La justicia y el pacto
El reciente acuerdo suscrito por el Gobierno de la naci¨®n, el Partido Popular y el Partido Socialista para la reforma de la justicia ha sido recibido con general y merecido aplauso por la opini¨®n p¨²blica y los medios especializados. Los ciudadanos nos hemos sentido reconfortados y esperanzados con la buena noticia de que los dos principales partidos pol¨ªticos del pa¨ªs manifiesten solemnemente su voluntad coincidente para avanzar juntos, con firmeza y responsabilidad compartida, en la aplicaci¨®n de remedios eficaces a las muchas dolencias que todav¨ªa padece nuestro sistema judicial. Y la esperanza acrece al anunciarnos los firmantes su abierta disponibilidad para hacer copart¨ªcipes en dicho acuerdo a todos los grupos parlamentarios que reflejan el pluralismo democr¨¢tico de la sociedad espa?ola. El alivio y la satisfacci¨®n que todo ello produce no debe evitar, sin embargo, la necesidad de interrogarnos sobre el significado real de dicho acuerdo, sin rendirnos a la magia seductora de las bellas promesas. Entre juristas, ese examen cr¨ªtico es obligado. M¨¢s all¨¢ de la inevitable instrumentaci¨®n medi¨¢tica y de la disculpable liturgia autocomplaciente que acompa?¨® su presentaci¨®n en sociedad, es preciso reflexionar serenamente sobre el verdadero contenido y alcance de este importante acuerdo pol¨ªtico. Empezando por los fines que se propone lograr.
El acuerdo se presenta como un Pacto de Estado para la reforma de la Justicia cuyo objetivo final consiste en implantar un nuevo modelo de justicia ajustado a las necesidades y exigencias de la sociedad espa?ola del siglo XXI, un nuevo modelo que aproxime la justicia al ciudadano y devuelva a ¨¦ste la perdida confianza en los jueces. Con ello parece darse a entender que, hasta el feliz nacimiento de este pacto pol¨ªtico, nuestro sistema judicial ha venido soportando un modelo de justicia nada recomendable, anclado en una oscura tradici¨®n paralizante e incapaz, por tanto, de asumir las funciones pacificadoras que la Constituci¨®n asigna a este poder del Estado. Pero no hay tal. Ni nuestro modelo de justicia ha perdido un ¨¢pice de validez y legitimidad ni el presente acuerdo se propone realmente cambiarlo. Por debajo de tan enf¨¢tica declaraci¨®n, una atenta lectura de su contenido desmiente que ¨¦sa sea su finalidad. Hay en ello un manifiesto exceso sem¨¢ntico.
El vigente modelo espa?ol de justicia se define por sus elementos estructurales y funcionales, muy similar en sus piezas maestras al de los pa¨ªses de nuestro entorno continental europeo. Es el modelo que luce en la Constituci¨®n democr¨¢tica de 1978, un modelo que configura la justicia como un poder del Estado, separado de los dem¨¢s poderes, cuya legitimaci¨®n emana del pueblo y cuya funci¨®n de tutela de las libertades y derechos de las personas se administra por jueces y magistrados profesionales, independientes y sometidos ¨²nicamente al imperio de las leyes. La instauraci¨®n de ese poder independiente, s¨ªmbolo mismo y garante ¨²ltimo del Estado social y democr¨¢tico de derecho y de su organizaci¨®n auton¨®mica, no ha sido tarea f¨¢cil ni pod¨ªa implantarse hasta los ¨²ltimos detalles con demasiada celeridad. La Constituci¨®n fij¨® el modelo y marc¨® el camino a seguir, pero su recorrido ten¨ªa que ser forzosamente dilatado en el tiempo, comprometiendo esfuerzos de largo aliento. El propio acuerdo viene a reconocerlo as¨ª cuando ¨¦l mismo se fija un m¨ªnimo de dos legislaturas para su despliegue operativo. Hab¨ªa, en efecto, que liquidar la herencia de una Administraci¨®n de justicia escu¨¢lida en efectivos, anticuada en sus modos de proceder y tradicionalmente subordinada al poder ejecutivo. Hab¨ªa que desmontar pieza a pieza la obsoleta organizaci¨®n judicial y sus viejas normas procesales, sustituirlas con el mayor cuidado y a?adir otras muchas, todas aquellas que la transformaci¨®n del Estado y de la sociedad y la propia experiencia de los servidores de la justicia y de los profesionales del Derecho fueran aconsejando en cada momento. Y esto es lo que, con mayor o menor acierto, se ha venido haciendo sin interrupci¨®n durante las dos ¨²ltimas d¨¦cadas.
