Sonata en la Gran V¨ªa
El viejo mundo de la ciudad se resiste a desaparecer ante la modernidad uniformadora
espu¨¦s de cruzar una calle de Bilbao el hombre extendi¨® en el suelo un cart¨®n y se arrodill¨® con los brazos en cruz frente al Apostolado Lit¨²rgico. Permaneci¨® durante m¨¢s de una hora recitando jaculatorias y d¨¢ndose golpes de pecho. Ni Dios le hizo caso. Jos¨¦ Figueroa lleva dieciocho a?os clamando por la salvaci¨®n de esta ciudad, limpiando, restregando el manto de moho y verd¨ªn que la lluvia deja sobre la imagen de la Inmaculada, frente a la iglesia de San Vicente. Dice que no hay derecho a este abandono. Que la Virgen est¨¢ llena de bichos repugnantes. Hoy mismo acaba de sacar una ara?a monstruosa de la boca de la Madre de Dios. Se queja amargamente de las autoridades, porque dilapidan en cosas innecesarias y no hacen nada por evitar la inmundicia que cubre a la Se?ora. Pero ni Dios le hace caso.
Duerme en un rellano de la Caja Laboral y protesta porque hay gamberros que le roban las flores de la Virgen, incr¨¦dulos que le provocan y miserables que blasfeman cuando pasan a su lado. '?Por qu¨¦? Porque rezo sin descanso, porque llevo una vida contin¨²a de oraci¨®n; pero no van a poder conmigo'. Figueroa es, sin duda, un resistente, el ¨²ltimo alucinado de una ciudad que en su d¨ªa consagr¨® al Gordo de los Rosarios como uno de los suyos y hoy permanece ajena a los tipos irrepetibles, profanada por la modernidad que lo homogeiniza todo. Si nadie lo remedia, le digo al dibujante, este hombrecillo terminar¨¢ alg¨²n d¨ªa quem¨¢ndose a lo bonzo ante la indiferencia general.
El dibujante ha enviado hoy a la cita a Max Bilbao, su alter ego, un tipo muy culto, de mirada fr¨ªa y distante que asiste imp¨¢vido a un mundo que se va desde que el Acorazado Guggenheim aterriz¨® como un platillo volante en medio de Abandoibarra. Un mundo a punto de r¨¦quiem donde en un tiempo hubo relojes parados con una sola aguja, un mundo de signos amenazados de defunci¨®n, de persianas que bajan, de caramelos de malvavisco en franquicia, de hornos de pan al minuto que han terminado con los efluvios del obrador de Iturbe, de traper¨ªas, chatarrer¨ªas y pensiones baratas que languidecen ante la llegada de Toni Mir¨® y de letreros ins¨®litos amarilleados 'no se admiten comidas de fuera', 'bragas de todas las tallas', 'se cogen puntos a las medias', 'hay caldo'...
En las aceras de la ciudad ya no se llevan los pordioseros comunes, ni los desesperados padres de cuatro hijos con faltas de ortograf¨ªa en el cartel, ni menesterosos con ni?os anestesiados en brazos. Ahora, en las zonas peatonales, la caridad de los burgueses se ve recompensada, a cambio de una monedas, por la justa reciprocidad de peque?os grupos de depauperados que llegan del Este con un viol¨ªn debajo del brazo y una expresi¨®n sumisa de angustia relajante. Mientras suena lejana una sonata de Bach en la Gran V¨ªa, se tranquilizan las conciencias y se instala la modernidad,
Muy cerca de donde estamos, al resguardo de un cine que ya es la sombra del ayer, un tr¨ªo de moldavos nos hace llegar s¨®lo melod¨ªas tristes. Es la hora del caf¨¦ en una terracilla veraniega por la que pasan familiares de presos en manifestaci¨®n, adolescentes con bolsas de Zara, madres empujando cochecitos de ni?o, jubilados y jubiladas con su barrido lateral de peluquer¨ªa inalterable al cambio fison¨®mico de la ciudad.
Me cuenta Max Bilbao que hace poco le dijo al dibujante 'ya no podr¨¢s dibujar Bilbao', sin saber que debajo del maquillaje, del decorado, se esconde un universo que se resiste a desaparecer, una energ¨ªa a punto de entrar en erupci¨®n hasta convertirse en un fur¨²nculo urbano capaz de romper la armon¨ªa de lo homologable a cualquier calle de cualquier ciudad del mundo, porque siempre quedan huellas que alguno se olvid¨® de borrar.
Mira por donde, ayer mismo le¨ª un anuncio solicitando 'portero para comunidad de propietarios', cuando uno cre¨ªa que este oficio, el ¨²nico para el que serv¨ªan las mujeres gordas con re¨²ma y los guardias retirados, estaba en v¨ªas de extinci¨®n. El portero era como el limpiabotas confidente en las desgracias y copart¨ªcipe en las alegr¨ªas, un sabelotodo, arreglalotodo y prohibelotodo, que conoc¨ªa al perro del vecino por su nombre y que daba el toque preciso en el justo momento en que aparec¨ªa la gr¨²a municipal para llevarse el coche. Arqueol¨®gico oficio del pasado milenio, como el del zapatero remend¨®n, que, seg¨²n cont¨® Larra, 'observa la hora en que sale el se?or, qu¨¦ gente viene en su ausencia, si la se?ora sale peri¨®dicamente y si va a compa?ada o sola...'
Es esa actitud budista, la de pararse y contemplar, la que me tienta a presentar mi candidatura al puesto de cancerbero vecinal que solicita el anuncio. Pero Max Bilbao, que no se deja llevar f¨¢cilmente ni por la nostalgia ni por la primera impresi¨®n, me hace caer en el desestimiento: 'D¨¦jalo en manos de la transformaci¨®n urbana, olv¨ªdate del asunto y p¨®nlo en los brazos de la automatizaci¨®n y el progreso. Que sea el portero autom¨¢tico quien se encargue y, sobre todo, quien se encare con los Testigos de Jehov¨¢, con los encuestadores y recadistas, con los repartidores de publicidad y los mensajeros, con los ni?os que recogen peri¨®dicos para el viaje de estudios y los visitadores inmobiliarios, con los cobradores y los oficiales del juzgado, con el cartero y los vendedores de enclopedias... Y sobre todo no mires atr¨¢s'.
Los moldavos tocaban ahora Amapola, pero todos se alegraron mucho cuando son¨® la Lambada, cuarta pieza del mendicante repertorio estrat¨¦gicamente preparada para animar una Gran V¨ªa tan fr¨ªgida como Max. En ese momento, Figueroa rezaba el rosario arrodillado frente al escaparate de la librer¨ªa San Pablo. Ni dios le hac¨ªa caso.
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