche en polvo de la ayuda de las Naciones Unidas y las malditas lentejas, ese plato obligado de todas las noches y tambi¨¦n de las ma?anas, las sobrantes, para almorzar. Incluso es posible que alguien le regale un juguete en el Ramad¨¢n, un pantal¨®n nuevo en su cumplea?os y una bicicleta grande en la que pueda peladear sin ir encogido.
Hosam tiene la certeza de que nada de esto suceder¨¢ esta ma?ana, en la que su padre ha salido de su casa dando un portazo, despu¨¦s de haber discutido de dinero con su madre en la cocina ante un balde lleno de tomates maduros, la ¨²nica comida prevista para el d¨ªa. El tendero de la esquina se ha negado a continuar fi¨¢ndoles. Desde el quicio de la puerta le ha espiado; m¨¢s enfadado que nunca, emprende el camino del zoco de Rafah, donde se pasa todas las ma?anas deambulando, mir¨¢ndolo todo sin comprar nada, como si tratara de emborracharse con un cansancio ficticio y llenar as¨ª las horas que le deja libre el estar en paro. Volver¨¢, como siempre, al atardecer, antes de la oraci¨®n del Magreb, cuando ¨¦l haya salido ya de la escuela.
Hoy es demasiado pronto para la paz, contin¨²a rumiando Hosam, porque los disparos de los tanques israel¨ªes siguen esta ma?ana disparando muy cerca. Lo hacen desde un rinc¨®n no muy lejano del campo de refugiados, el barrio de Sadam, donde han sacado de su casa por la fuerza a la familia de Mohamed para poder destruir su reci¨¦n estrenada vivienda. Hasta ayer estaba situada en el pasillo estrat¨¦gico junto a la frontera. Hoy es una inmensa monta?a de hierros retorcidos y cemento, salpicada de pedazos de muebles y peque?os objetos personales. Cuando los bulldozers y los tanques hayan acabado con su tarea, ir¨¢ all¨ª a ayudarles a rescatar sus ¨²ltimas pertenencias.
Hosam los acompa?ar¨¢ despu¨¦s en su recorrido agonizante hasta su nuevo domicilio: una tienda de campa?a que la agencia de Naciones Unidas para los refugiados palestinos (UNRWA) habr¨¢ colocado junto a las otras en la explanada en la que con sus amigos acostumbraba a jugar al f¨²tbol. Son el embri¨®n de una nueva clase social; refugiados dentro de un campo de refugiados. El n¨²cleo m¨¢s d¨¦bil y desasistido de la di¨¢spora palestina. Es el eterno volver a empezar.
-?Y t¨², Hosam, qu¨¦ quieres ser cuando seas mayor?
-Yo, combatiente.
No ha dudado ni un solo instante. Luego le ha dado al pedal con rabia. La bicicleta se ha inclinado, casi en paralelo con el suelo, para perderse en una curva del campo de refugiados de Brasil, Rafah, al sur de la franja de Gaza.
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