Apenas aprobada la Constituci¨®n, todos los Gobiernos democr¨¢ticos impulsaron un vasto proceso de reformas legislativas, administrativas y presupuestarias que dieran cuerpo y sustancia al nuevo edificio de la justicia, situando a los jueces en el privilegiado lugar de poder independiente auspiciado por la norma suprema de nuestro ordenamiento. Ese modelo constitucional de justicia cristaliz¨® en el a?o 1985 con la aprobaci¨®n de la Ley Org¨¢nica del Poder Judicial (LOPJ), modificada y adaptada en m¨¢s de una ocasi¨®n. Antes y despu¨¦s de aquella ya lejana fecha, el ritmo reformista del sistema judicial en su conjunto no se ha paralizado ni ralentizado. La lista ser¨ªa muy larga, pero quiz¨¢ convenga recordar algunas de las medidas m¨¢s importantes: protecci¨®n de derechos fundamentales y libertades p¨²blicas, demarcaci¨®n y planta judicial, jurado, conflictos jurisdiccionales, carrera judicial, jueces de vigilancia penitenciaria, jueces de paz, juzgados de familia, juzgados de menores, estatuto org¨¢nico del ministerio fiscal, estatuto de los procuradores, estatuto de la abogac¨ªa, jurisdicci¨®n laboral, jurisdicci¨®n militar, asistencia jur¨ªdica al Estado, asistencia jur¨ªdica gratuita, arbitrajes privados, sistema arbitral de consumo, responsabilidad del Estado por el mal funcionamiento de la Administraci¨®n de justicia... y un largo etc¨¦tera. Sin olvidar, claro est¨¢, la creaci¨®n del Tribunal Constitucional, que desde el a?o 1979 culmina el sistema de garant¨ªas de los derechos fundamentales y asegura la supremac¨ªa de la Constituci¨®n como norma fundante del ordenamiento jur¨ªdico. En esa misma direcci¨®n conformadora del modelo de justicia, la actual mayor¨ªa parlamentaria ha aprobado muy recientemente dos leyes procesales de primera importancia: en 1998, la ley reguladora de la jurisdicci¨®n contencioso-administrativa, que en su breve plazo de vigencia est¨¢ rindiendo excelentes frutos, de modo destacado en lo que ata?e al grave problema de la duraci¨®n de los pleitos, duraci¨®n que, gracias sobre todo a la implantaci¨®n de los nuevos juzgados unipersonales y al procedimiento oral abreviado, empieza a contarse ya por meses, y no por a?os, acerc¨¢ndose as¨ª a la rapidez habitual de la jurisdicci¨®n laboral; y en el cercano a?o 2000, la Ley de Enjuiciamiento Civil, que sin duda facilitar¨¢ tambi¨¦n la r¨¢pida conclusi¨®n de muchos procesos en el orden civil.
No est¨¢ de m¨¢s recordar que todas esas medidas conformadoras de nuestro modelo de justicia (y muchas otras complementarias en el ¨¢mbito administrativo y financiero) se han ido adoptando, paso a paso, sin necesidad de formalizar solemnes acuerdos pol¨ªticos entre Gobierno y oposici¨®n. Han sido el resultado del normal debate parlamentario o del ejercicio de poderes que la Constituci¨®n y las leyes ponen en manos del Gobierno, de los Gobiernos auton¨®micos o del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Dicho lo cual, ser¨ªa necio e ilusorio pensar que todo est¨¢ ya hecho y que todo se ha hecho bien. Ni una cosa ni otra. Las repetidas encuestas de opini¨®n as¨ª lo confirman, y los protagonistas del acuerdo han tomado buena nota de esa deficiente realidad. Es evidente que faltan a¨²n por completar (ejemplos: la reforma de los procedimientos penales, el amparo judicial ordinario del art¨ªculo 53.2 de la Constituci¨®n) algunas piezas importantes del sistema judicial y por mejorar y modernizar otras muchas. En la abundante reflexi¨®n cr¨ªtica de los te¨®ricos del Derecho y de los profesionales de la justicia sobre tales carencias hay coincidencias sustanciales de diagn¨®sticos solventes y de terapias adecuadas. Contamos con un excelente repertorio de unos y otras en el Libro Blanco de la justicia, publicado por el CGPJ en 1997, y en el denso volumen Del modo de arreglar la justicia, editado por el Tribunal Supremo en el a?o 2000.
De hecho, puede afirmarse sin error o exageraci¨®n que la mayor parte del repertorio de propuestas y compromisos de reforma que se enuncian en el acuerdo del PP y PSOE no son otra cosa que una reproducci¨®n sint¨¦tica (a veces, simples enunciados) de las muy elaboradas y precisas medidas de mejora recogidas en los dos vol¨²menes citados, medidas que ya est¨¢n siendo ensayadas en algunos casos y respecto de las cuales el consenso doctrinal es virtualmente un¨¢nime. Aunque no cabe ocultar tampoco que el acuerdo ha silenciado, aplazado o rechazado algunas de las reformas sugeridas desde el propio ¨¢mbito judicial, como son, por ejemplo, la urgente normalizaci¨®n de las lenguas cooficiales en las actuaciones judiciales que tengan lugar en las comunidades aut¨®nomas biling¨¹es, la ¨ªntegra descentralizaci¨®n de los cuerpos administrativos y de la gesti¨®n de recursos materiales en favor de las administraciones auton¨®micas, la creaci¨®n de ¨®rganos de apoyo en los niveles superiores de la pir¨¢mide judicial o, en otro orden de cosas, la atribuci¨®n de la instrucci¨®n penal al ministerio fiscal.
Nadie en su sano juicio puede oponerse, en efecto, a que se alivie la abrumadora carga de asuntos que asfixia y ralentiza hasta la exasperaci¨®n el normal funcionamiento del Tribunal Supremo. Nadie discute tampoco que, entrados en el siglo XXI, haya que actualizar los partidos judiciales, aumentar sensiblemente el n¨²mero de juzgados (creando incluso algunos de nueva planta, como los juzgados de lo civil, anunciados en el acuerdo) y acercarlos a los n¨²cleos urbanos m¨¢s poblados. Ning¨²n rechazo puede suscitar, antes al contrario, que crezcan y mejoren las sedes judiciales y se modernice de una vez por todas la Oficina Judicial, potenciando la figura del secretario judicial, utilizando a pleno rendimiento el vasto repertorio de nuevas tecnolog¨ªas inform¨¢ticas, ampliando el horario de trabajo, desburocratizando los medios personales y aplicando las t¨¦cnicas de gesti¨®n gerencial que son ya habituales en otros ramos de las organizaciones p¨²blicas. S¨®lo cabe apoyar que se mejore la selecci¨®n de los jueces, se valore mejor su capacidad y m¨¦ritos, se perfeccione su formaci¨®n jur¨ªdica y no jur¨ªdica, se fomente la imprescindible especializaci¨®n, se incrementen sus retribuciones y se potencie la inspecci¨®n, premiando la calidad y el rendimiento e impulsando las expectativas de carrera con criterios complementarios al automatismo de la antig¨¹edad. Y cabe aceptar tambi¨¦n como buena la idea de limitar el tiempo de permanencia en ciertos cargos de la magistratura y del ministerio fiscal (idea que el acuerdo se limita a enunciar sin mayores precisiones, seguramente porque no resultar¨¢ nada f¨¢cil concretar plazos y cargos). Todo ello y algunas cosas m¨¢s obligar¨¢n sin duda a intensificar el ya notable esfuerzo presupuestario que a la justicia se ha venido prestando en los ¨²ltimos a?os por los ¨®rganos parlamentarios del Estado y de algunas comunidades aut¨®nomas. ?Qui¨¦n podr¨ªa oponerse a que as¨ª sea?
Pero cabe preguntarse: si todas las medidas y reformas antecedentes se han ido aplicando sin necesidad de apelar a pactos de Estado, ?por qu¨¦ precisamente ahora es necesario ese pacto? No parece dif¨ªcil adivinar la raz¨®n. En el presente acuerdo se abordan tres cuestiones cuya soluci¨®n definitiva s¨ª requer¨ªa una respuesta paccionada aceptable para ambas partes, respuesta harto dif¨ªcil habida cuenta las radicales diferencias de opini¨®n (y de programa pol¨ªtico) que inicialmente les enfrentaban. Tales cuestiones son: la elecci¨®n de los doce vocales judiciales del CGPJ, el ingreso en la carrera judicial por el turno de juristas expertos y la configuraci¨®n del jurado. La soluci¨®n de esta ¨²ltima ha quedado aplazada para mejor proveer hasta que la experiencia aconseje o no introducir cambios en su composici¨®n y funciones. Pero las otras dos, tan agriamente pol¨¦micas, han quedado definitivamente resueltas: en el primer caso, el PP acepta el actual procedimiento de elecci¨®n parlamentaria (legitimidad democr¨¢tica) a cambio de que el PSOE admita a su vez que los candidatos sean propuestos por los propios jueces, asociados o no (legitimidad corporativa); y en el segundo caso, el PP renuncia a la supresi¨®n de ese turno de ingreso a cambio de elevar los niveles de exigencia en el procedimiento de selecci¨®n de candidatos. Ambas decisiones son razonables y merecen sinceros aplausos. Queda flotando, no obstante, la duda de si las numerosas propuestas, prop¨®sitos, ideas y medidas de perfeccionamiento de la justicia (en s¨ª mismas valiosas e inobjetables, pero no necesitadas en rigor de pacto de Estado alguno) se han incorporado al acuerdo con el prop¨®sito de edulcorar la eventual amargura que en determinados medios, de uno y otro campo, podr¨ªa producir la transacci¨®n alcanzada. Sea como fuere, el pacto est¨¢ ah¨ª, las palabras ya han sido dichas, bienvenidas sean. Ahora falta pasar sin dilaci¨®n a los hechos.
Una palabra final: las buenas leyes procesales, los medios materiales adecuados, la eficaz ordenaci¨®n de los servicios judiciales y una holgada cobertura financiera son imprescindibles, pero no aseguran por s¨ª solos el ideal de una justicia r¨¢pida y de calidad. Para acercarnos a ese ideal es preciso adem¨¢s -y en primer lugar- que los jueces (y cuantos participan en la Administraci¨®n de justicia) hagan su trabajo con honda vocaci¨®n profesional, arraigado esp¨ªritu de servicio p¨²blico, insobornable imparcialidad y completa dedicaci¨®n. In spe jurisconsultus clarus.
Jes¨²s Leguina Villa es catedr¨¢tico de Derecho Administrativo de la Universidad de Alcal¨¢.
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